Freya se echó a llorar.
– Será a tu Sophie -le espetó-. Siempre ha sido tu Sophie. -Lo miró a los ojos-. Tienes dos hijas, Harry. ¿Qué me dices de ellas?
– Quiero mucho a Paula y a Nina -dijo; su consternación empezaba a transformarse en ira-. ¿Cómo te atreves a insinuar lo contrario? Pero Paula y Nina siempre nos han tenido a su lado. Sophie no tenía a nadie.
El semblante de Freya se demudó.
– Sophie tenía a Anna -dijo recalcando mucho las palabras.
Harry palideció aún más y luego sus pómulos se encendieron al comprender lo que ocurría.
– Yo creía que era por Lena, pensaba que no amabas a Sophie porque era su hija. Pero en realidad es porque Anna la cuidó.
Ahora Freya estaba sollozando.
– Lo dejó todo por esa niña, su casa, su carrera… Cuando nosotras éramos pequeñas, nunca estaba en casa para cuidarnos. En cambio a Sophie… se lo ha dado todo. Es mi madre y ahora se está muriendo… -Un sollozo la interrumpió-. Por culpa de Sophie.
Vito exhaló un suspiro, Freya la Buena no era tan buena.
– Santo Dios, Freya -exclamó Harry con un hilo de voz-. No te conozco.
Ella se cubrió el rostro con las manos.
– Vete, Harry. Vete y déjame.
Harry, tembloroso, abandonó la pequeña sala de espera y se dejó caer contra la pared. Vito dirigió una mirada cargada de perplejidad y menosprecio a la sollozante Freya y fue a reunirse con Harry. El hombre tenía los ojos cerrados y se lo veía demacrado.
– No me había dado cuenta hasta ahora.
– Se equivoca en una cosa -dijo Vito con suavidad.
Harry tragó saliva y abrió los ojos.
– ¿En qué?
– No es cierto que Sophie no tenga a nadie, lo tiene a usted. Ella me contó que siempre lo había considerado su verdadero padre y que creía que nunca se lo había dicho.
A Harry le costó hablar.
– Gracias -dijo con un hilo de voz.
Vito se irguió.
– Lo tiene a usted y tiene a Anna. Y ahora también me tiene a mí. Pienso encontrarla. -Al propio Vito le costaba hablar, pero se esforzó por pronunciar las siguientes palabras-. La amo, Harry. Conmigo tendrá el hogar que siempre ha querido tener. Le doy mi palabra.
Harry lo miró a los ojos mientras su mente procesaba tanto la promesa de Vito como su propia respuesta.
– Le dije que existía un hombre para ella, que solo tenía que ser paciente y esperar.
«Ser paciente y esperar.» En esos momentos Vito no estaba en situación de ser paciente. Liz le había dicho que se marchara a casa, pero no era capaz. Le debía demasiado a Sophie como para limitarse a ser paciente y esperar.
– Le llamaré en cuanto averigüe algo más -le dijo a Harry-. En cuanto la encuentre.
Vito se había alejado unos pasos cuando volvió a acordarse de la grabación.
– ¿Sabe la enfermera de Anna, Lucy Marco? Pues su lucidez le salvó la vida.
Harry cerró los ojos.
– La hemos tratado fatal -musitó-. Nos ha dicho que se había equivocado al preparar el gota a gota de Anna y nos hemos puesto como unas fieras. Le prometo que me disculparé.
Vito no esperaba otra respuesta.
– Muy bien. También tengo que decirle que el joven hijo de los propietarios del museo ha arriesgado su vida para intentar detener al hombre que se ha llevado a Sophie.
Harry abrió los ojos como platos.
– ¿Theo Cuarto? Sophie creía que no le caía bien.
Vito recordó la preocupación que había observado en la mirada del matrimonio Albright. Estaban preocupados tanto por Theo, que sufría heridas internas de gravedad al haber sido atropellado por la camioneta de Simon, como por Sophie.
– A todos los Albright les cae bien Sophie, Harry. Están aterrorizados.
Harry asintió con vacilación.
– ¿Theo se pondrá bien?
– Eso esperan. Su pronóstico no está nada claro.
Harry volvió a asentir.
– ¿Necesitan… algo?
Vito suspiró.
– Dinero. No tienen cobertura médica, no podían pagarla.
«Cobertura médica.» Simon se había estado aprovechando de la cobertura médica de otra persona. Vito respiró hondo. Le sentó como una patada en el estómago darse cuenta de que, con tantas prisas, en aquel caso se había olvidado de un principio fundamentaclass="underline" siempre había que seguir la pista del dinero.
– ¿Qué pasa? -Harry lo aferró por el brazo, preso de pánico-. ¿Qué pasa?
Vito le posó la mano en el hombro y se lo estrechó.
– Me he acordado de una cosa. Tengo que irme.
Marcó el número de la fiscal Maggy López mientras partía corriendo en dirección al ascensor.
Sábado, 20 de enero, 21:50 horas
Enchufó la pierna a la corriente justo a tiempo. Había estado tan ajetreado durante las últimas horas que casi se le había agotado la batería. Tardaría horas en recargarla del todo. Disponía de otras piernas, pero ninguna le proporcionaba la misma libertad de movimientos ni tanta estabilidad como la que contenía el microprocesador obtenido al participar en el estudio de Pfeiffer, y tenía la impresión de que para matar a Sophie Johannsen iba a necesitar encontrarse en plena forma física.
La recordó disfrazada de vikinga, blandiendo el hacha de combate sobre su cabeza. Aquella florecilla no tenía ni un pelo de frágil. Estaba claro que debía hacer uso de todas las ventajas que le ofrecía el circuito integrado de Pfeiffer.
Sentado en la cama de su estudio, se detuvo a pensar en el doctor Pfeiffer. Él y su enfermera estaban colaborando con la policía, era la única explicación posible a la llamada telefónica que había recibido. Querían que fuera a recoger el lubricante. Bah. Creía que Ciccotelli era más listo que todo eso. Menos mal que no había permitido que la enfermera de Pfeiffer lo fotografiara, si no, Ciccotelli conocería su verdadero aspecto, y eso podía crearle problemas cuando decidiera salir a la calle con una nueva identidad.
Cuando Sophie estuviera muerta, solo quedarían los descendientes del viejo. Sonrió; de pronto se sentía impaciente por que se celebrara aquella reunión familiar, sobre todo tenía ganas de ver a Daniel. Miró el cebo depositado sobre la mesa, junto al dibujo inacabado de la tabla de tumbas. Le carcomía el hecho de que aquel cementerio tan bien planeado aún estuviera por terminar; tenía que acabar lo que su hermano había empezado muchos años atrás. Había soñado con la venganza tantísimas veces… A lo mejor esa noche soñaba con Daniel, atrapado como un animal.
Sin embargo, se sentía demasiado inquieto para dormir. Si tuviera la pierna cargada, saldría a dar un paseo. Como no era así, tendría que buscar otra forma de eliminar la tensión. De hecho, contaba con lo más apropiado. Se colocó la pierna vieja, se dirigió a las puertas de la escalera y las abrió con una sonrisa. Brewster se encontraba ovillado como un feto, atado de pies y manos. Aún respiraba.
– ¿Aún no ha perdido la esperanza, Brewster?
El hombre pestañeó pero no emitió el mínimo ruido, ni siquiera un gemido. Podría haber hecho desaparecer a Alan Brewster apoyado sobre una pierna con la fuerza de un huracán. Sin embargo, tenía otros planes.
– Ya sabe, Alan, nunca he llegado a demostrarle bastante lo agradecido que le estoy. Fue usted quien me proporcionó todos los contactos que necesitaba. Qué suerte que su nombre apareciera entre los primeros cuando busqué expertos en armas e instrumentos medievales. Y qué suerte que conociera a… comerciantes tan dispuestos.
Empujó a Brewster hasta sentarlo contra la pared.
– Por cierto, gracias por hablarme de la doctora Johannsen, su… ¿Cómo la llamó? Ah, sí, su hábil ayudante. Tenía razón. Sus habilidades me han parecido de lo más útil. Claro que por «habilidades» usted y yo entendemos cosas distintas. Me alegro de que estuviera demasiado ocupado deleitándose con sus aptitudes básicas como para explotar su valía profesional.
Hizo una pausa para observar a Brewster y se imaginó la escena. Van Zandt tenía razón al decirle que la reina debía ser imponente. Y después de darle muchas vueltas, tenía que admitir que también tenía razón respecto a la escena del mangual. Hacía falta algo más impactante.