– Me han curado y me han dejado marchar -explicó ella, y alzó la cabeza para recibir un beso que le hizo suspirar-. No creo que permitan a Anna tener esas rosas en la unidad de cuidados intensivos. Lo siento.
– Entonces supongo que serán para ti. -Las depositó en una mesita de la sala de espera y luego entrelazó la mano en su pelo y buscó su mirada-. Dime la verdad. ¿Cómo estás?
– Bien. -Ella cerró los ojos-. Por lo menos, físicamente. He pasado malos momentos pensando en lo que podría haber ocurrido si no hubierais aparecido vosotros.
Él la besó en la frente y la atrajo hacia sí.
– Ya lo sé.
Ella posó la mejilla en su pecho y escuchó el suave latido de su corazón. Era exactamente lo que necesitaba.
– Aún no me has explicado cómo me encontrasteis.
– Mmm… Bueno, junto a Claire Reynolds había enterrada una anciana. Utilizaba los servicios de la misma empresa financiera que la antigua propietaria del terreno. No sabíamos su nombre, así que buscamos a los clientes de la empresa que vivieran cerca de una cantera.
Ella se retiró para mirarlo.
– ¿Una cantera?
– La tierra del interior de las tumbas procedía de una zona cercana a una cantera. Aun así, salieron muchos nombres y se estaba haciendo de día. Katherine sabía que la anciana sin identificar llevaba empastes hechos con una amalgama que la situaba en Alemania antes de los años sesenta, pero ninguno de los nombres era europeo. No queríamos arriesgarnos a telefonear directamente a los clientes porque temíamos que contestara Simon, así que en vez de eso decidimos llamar a las personas de contacto que aparecían en los contratos de toda aquella gente. Al final dimos con una mujer cuyo padre había sido diplomático en Alemania Federal en los años cincuenta. La anciana se llamaba Selma Crane.
– O sea que la casa donde estaba Simon pertenecía a Selma Crane, y ella está muerta.
– Simon encontró el sitio perfecto y por eso la mató. La enterró junto a Claire y continuó pagando sus facturas. Incluso envió postales de Navidad en su nombre durante dos años.
– Él me dijo que había matado a todas esas personas para verlas morir.
– Y luego las pintaba, en un lienzo. Algún día quería ser famoso. -Él le alzó la cabeza y ella observó su expresión sombría-. He visto la grabación. Menuda actriz estás hecha, qué forma de provocarlo.
Ella se estremeció.
– Tenía mucho miedo, pero no quería que se diera cuenta.
– Le dijiste que las personas a quienes había matado seguían gritando, y que yo las oía -dijo con cierto asombro, y Sophie se dio cuenta de que le había hecho el mayor halago posible.
– Y siempre las oirás. -Se puso de puntillas y lo besó en la boca-. Eres mi caballero andante.
Él hizo una mueca.
– No quiero ser ningún caballero. ¿Qué te parece si lo dejamos en policía?
– Y yo, ¿qué soy para ti?
Él la miró a los ojos y a Sophie el corazón le dio un lento y agradable vuelco.
– Pregúntamelo dentro de unos meses y te diré: «Mi esposa». -Arqueó una ceja-. De momento, me conformo con que seas mi Boudica.
Ella le sonrió satisfecha.
– Eres malvado, Vito Ciccotelli. Malvado hasta la médula.
Él deslizó el brazo sobre sus hombros y la guió hacia la habitación de su abuela.
– Lo dices para quedar bien.
Ella lo miró mientras entraban en la unidad de cuidados intensivos coronarios.
– Le has oído a Simon decir eso en la grabación, ¿verdad? Eres una rata de alcantarilla.
Él soltó una risita.
– Lo siento. No he podido evitarlo.
Domingo, 21 de enero, 16:30 horas
Daniel detuvo el coche de alquiler frente a la estación de tren.
– Me gustaría que no te marcharas, Suze.
Ella lo miró con gran tristeza.
– Tengo que volver al trabajo, Daniel. Y a casa.
Resultaba curiosa su forma de ordenar la información. Primero el trabajo; luego su casa. Ese era también su orden de prioridades.
– Siento que te he reencontrado.
– Nos veremos la semana que viene.
En el funeral de sus padres, en Dutton.
– ¿Y después? ¿Vendrás alguna vez a visitarme?
Ella tragó saliva.
– ¿A casa? No. Cuando hayamos enterrado a mamá y papá, no quiero volver a aquella casa nunca más.
A Daniel se le rompía el corazón con solo mirarla.
– Suze, ¿qué te hizo Simon?
Ella apartó la mirada.
– En otro momento, Daniel. Después de todo lo que ha ocurrido… No puedo.
Se bajó del coche y corrió hacia la estación. Daniel no se marchó. Aguardó, y cuando ella llegó a la puerta de la estación, se detuvo, se dio media vuelta y lo vio mirándola. Se la veía frágil, pero él sabía que en el fondo era tan fuere como él. Tal vez más.
Al fin hizo un gesto de despedida con la mano; solo uno. Y se alejó, dejándolo solo con todos sus recuerdos. Y sus remordimientos.
Allí sentado, en la quietud de su coche, estiró el brazo para alcanzar el maletín de su portátil. De dentro sacó un sobre de papel manila. Extrajo el contenido del sobre y hojeó la pila de fotografías examinándolas una a una. Le había entregado a Ciccotelli una copia y se había guardado los originales. Se obligó a mirar cada imagen, cada mujer. Las fotografías eran reales, tal como creía desde hacía tanto tiempo.
Le prometió en silencio a cada una de aquellas mujeres que haría lo que debería haber hecho diez años atrás. De una u otra forma, sin importarle los años que tardara, encontraría a las víctimas que se correspondían con las imágenes. Si Simon había cometido algún delito contra ellas, lo menos que podía hacer era notificarles a las familias que por fin se había hecho justicia.
Y si había más responsables… «Los encontraré. Y se lo haré pagar.»
Tal vez así hallara por fin la paz.
Epílogo
Sábado, 8 de noviembre, 19:00 horas
– Atención. -Sophie tamborileó en el micrófono-. ¿Me escuchan, por favor?
Las conversaciones se extinguieron poco a poco y todos los presentes en la abarrotada sala se volvieron hacia la tarima sobre la que Sophie se encontraba de pie, ataviada con un elegante vestido de noche de seda verde. Vito, por supuesto, no había apartado los ojos de ella en toda la velada.
Había pasado casi todo el tiempo a su lado, con el único objetivo de cortar el paso a todos aquellos filántropos vetustos y enclenques que, a pesar de haber ayudado a hacer posible aquella celebración, no habían captado que no estaban autorizados a pellizcarle el culo a Sophie.
Esa tarea era exclusivamente responsabilidad de Vito. En la mano izquierda llevaba la pieza que lo demostraba. Sophie lo miró y le guiñó un ojo antes de dirigirse a la audiencia.
– Gracias. Me llamo Sophie Ciccotelli y quiero darles la bienvenida a la inauguración de la nueva sala del Museo de Historia Albright.
– Esta noche se la ve radiante -musitó Harry, y Vito asintió. Sabía que Harry no se refería al vestido que se ceñía a cada una de las curvas de Sophie. Eran sus ojos los que resplandecían de felicidad, y la energía que irradiaba su semblante se transmitía a los demás.
– Se ha esforzado mucho para conseguir esto -musitó Vito a su vez. Pero decir eso era quedarse corto. Sophie había trabajado sin descanso para crear un conjunto de exposiciones interactivas que habían cautivado a los periódicos y a varias revistas de ámbito nacional.
– Muchas personas han contribuido al éxito de esta empresa -prosiguió Sophie-. Tardaría la noche entera en nombrarlas a todas, así que no lo haré. Pero me gustaría mostrar mi agradecimiento a aquellos infatigables que han dedicado tantísimas horas a crear lo que están a punto de disfrutar.
»La mayoría de ustedes ya sabe que el museo Albright es un negocio familiar. Ted Albright fundó el museo hace cinco años con la intención de hacer honor al legado de su abuelo. -Sonrió con cariño-. Ted y Darla han hecho muchos sacrificios a diario para ofrecer precios económicos y poder así abrir las puertas a todo el mundo. Con ese fin, hemos echado mano de la familia para que nos ayudaran a montar las exposiciones. Theo, el hijo de Ted, y Michael Ciccotelli, mi suegro, han diseñado y construido todo lo que verán dentro. Su guía será la hija de Ted, Patty Ann, a quienes tantos de ustedes vieron hacer de María en la representación de West Side Story en el Little Theatre.