– Por favor, Munch, haré lo que sea… -Sus palabras se fueron apagando a medida que recordaba las de Munch.
«"Todos los demás gritaron". Ed Munch.» Warren notó una opresión en el pecho, la desesperación le impedía respirar.
– Munch no es tu verdadero nombre. Te haces llamar así por Edvard Munch, el pintor.
A su mente acudió el cuadro en el que una figura, presa de angustia, se aprieta el rostro con las manos. «El grito.»
– En realidad se pronuncia «Munj», no «Munch», pero nadie lo dice bien. Nadie se fija en los detalles -le respondió con voz indignada.
«Los detalles.» El hombre había insistido mucho en cuidar todos los detalles y puso mala cara cuando Warren se resistió a ponerse la ropa interior de arpillera. La espada también era de verdad. «Tendría que haberla usado contra este cabrón cuando tuve la oportunidad.»
– Realismo -musitó Warren, repitiendo lo que en su momento le habían parecido los desvaríos de un viejo que chocheaba.
Munch asintió.
– Ahora lo entiendes.
– ¿Qué piensas hacer? -Su voz sonaba extrañamente tranquila.
Una de las comisuras de los labios de Munch se arqueó.
– Muy pronto lo verás.
Warren luchaba por cada bocanada de aire.
– Por favor, por favor. Haré lo que sea, pero deja que me marche.
Munch no dijo nada. Empujó un carrito con un televisor hasta colocarlo justo detrás de la cámara situada a los pies de Warren y luego comprobó el enfoque de todas las cámaras con calma y precisión.
– No te saldrás con la tuya -soltó Warren, desesperado, mientras volvía a tirar de las cuerdas y se esforzaba por liberarse, hasta que notó la quemazón en las muñecas y los brazos a punto de desencajarse. Las cuerdas eran muy gruesas y los nudos no cedían. No conseguiría liberarse.
– Es lo mismo que dijeron los demás. Pero sí que me salí con la mía, y continuaré haciéndolo.
«Los demás.» Había habido otras personas. El olor a muerto estaba por todas partes, burlándose de él. Otras personas habían muerto allí mismo. Y él también moriría. Hizo acopio de todo el valor que quedaba en lo más recóndito de su ser.
– Mis amigos vendrán a buscarme -dijo alzando la barbilla-. Le he contado a mi novia que había quedado contigo.
Cuando terminó con las cámaras, Munch se volvió. El desprecio de su mirada revelaba que sabía que se trataba de un último y desesperado intento de engañarlo.
– No, no se lo has contado. Le has dicho que ibas a ver a un amigo para ayudarle a aprenderse el papel. Me lo has contado cuando nos hemos encontrado esta tarde. Me has dicho que con ese dinero le comprarías un regalo sorpresa por su cumpleaños, que querías mantenerlo en secreto. Por eso, y por el tatuaje, te he elegido a ti. -Alzó un hombro-. Además, te quedaba bien el traje; no todo el mundo sabe llevar una cota de malla. Así que nadie saldrá a buscarte. Y aunque te busquen, no te encontrarán. Asúmelo: eres mío.
Warren se quedó sumido en un silencio sepulcral. Era cierto; le había dicho a Munch que con el dinero le compraría una sorpresa a Sherry. Nadie sabía dónde estaba. Nadie acudiría a salvarlo. Pensó en Sherry, en sus padres y en todas las personas que le importaban; todos se preguntarían dónde se había metido. De su garganta surgió un sollozo.
– Eres un cabrón -musitó-. Te odio.
Munch esbozó una sonrisa ladeada, pero el regocijo que iluminó sus ojos resultaba más aterrador aún.
– Lo mismo dijeron los demás.
Volvió a empujar la botella de agua contra los labios de Warren y le tapó la nariz con los dedos hasta que este tuvo que abrir la boca para respirar. Warren se resistió con todas sus fuerzas, pero Munch lo obligó a tragar.
– Muy bien, señor Keyes, empecemos. No olvides gritar.
1
Filadelfia,
domingo, 14 de enero, 10:25 horas
Cuando el detective Vito Ciccotelli bajó de su camioneta aún tenía la piel de gallina. Recorrer el pisoteado y polvoriento camino que conducía al escenario del crimen solo había servido para que se le revolviera aún más el estómago. Dio una bocanada de aire pero de inmediato se arrepintió. Aunque llevaba catorce años en el cuerpo, el olor a muerto seguía resultándole igual de repugnante y hediondo.
– Se me han jodido los amortiguadores. -Nick Lawrence cerró con fuerza y mala cara la puerta de su cómodo sedán-. Mierda. -Su acento de Carolina hizo que la palabra sonara más larga.
Dos policías de uniforme observaban el interior de una fosa que se encontraba en medio de un campo cubierto de nieve. Se tapaban el rostro con sendos pañuelos. Dentro de la fosa había una mujer en cuclillas; apenas sobresalía su coronilla.
– Supongo que la científica ya habrá descubierto el cadáver -dijo Vito en tono seco.
– ¿Tú crees? -Nick se agachó e introdujo los bajos de sus pantalones en las botas camperas que siempre llevaba relucientes-. Bueno, Chick, hay que ponerse en marcha.
– Enseguida. -Vito se estiró para alcanzar las botas de nieve de detrás del asiento y dio un respingo al clavarse una espina en el pulgar-. Maldita sea. -Se succionó la minúscula herida durante unos segundos y luego apartó con cuidado el ramo de rosas para coger las botas. Con el rabillo del ojo vio que Nick se ponía serio, aunque no dijo nada-. Hoy hace dos años -añadió Vito con amargura-. Cómo pasa el tiempo.
– El dolor también pasará -respondió Nick en tono quedo.
Tenía razón. Los dos años transcurridos habían disminuido la intensidad de la pena de Vito. En cambio la culpa… era harina de otro costal.
– Esta tarde iré al cementerio.
– ¿Quieres que te acompañe?
– Gracias, pero no hace falta. -Vito se calzó las botas-. Veamos qué han encontrado.
Seis años de detective en homicidios le habían enseñado a Vito que no había crímenes fáciles. Todos eran duros, solo que en distinto grado. En cuanto se detuvo junto a la tumba que la unidad de la policía científica acababa de descubrir en medio del campo cubierto de nieve supo que aquel era de los más duros.
Ni Vito ni Nick pronunciaron una sola palabra mientras observaban a la víctima, que habría permanecido oculta para siempre de no haber sido por un anciano y su detector de metales. Las rosas, el cementerio y todo lo demás quedaron relegados a un segundo plano mientras Vito se fijaba en el cadáver de la fosa. Paseó la mirada desde sus manos hasta lo que quedaba del rostro.
La desconocida era menuda, medía alrededor de un metro sesenta y parecía joven. El pelo corto y moreno enmarcaba un rostro demasiado descompuesto para identificarlo con facilidad. Vito se preguntó cuánto tiempo debía de llevar allí. Se preguntó si alguien la había echado de menos, si alguien seguía esperando que regresara a casa.
Notó que lo invadía el familiar sentimiento de lástima y tristeza, pero lo desterró a un rincón de su mente, junto con las otras cosas que deseaba olvidar. De momento se centraría en el cadáver, en las pruebas. Más tarde Nick y él se ocuparían de la mujer, de quién era y con quién se relacionaba. Así actuarían para atrapar al cabrón morboso que había dejado que su cuerpo desnudo se pudriera en una tumba sin nombre situada en pleno campo, que la había mancillado incluso después de muerta. La lástima se convirtió en indignación cuando la mirada de Vito se detuvo de nuevo en las manos de la víctima.
– La obligó a posar -murmuró Nick a su lado, y en sus quedas palabras Vito notó la misma indignación que él sentía-. El muy asqueroso la obligó a posar.
Era cierto. La víctima tenía las manos entre los senos, con las palmas juntas y los dedos apuntando a la barbilla.
– Rezará para siempre -dijo Vito con gravedad.
– ¿Un maníaco religioso? -musitó Nick.
– Santo Dios, espero que no. -Un ligero escalofrío le recorrió la columna vertebral-. Estos no suelen cometer crímenes aislados. Podría haber más víctimas.