Pero ya era demasiado tarde. Jager acababa de sustituirlo por alguien que le decía amén a todo.
Filadelfia,
domingo, 14 de enero, 17:00 horas
Aquello estaba resultando peor de lo que ella nunca habría imaginado. La emoción ante la perspectiva de la búsqueda se había convertido de súbito en un miedo glacial al mirar el rostro del muerto. Y el miedo se intensificaba a medida que caía la tarde. Sophie continuó sondeando el terreno y trató de dejar de pensar en los clavos de señalización que había colocado. Y en el cadáver que habían encontrado. Alguien había torturado y asesinado a aquel hombre, y también a otras personas. ¿Cuántos cadáveres más habría allí enterrados?
Katherine había regresado para examinar a la víctima y ella y Sophie se habían saludado con la cabeza, pero no habían intercambiado palabra alguna. En el lugar reinaba un silencio extraño; el pequeño batallón de policías realizaba su trabajo con eficiencia aunque con sigilo.
Sophie trató de concentrarse en captar los objetos enterrados. Aunque no eran objetos; eran personas. Y estaban muertas. Intentó no pensar en ello y refugiarse en la rutina del sondeo, en situar cada uno de los clavos en el lugar exacto en el que debía estar.
Hasta que introdujo la mano en el bolsillo y lo notó vacío. Había cogido dos paquetes de clavos de la sala de material antes de encontrarse con Vito. «Y cada paquete contiene doce clavos.» En total eran veinticuatro. «Seis tumbas.» Ya habían localizado seis tumbas. Con la que la policía había encontrado antes de que ella llegara sumaban siete. «Y todavía no he terminado. ¡Santo Dios, siete personas!»
Notó que se le nublaba la vista y, enfadada, se enjugó las lágrimas con el dorso de la mano. Probablemente la policía científica dispondría de algo que pudiera utilizar para señalar las tumbas. Alzó la cabeza en busca de Jen McFain, pero un sonido a su espalda la dejó petrificada. Era el ruido de una cremallera, amplificado en aquel extraño silencio. Poco a poco, levantó la cabeza para mirar a Katherine Bauer por encima de la bolsa en la que acababa de encerrar el cadáver, y de pronto retrocedió dieciséis años. Entonces, Katherine tenía el pelo más oscuro y un poco más largo.
Y la bolsa del cadáver cuya cremallera cerraba era mucho más pequeña.
El silencio se desvaneció. Todo cuanto Sophie podía oír era el golpeteo de su pulso. Katherine abrió los ojos como platos al comprender con horror lo que ocurría. Tenía exactamente el mismo aspecto que entonces.
Sophie había oído su nombre, pero todo cuanto podía ver era el cadáver tendido en la camilla, igual que aquel día. «Era tan pequeña…» Aquel día llegó demasiado tarde; todo cuanto pudo hacer fue observar conmocionada cómo se la llevaban. Una intensa y repentina oleada de dolor la invadió. Y el dolor dio paso a la rabia; una rabia absoluta teñida de amargura. Elle los había dejado y nada podría devolvérsela.
– Sophie.
Sophie pestañeó ante el inesperado pellizco en la barbilla. Se fijó en el rostro de Katherine, en las líneas de expresión que los dieciséis años transcurridos habían trazado en él, y exhaló un trémulo suspiro. Recordó dónde estaba y cerró los ojos, avergonzada.
– Lo siento -masculló.
La presión de la barbilla era cada vez mayor, hasta que abrió los ojos. Katherine la miraba con el entrecejo fruncido.
– Entra en mi coche, Sophie. Estás más blanca que el papel.
Pero Sophie se apartó.
– Estoy bien.
Levantó la cabeza y vio que Vito Ciccotelli, de pie junto a la gran bolsa que contenía el cadáver, la observaba con los ojos entrecerrados. Antes, la había tachado de grosera e insensible. Probablemente ahora la consideraría emocionalmente inestable o, aún peor, una debilucha. Sophie alzó la barbilla, irguió la espalda y respondió a la fija atención de él lanzándole una mirada desafiante. Prefería que la considerara grosera.
Sin embargo, él no apartó la vista, mantuvo sus oscuros ojos fijos en los de ella. Sophie, desconcertada, dejó de mirar a Vito y dio un paso atrás.
– Estoy bien, de verdad.
– No -susurró Katherine-. No estás bien. Ya has hecho bastante por hoy. Le pediré a uno de los agentes que te acompañe a casa.
Sophie tensó la mandíbula.
– Cuando empiezo algo, lo termino. -Se agachó para recoger la barra del radar, que se le había escapado de las manos al dejarse llevar momentáneamente por los recuerdos-. No como otros.
Se dispuso a volverse, pero Katherine la aferró por el brazo.
– Fue un accidente -susurró Katherine. Sophie estaba segura de que la mujer lo creía de veras-. Pensaba que después de tanto tiempo ya lo habrías aceptado.
Sophie negó con la cabeza. Seguía estando furiosa y la rabia le hervía por dentro. Por eso cuando habló, su tono fue frío.
– Siempre fuiste demasiado blanda con ella. Yo no soy tan…
– ¿Benévola? -la atajó Katherine con acritud.
Sophie soltó una risita llena de amargura.
– Ingenua. Ahora tengo que acabar el trabajo que me has pedido que haga.
Se apartó de Katherine e introdujo la mano en el bolsillo. Entonces recordó que le faltaban clavos. Buscó a Jen con la mirada y reparó en que hacía rato que el pequeño batallón de agentes se había quedado mudo, observando con descarada curiosidad la escena entre Katherine y ella.
Le entraron ganas de gritarles que se metieran en sus asuntos, pero se controló. Buscó a Jen con la mirada, pero de nuevo se encontró con los oscuros ojos de Vito Ciccotelli. No los había apartado de ella ni un momento.
– Me he quedado sin clavos. ¿Tienen algo para señalar el terreno?
– Algo encontraré.
Vito le dirigió otra larga mirada interrogativa antes de volverse hacia la furgoneta de la policía científica. Cuando ya no la miraba, Sophie notó que sus pulmones se vaciaban al exhalar un hondo suspiro y reparó en que llevaba mucho rato conteniendo la respiración. Junto con el aire también la ira abandonó su cuerpo. Todo cuanto ahora sentía era pesar y vergüenza.
– Lo siento, Katherine. No tendría que haber perdido los estribos. -Se interrumpió justo antes de decir que estaba equivocada. Nunca le había mentido a Katherine y no tenía sentido empezar a hacerlo en ese momento.
Las comisuras de los labios de Katherine se curvaron en un gesto de aceptación al comprender lo que Sophie había omitido.
– No tiene importancia. Ha sido muy desagradable ver a la víctima, y eso te ha alterado. No creía que llegaras a ver ningún cadáver; pensaba que harías el sondeo y te marcharías. Supongo que no he planeado las cosas con el debido cuidado.
– No te preocupes. Me alegro de que me pidieras ayuda.
Sophie estrechó el brazo de Katherine, segura de que, como siempre, entre ellas no había rencillas. «Es una suerte que Katherine sea más benévola que yo», pensó arrepentida. Claro que era más fácil ser benévolo cuando las desgracias no te tocaban tan de cerca. Elle no era hija de Katherine. «Era hija mía.» Sophie se aclaró la garganta y al hablar su voz sonó áspera.
– Ahora deja que siga trabajando, a ver si de ese modo los policías dejan de mirarnos.
Katherine se volvió para mirar atrás, como si hasta ese momento no hubiera reparado en que estaban montando una escena. Con solo arquear una ceja la menuda mujer puso a todo el mundo en su sitio.
– Los policías son unos chismosos -susurró-. Para que luego digan de las mujeres.
– Eso es mentira.
Sophie levantó la cabeza y vio a Vito tras ellas con un manojo de banderines de colores en la mano como si fuera un ramo de flores.
Katherine le sonrió.
– No, es verdad y lo sabes.