Nick se inclinó para examinarlo.
– Parece una escoba mecánica -observó.
– Sí, una escoba de quince mil dólares -repuso Johannsen, y Vito dio un silbido.
– ¿Este trasto cuesta quince mil dólares? Ha dicho que era uno de los menos potentes.
– Así es. Los más baratos de los grandes valen cincuenta mil. ¿Todos ustedes conocen cómo funciona un radar de penetración terrestre?
– Jen sí -respondió Vito-. Nosotros habíamos pensado en utilizar perros sabuesos.
– No está mal la idea, pero un radar de penetración terrestre ofrece una imagen de lo que hay bajo tierra. No es tan clara como una radiografía, pero define dónde se encuentran los objetos y a qué profundidad. Los colores de la pantalla representan la amplitud del objeto. Cuanto más vivo es el color, mayor es la amplitud.
Jen asintió.
– Cuanto más vivo es el color, mayor es la amplitud y mayor es el objeto.
– O mejor es la calidad de la imagen -prosiguió Sophie-. Los metales suelen reflejarse muy bien, y las bolsas de aire aún mejor. La calidad de la imagen obtenida depende de lo que se está buscando.
– ¿Qué hay de los huesos? -preguntó Nick.
– No se reflejan tan bien, pero por lo menos se ven. Cuanto más antiguos son, más cuesta verlos. Al descomponerse, se mezclan con la tierra y la imagen no destaca tanto.
– ¿Cuánto tiempo tiene que pasar para que no puedan verse? -quiso saber Jen.
– Uno de mis colegas descubrió los restos de un indígena de dos mil quinientos años de antigüedad bajo un túmulo funerario en Kentucky. -Levantó la cabeza-. No creo que tengan que preocuparse por eso. -Se puso en pie y se limpió las manos en la chaqueta. Llevaba los vaqueros empapados pero ni siquiera parecía darse cuenta. Le había confesado a Vito que estaba entusiasmada y él, en efecto, captaba la emoción en sus ojos verde claro-. Vamos allá.
Sophie se puso a trabajar. Empezó examinando la pared vertical de la primera tumba con lentitud y precisión. Vito comprendió por qué hacía falta tanto tiempo para sondear todo el campo. Claro que si encontraban algo, las horas que tendrían que invertir sus hombres serían muchas más.
Jen guardaba silencio.
– Sophie -dijo de pronto con apremio en la voz.
Johannsen se detuvo para examinar la pantalla.
– Es el borde de algo. Hay un cambio repentino en el terreno, el suelo baja unos diez metros. Dejen que sondee un trozo más.
Lo hizo y frunció el entrecejo.
– Aquí hay algo, pero parece que sea de metal. Es parecido a lo que encontramos en los cementerios antiguos, donde los ataúdes están revestidos de plomo. Por la forma no parece un ataúd, pero lo que está claro es que contiene metal. -Levantó la cabeza y los miró con gesto interrogativo-. ¿Tiene sentido?
Vito recordó las manos de la desconocida.
– Sí -respondió con gravedad-. Tiene sentido.
Johannsen asintió al darse cuenta de que esa sería la única respuesta que obtendría.
– Muy bien. -Marcó las esquinas con los clavos de señalización-. Mide ciento noventa y ocho por noventa y un centímetros.
– Igual que la primera -dijo Jen.
– Ojalá estemos equivocados, Vito. -Nick sacudió la cabeza-. Mierda.
Jen se puso en pie.
– Voy a por las herramientas y la cámara, y también les pediré a mis hombres que vuelvan e instalar los focos. Échame una mano con las herramientas, Nick. Vito, tú llama a Katherine.
– Ahora mismo, y también llamaré a Liz.
A la teniente Liz Sawyer no le había gustado en absoluto enterarse de la existencia del primer cadáver. Lo que menos desearía oír era que había más tumbas anónimas.
Nick siguió a Jen y dejó a Vito a solas con Johannsen.
– Lo siento -fue todo cuanto ella dijo con la mirada llena de tristeza.
Él asintió.
– Sí, yo también. Vayamos a examinar el otro lado.
Mientras Johannsen proseguía, Vito marcó en su móvil el número de Liz.
– Liz, soy Vito. Tenemos a una arqueóloga. Hay otro.
– Vaya -se limitó a responder Liz-. ¿Otro u otros?
– Por lo menos uno. Acaba de empezar y le llevará un buen rato. Jen ha ido a avisar a su equipo. Trataremos de avanzar cuanto podamos esta noche.
– Mantenme informada -ordenó-. Llamaré al comisario para alertarlo.
– Muy bien.
Vito guardó el móvil en el bolsillo.
Jen y Nick regresaron con las herramientas para cavar y la cámara justo cuando Johannsen daba con el límite de la siguiente tumba.
– Tiene la misma longitud y profundidad.
Pasaron veinte minutos antes de que levantara la cabeza.
– Otro cadáver, pero en este no hay nada metálico.
– Aquí no habíamos encontrado nada con el detector de metales -dijo Nick.
Vito recorrió el campo con la mirada.
– Ya lo sé. Eso quiere decir que puede que haya incluso más.
Jen estaba colocando una capa de material plástico alrededor de la nueva tumba.
– Coged una pala, chicos.
Así lo hicieron, y durante un rato los cuatro trabajaron en silencio. Johannsen señalizó el segundo recuadro y se desplazó hacia la izquierda para empezar de nuevo. Mientras, Nick, Vito y Jen cavaban. Nick fue el primero en topar con el cadáver. Jen se inclinó hacia delante y con su pincel retiró la tierra que cubría el rostro de la víctima.
Era un hombre, joven y rubio. El cuerpo apenas había empezado a descomponerse. Era guapo.
– No lleva mucho tiempo muerto -observó Nick-. Tal vez una semana.
– Como mucho -dijo Vito-. Deja a la vista sus manos, Jen.
Ella lo hizo y Vito se acercó para ver mejor algo que no comprendía.
– ¿Qué demonios significa esto?
– No está rezando. -Nick frunció el entrecejo-. ¿Qué está haciendo?
– Haga lo que haga, tiene las manos atadas con alambre, igual que la desconocida -observó Jen.
La víctima tenía los puños cerrados; ambos estaban apoyados en su torso desnudo, el derecho por encima del izquierdo. La mano derecha se encontraba a la altura del corazón y los codos, doblados, apuntaban hacia abajo. Las manos formaban sendas «o».
– Estaba sujetando algo -dedujo Vito.
– Una espada. -Las palabras, pronunciadas en un susurro, procedían de Sophie Johannsen, quien permanecía de pie con el rostro de un blanco fantasmal bajo el pañuelo rojo. Miraba fijamente a la víctima, con ojos desorbitados, horrorizada. Vito sintió el repentino impulso de abrazarla y ocultarle el rostro contra su pecho, para protegerla de la imagen del cadáver en descomposición.
Pero en vez de eso se levantó y posó las manos en sus hombros.
– ¿Qué ha dicho?
Sophie permaneció inmóvil, con los ojos aún fijos en el muerto.
Él la agitó ligeramente y la asió por la barbilla obligándola a mirarlo.
– Doctora Johannsen, ¿qué ha dicho?
Ella tragó saliva y luego alzó los ojos, que habían dejado de brillar.
– Parece una efigie.
– ¿Una efigie? -repitió Vito-. ¿Qué es eso, un monigote?
Ella cerró los ojos. Era obvio que trataba de recobrar el ánimo. Vito recordó que los cadáveres que Sophie solía descubrir llevaban muertos cientos de años.
– No -respondió ella con voz afectada-. Es una escultura. En muchas tumbas hay una imagen del muerto esculpida en piedra o mármol, una especie de estatua tumbada de espaldas sobre el sepulcro. Se llama efigie.
Sophie se había tranquilizado; ahora hablaba como una profesora dando una clase. Vito imaginó que esa era su forma de afrontar la situación.
– Las mujeres suelen tener las manos juntas, así. -Sophie unió las manos y las colocó apuntando a su barbilla, en la misma postura que la desconocida.
Vito se volvió bruscamente hacia Nick y este asintió.
– Siga, Sophie -la animó Nick con voz queda-. Lo está haciendo muy bien.