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– Creía que se había perdido -dijo ella cuando él depositó las dos pesadas maletas en el cuarto del material. Estaba inclinada sobre una mesa de trabajo y frotaba una de las piezas con un cepillo de dientes-. Esto me llevará un rato. Márchese a casa, Vito. Estoy bien.

Vito negó con la cabeza. El motivo por el que había ido a buscarla a la universidad era porque no tenía coche. Según Katherine, se desplazaba en moto. No pensaba dejar que regresara a casa en un pequeño escúter a esas horas de la noche y después de haber trabajado durante todo el día.

– No. Prefiero dejarla en casa sana y salva. Es lo mínimo que puedo hacer -añadió al ver el gesto tozudo de su boca. Decidió plantearlo de otro modo-. Si se tratara de mi hermana, me gustaría que alguien la acompañara a casa.

Ella entornó sus ojos verdes y le dirigió una mirada de reproche, así que él se dio por vencido y exhaló un suspiro.

– Por favor, no discuta conmigo. Estoy muy cansado.

Ella relajó el ceño y se rió entre dientes.

– Habla igual que Katherine.

Vito pensó en las airadas palabras que ambas se habían dirigido esa tarde, y en la delicadeza con la que Katherine había retirado el pelo del rostro de Sophie antes de dejar que volviera a su trabajo. Era obvio que mantenían una relación muy estrecha.

– Así que la conoce desde que era niña.

– Para mí fue la madre que nunca tuve. Aún lo es -se corrigió con una breve sonrisa-. Aún es la madre que nunca tuve.

Tenía la cara sucia y con churretes a causa de las lágrimas. Estaba despeinada; unos cuantos mechones se habían soltado de sus trenzas. Vito sintió ganas de retirarle el pelo de la cara, tal como había hecho Katherine.

Aunque por distinto motivo. Decidió embutir las manos en los bolsillos.

Alta y fuerte, con sus ojos verdes y su rubia melena, Sophie Johannsen era una bella mujer de mente brillante y genio vivo. Y de buen corazón. Lo atraía como ninguna mujer lo había atraído en mucho tiempo. «Dos semanas -se dijo con precaución-. Aguarda dos semanas, Ciccotelli.»

Pero, puesto que ya había reducido mentalmente las dos semanas a una, tuvo que obligarse a cambiar el curso de sus pensamientos. La imagen del cadáver había provocado en ella una reacción desmedida. No hacía falta ser detective para deducir que no era la primera vez que veía uno.

– ¿Cuánto tiempo hace que murió su madre? -le preguntó, y ella dejó de frotar y tensó la mandíbula.

– Mi madre no ha muerto -dijo al fin, y retomó el trabajo.

Vito, sorprendido, frunció el entrecejo.

– Pero… no lo entiendo.

Ella esbozó una breve e inexpresiva sonrisa.

– No se preocupe. Yo tampoco.

Era una elegante manera de decirle que se ocupara de sus asuntos. Vito estaba pensando en cómo ahondar más en la cuestión cuando ella abandonó su tarea y empezó a desabrocharse la chaqueta. Él dejó de darle vueltas a la cabeza y se percató de que se había quedado sin respiración, expectante por ver lo que aquella abultada prenda ocultaba. No se sintió decepcionado. Ella se despojó de la chaqueta y dejó al descubierto un suave jersey de punto que ceñía cada una de sus curvas. Exhaló el aire con tanta discreción como fue capaz. Sophie Johannsen tenía un montón de curvas.

Ella colgó la chaqueta en una percha detrás de la puerta y se volvió hacia la mesa de trabajo haciendo un gesto para desentumecer los hombros. Vito tuvo que embutir más las manos en los bolsillos para evitar tocarla. Ella le dirigió una mirada antes de retomar su tarea.

– De verdad, puede irse. No me importa quedarme aquí sola.

Él notó un amago de irritación que anulaba cualquier sensación agradable que pudiera estar sintiendo.

– Así, si su madre no ha muerto, ¿dónde está?

Ella interrumpió de nuevo la tarea y volvió la cabeza para mirarlo con una mezcla de incredulidad y frialdad teñida de regocijo.

– Katherine tenía razón. Los policías son unos chismosos.

Y, sin decir nada más, se concentró en limpiar la pieza como si estuviera realizando una trepanación.

Su displicencia molestó a Vito.

– ¿Y bien? ¿Dónde está?

Ella le lanzó una mirada de advertencia y dio un resoplido de exasperación.

– Cuénteme cosas de ese hermano suyo que se traga el chocolate sin masticar. Creo que con él sí que me entendería.

Vito se había pasado de la raya, y ni él mismo sabía por qué. No solía ser tan irrespetuoso.

– Lo que traducido significa que me ocupe de mis asuntos -dijo él con tristeza.

Ella esbozó una sonrisa burlona.

– Qué listos son los detectives. -Arqueó una ceja mientras abría las otras dos maletas-. Así que usted y su hermano viven en un modesto pisito de soltero.

– Usted también es una chismosa, solo que más sutil -le recriminó. Ella soltó una afable risita con la que le daba la razón. Hacía mucho tiempo que él no bailaba un paso a dos, pero aún recordaba los movimientos. Ella estaba marcando los límites, lo cual quería decir que también sentía interés por él-. Digamos que Tino se ha tomado una especie de período sabático. Trabajaba de dibujante en una buena agencia publicitaria, pero empezaron a aceptar clientes y proyectos que iban en contra de su moral y lo dejó. Vivía en el centro, pero como ya no podía pagar el alquiler del piso…

– Lo acogió en el suyo -concluyó ella con voz suave-. Es todo un detalle por su parte, Vito.

Su tono lo tranquilizó de tal modo que su enfado se desvaneció.

– Es mi hermano. Y también es mi amigo. -Para Vito ese siempre había sido motivo suficiente.

Ella meditó sus palabras unos instantes y luego asintió.

– Su hermano es un hombre afortunado.

Él no dijo nada más. Captó la calidez del cumplido que ella había expresado con sinceridad y sencillez; de repente, una semana se le antojó mucho tiempo. El deseo que sentía era ahora mucho mayor. Quería acerarse a ella y apropiarse de lo que necesitaba antes de que desapareciera. «Un día, Ciccotelli. Por lo menos consúltalo con la almohada.» Eso sí se sentía capaz de hacerlo.

De momento, Vito se contentó con observar cómo trabajaba. Al final, ella se puso en pie y se limpió las manos en los vaqueros.

– Ya he terminado.

Vito se moría por tocarla, así que mantuvo las manos en los bolsillos sin ni siquiera ofrecerle ayuda para ponerse la chaqueta.

– Vamos a buscar su moto.

Ella arqueó ligeramente las cejas con gesto interrogativo como si hubiera captado el cambio de humor de Vito. Claro que, al parecer, no era tan chismosa como él.

– Está aparcada detrás del edificio.

Domingo, 14 de enero, 23:55 horas

Sophie le dirigió una recelosa mirada a Vito Ciccotelli al cerrar con llave la puerta de la facultad de humanidades y luego lo guió hasta el aparcamiento. La intensidad con que la observaba mientras limpiaba el equipo la había puesto tan nerviosa que el trabajo que habitualmente le llevaba quince minutos había durado el doble de tiempo.

La miraba como si fuera un enorme gato acechando a su presa, con fijeza y cautela. Sophie se preguntaba por qué. Por qué se mostraba cauteloso. El hecho de ser una presa no la sorprendía, estaba acostumbrada a que los hombres la miraran así. Significaba que querían sexo.

A veces lo obtenían, pero solo cuando ella también lo necesitaba.

Y eso no ocurría muy a menudo, y últimamente menos aún. Durante los últimos seis meses solo se había dedicado a trabajar y a hacer compañía a Anna; y antes… Bueno, no resultaba fácil conocer a alguien, y además nunca salía con compañeros de trabajo. Era políticamente incorrecto, una locura, un suicidio profesional. Tendría que haberlo pensado de antemano. Solo había cometido esa locura una vez; una estúpida locura, una idiotez…