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– Daniel me llamó anoche -dijo Liz-. Su hermana y él han regresado a la ciudad y quieren ayudarnos. Aprovecharé la baza y les pediré que nos proporcionen información, por si tenemos que negociar para que Simon libere a su rehén.

Vito se esforzó por respirar.

– Pues en marcha. Ya hace once horas que tiene a Sophie.

Domingo, 21 de enero, 4:50 horas

Simon se alejó del ordenador y estiró la musculatura de los hombros. Alan Brewster pesaba mucho más de lo que parecía. No obstante, había hecho bien en llevárselo al garaje para filmar la escena. El mero hecho de que le explotara la cabeza ya había resultado bastante caótico, pero además la reverberación producida por la granada había derribado parte de la pared. Si hubiera filmado la escena dentro de la casa, su estudio podría haber sufrido daños.

Tenía planeado dejar el cadáver de Brewster allí, pero descubrió que la luz del garaje no era lo bastante potente para alcanzar el nivel de detalle que requería la filmación. Las imágenes resultaban granulosas y las lentes de la cámara se habían ensuciado por culpa de los despojos humanos que habían salido despedidos. Así que volvió a llevar a Brewster dentro de la casa para obtener un plano mejor de sus restos. Resultaba obvio que trasladarlo le había costado un poco menos esa vez. Calculaba que solo su cabeza debía de pesar unos cuatro kilos y medio.

Simon accionó el ratón de su ordenador para ver de nuevo los cambios realizados en la escena de la muerte de Bill Melville con el mangual. Detestaba tener que admitirlo, pero Van Zandt tenía toda la razón. El hecho de ver explotar la cabeza del caballero hacía que El inquisidor resultara mucho más emocionante. Muy real no era, pero producía un efecto brutal.

Simon se frotó las manos con expectación. Sophie le proporcionaría tanto realismo como emoción y no veía el momento de empezar. Miró el reloj. Faltaban pocas horas para que su pierna estuviera recargada y a punto para seguir rodando.

Como rodando saldría una parte de Sophie.

Domingo, 21 de enero, 5:30 horas

– Mierda.

Vito se quedó mirando el mapa de la Secretaría de Agricultura cubierto con casi cuarenta chinchetas que representaban a todas las ancianas que vivían en la zona y tenían tratos con Rock Solid Investments. Y el reloj seguía corriendo. Habían pasado casi trece horas sin pena ni gloria.

– Siguen siendo demasiados nombres -masculló Nick-. Y no hay ni uno alemán.

– A lo mejor el nombre alemán era el de soltera -apuntó Jen-. Tenemos que empezar con las llamadas; es la única solución.

– Pero si damos con la persona correcta, responderá Simon -protestó Brent-. Y adivinará nuestras intenciones.

Todos miraron a Vito expectantes. Durante unos instantes su cabeza dio vueltas sin llegar a ninguna conclusión. De pronto, lo vio claro.

– ¿Y los familiares cercanos? -preguntó-. ¿Aparecen sus datos en los contratos de Rock Solid?

Brent asintió emocionado.

– Están en la base de datos.

– Nos repartiremos el trabajo. -Vito aguzó la vista ante el listado de nombres que tenía en la mano-. Nick, tú te encargas desde Diana Anderson hasta Selma Crane. Jen, tú desde Margaret Diamond hasta Priscilla Henley. -Adjudicó unos cuantos nombres a Liz, Maggy y Brent; del resto, se encargó personalmente. Y rezó otra vez.

Domingo, 21 de enero, 7:20 horas

– Sophie -la llamó con voz dulce-. He vuelto.

Al ver que Sophie no respondía, se echó a reír.

– Eres muy buena actriz. Claro que lo llevas en la sangre, ¿verdad? Tu padre era actor y tu abuela, toda una diva. Hace tiempo que lo sé, pero esperaba que me lo dijeras tú.

«No es posible.» Sophie hizo cuanto pudo para no ponerse tensa. Aquellas palabras eran las mismas que le había oído pronunciar a Ted.

– Me alegro de conocerte por fin, Sophie.

«No.» Sabía qué aspecto tenía Simon. Ted era alto, pero ¿tanto? No lo recordaba. Estaba muy cansada y el pánico le atoraba la garganta.

– Había pensado en María Antonieta; con cabeza, claro. -Pasó los dedos por su garganta y ella se estremeció. Entonces él se echó a reír-. Abre los ojos, Sophie.

Ella lo hizo despacio, rezando por que aquel no fuera Ted. Vio un rostro a muy corta distancia del suyo. Sus huesos eran anchos y el mentón, prominente. Sus dientes relucían, igual que su calva. No tenía cejas.

– ¡Bu! -susurró, y ella volvió a estremecerse. Por suerte, no era Ted. «Gracias a Dios.»

Su alivio duró poquísimo.

– Se acabó la farsa, Sophie. ¿No sientes la mínima curiosidad por saber lo que te espera?

Ella alzó la barbilla y miró alrededor, y entonces el horror tomó consistencia y le atenazó las entrañas. Vio la silla, tenía el mismo aspecto que la del museo. También vio un potro y una mesa con todos los instrumentos de tortura que aquel hombre había usado para matar a tanta gente. Se miró a sí misma y vio que llevaba un vestido de terciopelo color crema con un ribete morado. La simple idea de que la hubiera tocado, de que la hubiera vestido… Disimuló una mueca.

– ¿Te gusta el vestido? -preguntó él, y ella levantó la mirada. Mostraba una burlona expresión de tolerancia sin rastro de nerviosismo ni miedo-. El contraste del color crema con el rojo de la sangre quedará bonito.

– Me queda pequeño -respondió Sophie con frialdad, aliviada por que no le temblara la voz.

Él se encogió de hombros.

– Era para otra persona. He tenido que hacer cambios de última hora.

– ¿Tú sabes coser?

Él sonrió con crueldad.

– Tengo muchas habilidades, doctora Johannsen, entre ellas manejo muy bien la aguja y otros instrumentos punzantes.

La barbilla de Sophie seguía levantada en señal de orgullo y su mandíbula, apretada con gesto resuelto.

– ¿Qué piensas hacer conmigo?

– Bueno, en realidad el mérito es tuyo. Había planeado algo muy distinto, pero luego os oí a ti y a tu jefe hablar en el museo. ¿Te acuerdas de María Antonieta?

Sophie se esforzó por mantener la voz severa.

– Te has saltado unos cuantos siglos de golpe, ¿no crees?

Él sonrió.

– Será divertido jugar contigo, Sophie. No he podido conseguir ninguna guillotina, así que en ese sentido estás salvada. Tendremos que proceder con métodos más propios de la Edad Media.

Ella chasqueó la lengua.

– Sin dobles sentidos, ¿no?

Él se quedó mirándola unos instantes, luego echó hacia atrás la cabeza y estalló en carcajadas. Su risa sonaba estridente, áspera y… mezquina.

Mezquina. «Anna.»

– Has intentado matar a mi abuela, ¿verdad?

– Vamos, Sophie, no hay intentos que valgan. Todo es cuestión de éxito o fracaso. Claro que he matado a tu abuela, siempre consigo lo que me propongo.

A Sophie le costó dominar la profunda pena que la invadía.

– Eres un hijo de puta.

– Cuida tu lenguaje -la reprendió-. Eres una reina. -Retrocedió y Sophie vio una sábana blanca impecable atada a dos postes. Él tiró de la sábana y entonces Sophie reparó en que los postes eran en realidad altos micrófonos de pie. Con una floritura, Simon retiró la sábana por completo y dejó al descubierto una plataforma elevada rodeada por una valla blanca y baja. En el centro de la plataforma había un tajo con la superficie cóncava. Estaba teñido de sangre.

– ¿Qué? -dijo-. ¿Qué te parece?

Durante un momento Sophie no pudo hacer más que contemplarlo mientras su mente se negaba a aceptar lo que veían sus ojos. Aquello no era posible, era una locura. No podía ser cierto. Pero entonces se acordó de los otros… Warren, Brittany, Bill… y Greg. Todos habían sufrido a manos de Simon Vartanian. Lo haría; haría algo espantoso, atroz. No le cabía la menor duda.