– Así notará más el aroma -dijo, y le tendió a Sophie la jarra de plástico que había sobre la mesita-. ¿Nos traes un poco de agua para las flores, Sophie?
– Claro.
No obstante, se entretuvo en la puerta con la jarra en la mano. Vito aún no había terminado. Sacó un pequeño radiocasete.
– Mi padre tenía una colección de discos -dijo, y Anna abrió mucho los ojos.
– ¿Me has traído música? -susurró, y Sophie maldijo a Lena; luego se maldijo a sí misma por no haberse acordado para nada de la música hasta entonces.
– Y no una música cualquiera -dijo Vito con una sonrisa que hizo que Sophie contuviera la respiración.
Anna abrió la boca, pero enseguida la cerró con fuerza.
– ¿Es… Orfeo? -preguntó, y aguardó expectante, como una niña que teme que le nieguen algo.
– Sí. -Puso en marcha el aparato y Sophie reconoció al instante los primeros compases de «Che faro», el aria con que Anna se había hecho famosa hacía años. Su cristalina voz de mezzosoprano se elevó desde el pequeño altavoz y Anna soltó el aire que había estado conteniendo, cerró los ojos y se arrellanó como si hubiera estado esperando exactamente ese momento. A Sophie se le hizo un nudo en la garganta y se le encogió el corazón al ver que los labios de su abuela empezaban a moverse con las notas.
Vito no le había quitado los ojos de encima al rostro de Anna, y eso hizo que a Sophie el corazón se le encogiera aún más. No había hecho aquello para impresionarla; había sido un sincero gesto para hacer sonreír a una anciana.
Sin embargo, Anna no sonreía. Las lágrimas rodaban por sus mejillas mientras trataba de recobrar el aliento y cantar. Pero tenía los pulmones débiles y de su garganta solo brotaba un penoso graznido.
Sophie retrocedió un paso, incapaz de contemplar los vanos intentos de Anna ni la tristeza que inundaba los ojos de su abuela al darse por vencida. Abrazó la jarra de plástico contra su pecho y se volvió para echarse a andar.
– ¿Sophie? -Una de las enfermeras trató de detenerla-. ¿Qué pasa? ¿Necesita ayuda Anna?
Sophie negó con la cabeza.
– No. Solo quiere un poco de agua. Voy a buscarla. -Se acercó hasta la pequeña cocina que había al final del pasillo y, con las manos temblorosas, abrió el grifo. Llenó la jarra y al cerrar el grifo refrenó sus emociones.
Guardó silencio. Volvía a oírse una voz, pero no eran las fluidas notas de mezzosoprano de Anna. Se trataba de un sonoro barítono, y la atraía como un imán.
Con el corazón aporreándole el pecho, volvió a la habitación de Anna, donde seis enfermeras aguardaban petrificadas y casi sin respiración. Sophie se abrió paso y de pronto se quedó inmóvil, con los ojos clavados en Vito.
Era un extraño momento para enamorarse, se dijo mucho más tarde.
Se había equivocado, su tía Freya no se había llevado al único hombre que merecía la pena. Había otro sentado junto a su abuela, entonando las frases que Anna no podía cantar con una voz nítida y potente a la vez. En su rostro se reflejaba una gran ternura mientras Anna seguía con la mirada cada movimiento de su boca, una boca de la cual cada una de las notas brotaba con tal deleite que casi resultaba doloroso contemplarlo.
Pero Sophie lo contempló, y cuando Vito hubo cantado la última nota, se irguió con las mejillas húmedas y los labios sonrientes. Tras de sí el suspiro colectivo de las enfermeras, que retomaron sus tareas con lágrimas en los ojos.
Vito la miró y arqueó las cejas.
– Si has llenado la jarra de lágrimas, las rosas se morirán, Sophie -se burló. Luego se acercó a Anna-. Le hemos hecho llorar.
– Sophie siempre ha tenido el llanto fácil. Incluso los dibujos animados le hacían llorar.
Pero no cabía duda de que las palabras de Anna estaban llenas de cariño.
– No sabía que estuvieras pendiente de mí cuando lloraba con los dibujos, abuela.
– Yo siempre estaba pendiente de ti, Sophie. -Le dio unas palmaditas en la mano con incomodidad-. Fue un gran placer verte crecer. Me gusta tu joven amigo. Consérvalo. -Arqueó una ceja-. Me entiendes, ¿verdad?
Sophie miró a Vito al responder.
– Sí, abuela. Ya lo creo que te entiendo.
Viernes, 19 de enero, 20:00 horas
Algo había cambiado, pensó Vito. La sentía más cerca. Había algo distinto en la forma como Sophie caminaba abrazada a él al dirigirse de vuelta a la camioneta. Además, le sonreía, y eso siempre era un placer adicional.
– Si hubiera sabido que lo que necesitabas era oírme cantar, te habría cantado con gusto el domingo por la noche. -Abrió la puerta, pero ella en lugar de subir al vehículo se volvió y se arrojó en sus brazos. Le dio un beso ardiente y fluido que hizo que Vito deseara no haberse encontrado en un gélido aparcamiento.
– No ha sido el hecho de oírte cantar en sí sino todo junto, cómo la tomabas de la mano y cómo te miraba ella. Eres muy humano, Vito Ciccotelli.
– Hace un rato me has dicho que era malvado hasta la médula.
Ella le mordisqueó el labio y disparó una ráfaga de puro deseo por todos sus nervios.
– Lo uno no tiene por qué excluir a lo otro. -Entró en la camioneta y lo miró a los ojos-. Me parece que llamaré a la asociación de amigos de la ópera de Filadelfia. Tal vez puedan enviarle a mi abuela algunas visitas. Tendría que haber pensado en la música, Vito. Era su vida entera, no puedo creer que no se me haya ocurrido.
– Has estado muy ocupada tratando de que se recuperara. -Vito se situó tras el volante y cerró la puerta de golpe-. No te culpes. -Se incorporó a la circulación, rumbo a casa de Anna-. Además, la cinta me la ha grabado Tino.
– Pero a ti se te ha ocurrido. Y lo de las flores. Yo también debería haber pensado en eso.
– Tengo que confesar que lo de las rosas tiene un motivo oculto. En el jarrón está la cámara.
Sophie lo miró perpleja.
– ¿Qué?
– ¿Has visto todos esos cristales? Pues uno de ellos es la cámara. Ahora sabrás si la enfermera Marco es mezquina o no.
Sophie se lo quedó mirando.
– Eres increíble.
– No creas. Lo pensó Tino después de que mi cuñado Aidan nos diera unas cuantas ideas mientras anoche construíais el castillo. Te agradecería que no le dijeras nada de la cámara a Tess. Es un poco reacia a que filmen a la gente contra su voluntad.
– No abriré la boca.
– Muy bien. Ahora iremos a tu casa y cuando lleguemos volveré a cantar para recordarte lo increíble que soy.
Ella se echó a reír.
– Tendrá que ser más tarde. Les prometí a los chicos que les ayudaría a terminar el castillo, así que antes vamos a tu casa. Luego iremos a casa de mi abuela y… haremos el amor. Será increíble.
Vito suspiró con esfuerzo.
– Yo creía que íbamos a follar como animales en la escalera.
La carcajada de Sophie estaba llena de malicia.
– Antes tengo que terminar el castillo. Luego puedes sitiarme.
Los observó alejarse en la camioneta. Había estado de suerte, pensó, al retirarse el auricular antes de que el portazo le rompiera los tímpanos. Si el policía hubiera cerrado la puerta un minuto antes, se habría perdido las palabras mágicas.
Claro que él no creía en la suerte; todo era cosa de la inteligencia, la habilidad y el destino. Solo los tontos creían en los golpes de suerte, y él no era ningún tonto. Había sobrevivido gracias a su ingenio, y continuaría haciéndolo. Pensó en Van Zandt entre rejas, vestido con su elegante traje, y sintió una gran satisfacción. No obstante, también lo lamentaba. Era una pena que se perdiera una mente como la de Van Zandt, con tal clarividencia para los negocios. Pero el mundo estaba lleno de personas lúcidas para los negocios.