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– ¿No estaban protegidas tras un cristal? -preguntó Bruce, horrorizado. Tanto Spandan como John mostraban un espanto similar.

Marta se quedó atrás, con los brazos cruzados y cara de fastidio. No dijo nada. Sophie decidió que hablaría con ella en privado.

– No, Ted opina que los cristales que separan los objetos de los visitantes desvirtúan la «experiencia recreativa». -Ese había sido su primer desencuentro-. Al final consintió proteger estas espadas con un cristal a cambio de que expusiéramos algunas de las de menor valor en la Gran Sala. -Sophie suspiró-. Y de que las expusiéramos de modo «recreativo». Esta vitrina ha sido una especie de arreglo provisional hasta que consiga acabar la Gran Sala. Así que este será el próximo proyecto.

– ¿A qué se refiere exactamente con «recreativo»? -preguntó Spandan.

Sophie frunció el entrecejo.

– Con maniquíes y trajes -dijo en tono sombrío. Ted era un apasionado de los trajes, y Sophie habría estado dispuesta a seguirle la corriente si su pretensión fuera vestir solo maniquíes. Sin embargo, dos semanas atrás, Ted le había revelado su último plan, que añadía una nueva función a las que ya desempeñaba Sophie. Cuando inauguraran la Gran Sala, ofrecerían visitas guiadas… vestidos con indumentaria de época. Concretamente, Sophie y Theo, el hijo de diecinueve años de Ted, serían quienes guiarían las visitas, y nada de lo que Sophie pudiera decir haría cambiar de idea a Ted. Total, que ella acabó negándose en redondo, y, en un extraño arranque de genio, Ted Albright amenazó con despedirla.

Sophie había estado a punto de dejar el trabajo. Pero esa noche, al llegar a casa, leyó el correo y vio que en la residencia habían subido la cuota de la habitación de Anna. Así que Sophie se tragó su orgullo y ahora se pasaba el día ataviada con el dichoso traje y guiando a las dichosas visitas. De noche, redoblaba sus esfuerzos para encontrar otro empleo.

– Y el niño, ¿estropeó la espada? -preguntó John.

– No, por suerte. Aseguraos de poneros los guantes antes de tocarlas.

Bruce agitó en el aire sus guantes blancos como si ondeara una bandera en son de paz.

– Siempre lo hacemos -dijo en tono jovial.

– Y yo os lo agradezco. -El chico trataba de levantarle el ánimo, por lo que Sophie le estaba agradecida-. Vuestra tarea es la siguiente: cada uno de vosotros preparará una propuesta de exposición, incluidos el espacio y el coste de los materiales necesarios para montarla. La entrega será dentro de tres semanas. Pensad en algo sencillo, no tengo presupuesto para maravillas.

Dejó que los tres chicos se pusieran a trabajar y se dirigió hacia donde estaba Marta, que permanecía inmóvil y con semblante impasible.

– ¿Qué pasa? -preguntó Sophie.

Marta, que era menuda, estiró el cuello para mirar a Sophie a los ojos.

– ¿Cómo dice?

– Marta, es obvio que has oído algo. Y también es obvio que has decidido no solo darle crédito sino acusarme públicamente de ello. A mi modo de ver, tienes dos opciones: o te disculpas por la ofensa y seguimos adelante o mantienes esa actitud.

Marta frunció el entrecejo.

– Y si la mantengo, ¿qué?

– Pues ya sabes dónde está la puerta. Esta práctica es voluntaria, por ambas partes. -El semblante de Sophie se suavizó-. Mira, eres una buena chica y aportas mucho a este museo. Si te marchas, te echaré de menos. De verdad espero que elijas la primera opción.

Marta tragó saliva.

– Estuve de visita en casa de una amiga, una estudiante de posgrado de la Universidad Shelton.

«Shelton.» El recuerdo de los pocos meses que había estado matriculada en la Universidad Shelton aún ponía literalmente enferma a Sophie, más incluso que diez años atrás.

– Era solo cuestión de tiempo.

A Marta le temblaba la barbilla.

– Le estaba hablando a mi amiga de usted, de cómo para mí era un modelo a imitar, una maestra, una mujer que se había hecho un nombre en este mundo por sí misma, utilizando el cerebro. Mi amiga se echó a reír y me dijo que, para abrirse camino, usted también utilizaba otras partes de su cuerpo. Me contó que se había acostado con el doctor Brewster para que la incluyera en su equipo de excavación en Aviñón, que así fue como empezó. Luego, cuando regresó a Francia, se acostó con el doctor Moraux, y por eso ascendió tan rápido, por eso consiguió dirigir un equipo de excavación a pesar de ser tan joven. Yo le dije que no era cierto, que usted nunca haría una cosa así. ¿Lo hizo?

Sophie sabía que tenía todo el derecho de decirle a Marta que nada de eso era asunto suyo. Pero era obvio que la chica se sentía decepcionada. Y resentida. Así que Sophie reabrió la herida que en realidad nunca se había cerrado del todo.

– ¿Acostarme con Brewster? Sí. -Y aún se avergonzaba de ello-. ¿Hacerlo para que me incluyera en su equipo? No.

– Entonces, ¿por qué lo hizo? -susurró Marta-. Está casado.

– Lo sé, pero entonces no lo sabía. Yo era joven. Él era mayor que yo y… me engañó. Cometí un estúpido error, Marta, y aún lo estoy pagando. Te aseguro que estaría exactamente donde estoy sin el doctor Alan Brewster.

El mero hecho de pronunciar su nombre le dejó un horrible sabor de boca; sin embargo, observó que el semblante de Marta cambiaba al darse cuenta de que su maestra también era humana.

– Pero nunca me acosté con Étienne Moraux -prosiguió, tajante-. Y si he llegado donde estoy ha sido porque me he matado trabajando. He publicado más artículos que nadie y me he defendido con uñas y dientes para demostrar mi valía. Tú deberías hacer lo mismo. Ah, Marta, y no quiero más comentarios sobre Ted. Por muy en desacuerdo que estemos respecto al museo, Ted quiere mucho a su esposa. Darla Albright es una de las personas más agradables que he conocido en mi vida. Los rumores pueden llegar a arruinar un matrimonio. ¿Está claro?

Marta asintió; su semblante denotaba alivio y su mirada volvía a expresar respeto.

– Sí. -Ladeó la cabeza, pensativa-. Podría haberse limitado a expulsarme.

– Podría haberlo hecho, pero tengo la impresión de que voy a necesitarte, sobre todo para la nueva exposición. -Sophie miró sus vaqueros raídos-. No tengo gusto para vestirme, ni según la moda del siglo xv ni según la del xxi. Tendrás que ocuparte tú de los dichosos maniquíes.

Marta rió en voz baja.

– Sabré hacerlo. Gracias por contar conmigo, doctora, y por darme explicaciones cuando no tendría por qué hacerlo. La próxima vez que vea a mi amiga, le diré que sigo pensando de usted lo mismo que al principio. -Sus labios se curvaron en un gesto encantador-. De mayor, sigo queriendo ser como usted.

Sophie, abochornada, sacudió la cabeza.

– Créeme, no vale la pena. Ahora ponte a trabajar.

Domingo, 14 de enero, 12:25 horas

Vito había colocado un banderín rojo sobre la nieve en todos los lugares en los que Nick había captado un objeto metálico. Ahora, Nick y Vito se encontraban de pie junto a Jen y observaban, consternados, los cinco banderines.

– En cualquiera de esos lugares, si no en todos, podría haber más víctimas -dijo Jen con un hilo de voz-. Tenemos que averiguarlo.

Nick suspiró.

– Tendremos que registrar todo el terreno.

– Para eso necesitaremos mucho personal -refunfuñó Vito-. ¿Dispone la científica de medios suficientes?

– No, tendré que pedir ayuda. Pero no quiero hablar con mis superiores hasta estar segura de que debajo de esos banderines no hay enterradas flechas o latas de Coca-Cola.

– Podríamos empezar a cavar solo en uno de los lugares -propuso Nick-. A ver qué encontramos.

– Claro que podríamos. -Jen frunció el entrecejo-. Pero antes quiero saber qué terreno pisamos. No quiero perder pruebas por ir demasiado deprisa o por cometer errores.

– ¿Quieres utilizar sabuesos? -propuso Vito.