– Es posible. -Nick se agachó para escrutar la tumba de casi un metro de profundidad-. ¿Cómo se las ha ingeniado para que quede con las manos juntas para siempre, Jen?
La oficial de la unidad de la policía científica Jen McFain alzó la mirada; llevaba puestas unas gafas protectoras y una mascarilla le cubría la boca y la nariz.
– Utilizó un alambre -dijo-. Parece de acero, pero muy fino. Le ató con él los dedos. Lo veréis mejor cuando la forense la limpie.
Vito frunció el entrecejo.
– No me parece que un hilo tan fino baste para activar el sensor de un detector de metales, y menos a un metro bajo tierra.
– Tienes razón, el alambre no habría activado el sensor. Eso debemos agradecérselo a las varillas que vuestro sujeto colocó bajo los brazos de la víctima. -Jen recorrió con un dedo enguantado la parte inferior de su propio brazo, hasta la muñeca-. Son delgadas y flexibles, pero tienen suficiente masa para activar un detector de metales. Así es como fijó la posición de sus brazos.
Vito sacudió la cabeza.
– ¿Por qué? -preguntó, y Jen se encogió de hombros.
– A lo mejor deducimos algo más del cadáver. Hasta ahora no he obtenido gran cosa de la tumba. Excepto… -Salió de la fosa con agilidad-. El anciano desenterró un brazo valiéndose de la pala de su jardín. El hombre está en muy buena forma física, pero en esta época del año ni siquiera yo sería capaz de cavar un hoyo tan profundo con una pala.
Nick miró el interior de la tumba.
– La tierra no debía de estar helada.
Jen asintió.
– Exacto. En cuanto encontró el brazo dejó de cavar y llamó al 911. Cuando hemos llegado, nos hemos puesto a remover la tierra para ver qué había. Ha resultado fácil hasta que hemos topado con el lateral de la tumba; allí la tierra estaba dura como una piedra. Mirad los bordes. Parece que los hayan cortado con la ayuda de una escuadra, la tierra está congelada.
Vito sintió una repentina arcada.
– Cavó la tumba antes de que helara. Lo había planeado con mucha antelación.
Nick lo miró con extrañeza.
– ¿Y nadie reparó en el hoyo?
– El tipo debió de cubrirlo con algo -observó Jen-. Además, no creo que la tierra con la que rellenó la fosa proceda de este mismo campo. Os lo diré con más seguridad cuando efectúe las pruebas pertinentes. De momento, eso es todo cuanto sé. No puedo hacer nada más hasta que llegue la forense.
– Gracias, Jen -dijo Vito-. Vayamos a hablar con el propietario del terreno -añadió dirigiéndose a Nick.
Harlan Winchester tenía unos setenta años, pero su vista era clara y perspicaz. Estaba esperando en el asiento trasero del coche patrulla y se bajó del vehículo en cuanto los vio aproximarse.
– Supongo, detectives, que debo contarles lo mismo que ya les he contado a los agentes.
Vito asintió con expresión comprensiva.
– Me temo que sí. Soy el detective Ciccotelli y este es mi compañero, el detective Lawrence. ¿Puede relatarnos lo sucedido?
– Por Dios, yo ni siquiera quería un detector de metales. Fue un regalo de mi esposa. Desde que me jubilé, está preocupada porque no hago suficiente ejercicio.
– Así que esta mañana ha salido a pasear, ¿no? -apuntó Vito, y Winchester frunció el entrecejo.
– «Harlan P. Winchester» -imitó con voz aguda y nasal-, «llevas diez años apoltronado en esa butaca. Haz el favor de mover el culo y salir a pasear.» Y eso he hecho, porque no soportaba seguir escuchándola. Pensaba que a lo mejor encontraba algo lo bastante interesante para que Ginny se callara de una vez. Pero… no podía imaginarme que encontraría a una persona.
– ¿Ha sido el cadáver lo primero que ha captado su detector? -preguntó Nick.
– Sí. -Su boca dibujó un gesto grave-. He ido a por la pala del jardín. Entonces he pensado que la tierra estaría muy dura; no creía que fuera capaz de romper la superficie, y mucho menos de cavar en profundidad. He estado a punto de dejarlo correr antes de empezar, pero solo habían pasado quince minutos y Ginny habría vuelto a echarme la bronca. Así que me he puesto a cavar. -Cerró los ojos y tragó saliva, su tono bravucón se disipó como la neblina-. La pala… ha topado con el brazo. Entonces he dejado de cavar y he llamado al 911.
– ¿Puede contarnos algo más sobre este campo? -preguntó Vito-. ¿Quién tiene acceso al mismo?
– Cualquiera con un todoterreno o un cuatro por cuatro, supongo. Este campo no se ve desde la autopista y el pequeño camino de acceso desde la carretera principal ni siquiera está asfaltado.
Vito asintió, contento de haber tomado la camioneta y haber dejado el Mustang aparcado en el garaje junto a la motocicleta.
– El camino está lleno de baches, de eso no cabe duda. ¿Cómo se las arregla para venir hasta aquí?
– Hoy he venido andando. -Señaló la hilera de árboles junto a la que se distinguía una única hilera de pisadas-. Ha sido la primera vez; solo hace un mes que nos mudamos. El terreno era de mi tía -explicó-. Al morir me lo dejó a mí.
– Y su tía, ¿venía aquí a menudo?
– No lo creo. Nunca salía de casa. Es todo cuanto sé.
– Nos ha sido de gran ayuda, señor -dijo Vito-. Gracias.
Winchester dejó caer los hombros.
– Entonces, ¿ya puedo marcharme a casa?
– Claro. Los agentes lo acompañarán en coche.
Winchester subió al coche patrulla y este se puso en marcha. Al alejarse, se cruzó con un Volvo gris que aparcó junto al sedán de Nick. Una esbelta mujer de cincuenta y tantos años salió de él y empezó a avanzar por el terreno. Acababa de llegar Katherine Bauer, la forense. Era hora de mirar a la cara a la desconocida de la fosa.
Vito se dispuso a acercarse a la tumba, pero Nick no se movió. Observaba el detector de metales que Winchester había dejado en la furgoneta de la policía científica.
– Deberíamos examinar el resto del terreno, Chick.
– ¿Crees que hay más?
– Creo que no podemos marcharnos sin asegurarnos de que no los hay.
Otro escalofrío recorrió la espalda de Vito. En su fuero interno ya sabía qué encontrarían.
– Tienes razón. Veamos qué más hay por ahí.
Domingo, 14 de enero, 10:30 horas
– ¿Todos tenéis los ojos cerrados? -Sophie Johannsen frunció el ceño mientras observaba a sus alumnos de posgrado en la penumbra-. Bruce, estás mirando -lo acusó.
– No estoy mirando -protestó él-. Además, está demasiado oscuro para poder ver nada.
– Vamos -exclamó Marta, impaciente-, encienda las luces.
Sophie accionó el interruptor mientras saboreaba el momento.
– Os presento… la Gran Sala.
Durante unos instantes nadie pronunció palabra. Entonces Spandan soltó un suave silbido que hizo eco en el techo, seis metros por encima de sus cabezas.
En el rostro de Bruce apareció una sonrisa.
– Lo ha hecho. Por fin lo ha terminado.
– Qué bonito -dijo Marta, muy seria.
A Sophie le extrañó el tono seco de la joven, pero antes de que pudiera pronunciar palabra oyó el suave chirrido de la silla de ruedas de John, que acababa de pasar por su lado para observar la pared del fondo.
– ¿Todo esto lo ha hecho usted? -musitó mientras miraba a su alrededor con su habitual serenidad-. Es impresionante.
Sophie sacudió la cabeza.
– No lo he hecho sola. Todos me habéis ayudado a limpiar las espadas y las armaduras, y a decidir la disposición de las espadas. Ha sido un auténtico trabajo en equipo.
Durante el otoño anterior, los quince alumnos del seminario de posgrado sobre armas y artes militares que Sophie impartía habían colaborado con gran entusiasmo como voluntarios en el Museo de Historia Albright, donde ella trabajaba. A esas alturas, solo quedaban los cuatro más leales. Llevaban meses acudiendo todos los domingos y dedicándole su tiempo. Aquella actividad les serviría para obtener créditos académicos, pero sobre todo les ofrecía la oportunidad de tocar los tesoros medievales que sus compañeros solo podían observar a través del cristal.