– ¿Le apetece?
Él puso en marcha el motor con el entrecejo fruncido.
– No fumo.
– Yo tampoco -dijo ella en tono sombrío-. Ya no. Y si quisiera encenderlo le costaría lo suyo. Es cecina de ternera, de la buena. No se echa a perder fácilmente. Es curioso, pero me ha quitado el mal sabor de boca que llevo notando todo el día. -Se encogió de hombros-. Por lo menos de momento.
Él aceptó una tira.
– Gracias.
Mientras él mascaba, ella volvió a llevarse la mano al bolsillo. Esta vez sacó un tetrabrik individual, igual que el que los sobrinos de Vito se llevaban a la escuela para acompañar la comida. Él lo miró y puso cara de espanto al leer la etiqueta.
– ¿Un batido de chocolate? ¿Con cecina?
Ella introdujo la cañita por el orificio.
– El calcio es bueno para los huesos. ¿Quiere uno?
– No -dijo con decisión-. Parece una mezcla asquerosa, doctora Johannsen.
– No lo diga hasta que no lo pruebe… -Hizo una pausa deliberada-. Vito. -Miró por la ventanilla mientras sorbía la bebida. Cuando terminó, guardó el tetrabrik en una bolsa, la cerró y se la guardó en el bolsillo.
– Así que la chaqueta de trabajo también le sirve para guardar la basura.
Ella lo miró, algo violenta.
– Es la costumbre. Cuando trabajo en una excavación no puedo andar tirando basura al suelo.
– ¿Cuántas chucherías más lleva en los bolsillos?
– Unos cuantos pastelitos de chocolate y crema, pero han quedado un poco aplastados. Aunque siguen estando buenísimos.
– Veo que le gusta mucho el chocolate.
– Vaya, no me diga que a usted no -dijo con cara de desconfianza-. Estaba empezando a caerme bien.
Él soltó una carcajada, y al oírla se sorprendió. No creía que le quedara la energía suficiente para reírse.
– No particularmente. Pero mi hermano Tino es adicto a él. Le gusta con leche, negro, blanco, en forma de tableta o de huevo de pascua. Se lo traga sin masticar.
Ella lo miró con una sonrisa y una vez más Vito se sintió fascinado. Incluso con los ojos enrojecidos le parecía de lo más atractiva.
– ¿De verdad tiene un hermano que se llama Tino?
Trató de concentrarse en conducir.
– Tengo tres hermanos, pero debe prometerme que no se reirá.
Sophie tenía la mirada risueña aunque mantenía los labios cerrados con fuerza.
– Se lo prometo.
– Mi hermano mayor se llama Dino, y los dos menores son Tino y Gino. Nuestra hermana se llama Contessa Maria Teresa, pero la llamamos Tess. Vive en Chicago.
A Sophie le temblaron los labios al aguantarse la risa.
– No me estoy riendo. Ni siquiera pienso hacer un chiste sobre la mafia.
– Gracias -se limitó a responder él-. ¿Y usted? ¿Tiene familia en la zona?
Ella se quedó callada y Vito supo que había tocado un punto delicado.
– Solo a mi abuela y a mi tío Harry. Y a mi tía Freya, claro. -Tuvo que pensarlo dos veces antes de nombrar a su tía-. También tengo algunos primos, pero nunca hemos tenido una relación muy estrecha. -Volvió a sonreír, pero el gesto resultó melancólico-. Parece que usted sí mantiene una estrecha relación con su familia. Debe de ser agradable.
Sophie volvía a parecer perdida y a Vito se le encogió de nuevo el corazón.
– Lo es, aunque a veces también es agotador; se arma mucho alboroto. Mi familia entra y sale continuamente; mi casa parece la estación central. De hecho, Tino tiene alquilado mi sótano, o sea que es un invitado fijo. A veces rezo para tener un rato de silencio.
– Seguro que si tuviera silencio querría alboroto -murmuró ella.
Él le dirigió otra mirada de soslayo. Incluso en la oscuridad del vehículo podía apreciar la soledad marcada en su rostro, pero Sophie, sin darle pie a pronunciar palabra, enderezó la espalda y hurgó en los bolsillos en busca de más cecina.
– ¿Cuánto tiempo pasará antes de que vuelva a notar… ese sabor? -preguntó ella.
– Con suerte, unas horas. Tal vez no vuelva a notarlo hasta mañana.
– ¿Quiere más?
Él hizo una mueca.
– No, gracias. No llevará por casualidad en el bolsillo una hamburguesa con patatas, ¿verdad? -añadió bromeando. Le gustó verla sonreír.
– No. Pero llevo un móvil, una cámara, una brújula, una caja de pinceles, una regla, dos bengalas, una linterna y… una caja de cerillas. Podría sobrevivir en cualquier parte.
Él soltó una risita.
– Lo sorprendente es que pueda andar. Esa chaqueta debe de pesar por lo menos veinte kilos.
– Casi. Hace muchos años que la tengo. Espero poder quitarle este olor. -Su sonrisa se desvaneció y su mirada se tornó de nuevo angustiada-. L'odeur de la mort -dijo con un hilo de voz.
Vito quiso decir algo que la reconfortara pero no encontró las palabras, por lo que permaneció callado.
Domingo, 14 de enero, 23:15 horas
Vito detuvo la camioneta frente a la peculiar figura de mono.
– Doctora Johannsen. -La asió por el hombro y la zarandeó con suavidad-. Sophie.
Ella se despertó de golpe. En su mirada, Vito captó un instante de miedo y desorientación antes de percatarse de dónde estaba.
– Me he quedado dormida. Lo siento.
– No se preocupe, a mí me habría pasado lo mismo.
Sophie se desperezó y se apeó del vehículo antes de que Vito tuviera tiempo de ayudarla. No obstante, se la veía abatida. Él cogió las dos maletas.
– Vaya delante de mí y abra la puerta. Yo llevaré esto.
– Suelo cargar yo misma con el equipo, pero hoy se lo agradezco.
Él la siguió mientras recordaba lo sucedido esa misma tarde, la larga mirada que habían intercambiado. A ella le temblaron las manos al abrir la puerta; él esperó que fuera por el mismo recuerdo. No obstante, la chica abrió sin contratiempos y encendió la luz.
– Puede dejar las maletas ahí. Ya voy yo a por las otras dos.
– Muéstreme dónde debo colocar estas y ya iré yo a por las otras.
De la independencia a la terquedad iba un paso, pensó Vito mientras regresaba al vehículo a por las otras dos maletas. Tenía la impresión de que Sophie Johannsen tendía a lo segundo, aunque sospechaba que se debía al puro agotamiento. Le había permitido llevar las maletas hasta la sala de material, pero estaba empeñada en dejar el equipo limpio esa noche.
Sacó las dos maletas más grandes de la zona de carga de la camioneta y las depositó en la acera. No tenía ni idea de cuánto tiempo se tardaba en limpiar un equipo así, pero el campus se veía desierto y por nada del mundo pensaba dejarla allí sola. Además, había cosas mucho peores que observar a Sophie Johannsen, así que esperaría el tiempo necesario.
Miró sus botas embarradas. Si tenía que esperar, por lo menos se pondría cómodo. Buscó a tientas los zapatos que había dejado detrás de su asiento, pero de nuevo topó con las rosas. Eso lo hizo vacilar. Por lo menos, esta vez no se había pinchado.
Las había comprado para la mujer a quien creía que amaría para siempre y que había muerto dos años atrás. Ese preciso día se cumplía el aniversario de su muerte. No cabía duda de que dos años eran mucho tiempo de espera. Sin embargo…
Vito suspiró. Sophie Johannsen le atraía, como le habría ocurrido a cualquier hombre que tuviera ojos en la cara. Pero no era eso lo que le preocupaba sino el ansia que había sentido todo el día, tanto en el campo como en la camioneta. La había observado mientras trabajaba y la había visto llorar, y había sentido que la deseaba. Tal vez todo se debiera a que era una fecha señalada. Vito no quería pensar en ello, pero era un hombre prudente. Ya había forzado una relación en el pasado y el resultado había sido desastroso. No pensaba cometer otra vez el mismo error.
Lanzó las rosas detrás del asiento del acompañante y se cambió el calzado. Acompañaría a Sophie a casa y al cabo de unas semanas iría a visitarla y vería si seguía deseándola. Si así era, y si ella también lo deseaba a él, nada lo detendría.