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Meditó sobre las imágenes que había filmado de Warren Keyes empuñando la espada y las de Bill Melville blandiendo el mangual. Por mucho que asegurara ser un experto en artes marciales, Bill no había conseguido adaptarse al ritmo del mangual, y al final había tenido que hacerle una demostración. El contacto del mangual con una cabeza humana resultaba muy distinto al de la cabeza de cerdo con la que había practicado. El cerdo ya estaba muerto, pero Bill… Tomó el vídeo de la ordenada colección de la estantería con una sonrisa. A Bill le había saltado la tapa de los sesos. Tendría una gran aceptación en el mercado del «ocio».

Comería un poco, desconectaría el teléfono e internet para evitar distracciones y se pondría a trabajar en la escena de lucha que satisfaría a Van Zandt y dejaría a Harrington a la altura del betún, tal como se merecía.

Lunes, 15 de enero, 00:35 horas

Cansadísimo, muerto de hambre y todavía perplejo por la reacción de Sophie en el aparcamiento, Vito cruzó la puerta de entrada de su casa y se encontró en plena zona de guerra. Se quedó plantado unos instantes mirando el aluvión de bolas de papel que inundaba su sala de estar. Un jarrón más bien caro se encontraba peligrosamente cerca del borde de una mesa auxiliar y a punto de caer al suelo a causa de la nueva ubicación del sofá. No necesitaba más pistas para saber que lo habían invadido.

Entonces una de las bolas de papel le golpeó de lleno la sien y Vito pestañeó, perplejo. Tomó el arma ofensiva y frunció el entrecejo al encontrar dentro del rebujo una de sus pesas de pesca. Era obvio que los muchachos habían mejorado sus municiones últimamente.

– Chicos. -Las bolas continuaron volando por la habitación-. ¡Connor! ¡Dante! Haced el favor de parar, ahora mismo.

– ¡Anda! -La exclamación procedía de la cocina, y de ella salió también Connor, su sobrino de once años, que parecía enfadado y algo asustado-. Has vuelto.

– Lo hago casi todas las noches -respondió Vito con ironía, e hizo una mueca de dolor cuando una nebulosa de franela azul se arrojó contra sus piernas-. Ten cuidado. -Era el pequeño Pierce, de cinco años. Se inclinó para arrancarlo de sus rodillas y lo aupó con cara de desconcierto-. ¿Qué tienes en la cara, Pierce?

– Cobertura de chocolate -dijo Pierce con orgullo, y Vito se echó a reír. Gran parte de su cansancio se disipó. Colocó a Pierce sobre su cadera y lo abrazó fuerte.

Connor sacudió la cabeza.

– Le he dicho que no se la comiera pero ya sabes cómo son los niños.

Vito asintió.

– Sí, sé cómo son los niños. Tienes chocolate en la barbilla, Connor.

Connor se sonrojó.

– Hemos hecho un pastel.

– ¿Me habéis guardado un poco?

Pierce hizo una mueca.

– No mucho.

– Pues muy mal; tengo tanta hambre que me comería una vaca entera. -Vito miró a Pierce-. O a un niño. Tienes pinta de estar la mar de rico.

Pierce soltó una risita, estaba acostumbrado a aquel juego.

– Yo soy todo huesos, pero Dante sí que tiene chicha.

Dante apareció de detrás del sofá y mostró sus bíceps.

– Es músculo, nada de chicha.

– Me parece que tiene unos buenos jamones -dijo Vito en voz alta, y Pierce se echó a reír de nuevo-. Se acabó la batalla por hoy, Dante. Tenéis que acostaros, chicos.

– ¿Por qué? -protestó el chico-. Nos lo estábamos pasando bien. -Estaba muy desarrollado para sus nueve años, casi abultaba más que Connor. Se lanzó rodando por encima del respaldo del sofá y Vito se horrorizó al ver que el jarrón se tambaleaba. Dante rodeó corriendo el sofá y aferró el jarrón como si fuera una pelota de fútbol.

– ¡Touchdown de Ciccotelli, y la multitud enloquece! -gritó orgulloso.

– La multitud se va a la cama -saltó Vito-. Y no creas que voy a concederos ninguna prórroga.

Dante depositó el jarrón en el centro de la mesa con una sonrisa que revelaba que justo estaba pensando en eso.

– Relájate, tío Vito -se quejó-. Estás muy tenso.

Pierce lo olfateó.

– Y hueles muy mal. Como nuestro perro cuando se revuelve sobre un animal muerto. Mamá siempre nos hace bañarlo en el jardín cuando pasa eso.

A Vito le vinieron a la cabeza imágenes de los cadáveres y las apartó de sí.

– Pues ahora voy a bañarme yo. Pero lo haré dentro porque fuera hace mucho frío. Por cierto, ¿qué estáis haciendo aquí?

– Papá ha acompañado a mamá al hospital -dijo Connor poniéndose muy serio de repente-. Tino nos ha traído aquí. Tenemos los sacos de dormir.

– Pero… -Vito captó la mirada de advertencia de Connor en dirección a sus hermanos y omitió la pregunta. Tendría que enterarse de los detalles más tarde-. ¿Mañana tenéis colegio?

– No, es festivo, el día de Martin Luther King -le informó Pierce-. El tío Tino nos ha dicho que podemos quedarnos despiertos toda la noche.

– Mmm… No, no podéis. -Vito acarició el moreno cabello del chico-. Mañana tengo que levantarme temprano y necesito dormir. Y vosotros también.

– Tino no ha dicho toda la noche -terció Connor-. Ha dicho hasta medianoche.

– Pues ya es más de medianoche -dijo Vito-. Id a lavaros los dientes y colocad los sacos de dormir en el suelo de la sala. Mañana recoged todas esas balas de cañón y guardad las pesas de pesca en la cesta, ¿de acuerdo?

Dante hizo una mueca.

– De acuerdo, pero piensa que nos han servido para mejorar las balas.

Vito se frotó la sien, que todavía le dolía.

– Ya lo sé. ¿Dónde está Tino?

– Abajo, intentando que Gus se duerma -le informó Connor mientras apremiaba a Pierce para que se limpiara los dientes-. Ha colocado la cuna en su sala de estar. Y Dominic también está abajo, estudiando para un examen de matemáticas. Dice que dormirá en el sofá de Tino para cuidar de Gus.

Dominic era el hijo mayor de Dino, un chico muy responsable. Al menos, lo era mucho más que Vito a su edad.

– Voy a darme una ducha y cuando salga quiero veros a los tres acurrucados en los sacos de dormir, y quiero oíros roncar, ¿queda claro?

– No hablaremos -dijo Dante cabizbajo, haciéndose la víctima-. Te lo prometo.

Vito sabía que lo intentarían, pero había cuidado de sus sobrinos las suficientes veces como para saber que sus buenas intenciones no duraban mucho. Volvió la cabeza hacia su hombro y lo olfateó con mala cara. Olía a rayos. Si no se duchaba el hedor lo mantendría en vela toda la noche.

Y aunque la necesidad de pedirle a Sophie que cenara con él le había quitado por completo las ganas de dormir, debía hacerlo. En menos de siete horas tenía que encontrarse de nuevo junto a las tumbas.

Lunes, 15 de enero, 00:45 horas

Sophie entró en casa de su tío Harry y cerró la puerta sin hacer ruido. El televisor de la sala de estar estaba encendido a bajo volumen, tal como esperaba.

– Hay chocolate caliente en la cocina, Soph.

Sophie se sentó en el brazo del sillón reclinable con una sonrisa, se inclinó y besó la calva de Harry.

– ¿Cómo es que siempre sabes cuándo prepararlo? No te he avisado de que iba a venir.

No lo había planeado. Pensaba darse una ducha, cenar y caer rendida en la cama. Pero en casa de Anna reinaba un silencio excesivo y los fantasmas, tanto del pasado como del presente, la acechaban demasiado para sentirse relajada.

– Podría decirte que tengo telepatía -repuso Harry sin apartar los ojos del parpadeo del televisor-, pero lo cierto es que oigo tu moto en cuanto tomas el desvío de Mulberry.

Sophie se estremeció.

– Seguro que la señorita Sparks está que trina.

– Seguro. Pero me parece que si dejara de quejarse se moriría, así que tómatelo como la buena acción del día.