Vito se frotó las manos.
– La cosa empieza a ir por buen camino. Thomas: después de lo que has oído, ¿qué piensas del asesino?
– ¿Se trata de una sola persona? -añadió Nick.
– Buena observación. -Thomas se recostó en el asiento y se cruzó de brazos-. Tengo la impresión de que trabaja solo. Casi seguro que es un hombre, más bien joven e inteligente. De una crueldad desapasionada, mecánica. Obsesivo, evidentemente, lo cual también afecta a otros aspectos de su vida: trabajo, relaciones. Su habilidad para crear virus informáticos también cuadra con el perfil. Se siente más cómodo con las máquinas que con las personas. Diría que vive solo. En la adolescencia debió de cometer acciones violentas, desde meterse con los compañeros hasta maltratar animales. Suele seguir un método y es eficiente. Podría haberse limitado a matar a dos personas para convertirlas en efigies, pero antes aprovechó para experimentar con ellas los métodos de tortura.
– O sea que es un tipo obsesivo y solitario, frío como un témpano, que se piensa las cosas dos veces y cuando las hace, acierta a la primera -dijo Jen con acritud, y Thomas se rió entre dientes.
– Bien resumido, sargento. Si a todo eso añades efectista, ya lo tienes.
Vito se puso en pie.
– Bueno, Bev, Tim, Nick y yo tenemos cosas que hacer. Thomas, ¿podemos avisarte siempre que te necesitemos?
– Claro.
– Entonces volveremos a reunirnos mañana a las ocho -concluyó Vito-. Estad alerta y cuidaos.
Martes, 16 de enero, 17:45 horas
Nick se hundió en la silla y colocó los pies sobre el escritorio.
– Te juro que tener que estar esperando en el juzgado me cansa más que un maldito día de trabajo.
– ¿Alguna novedad en cuanto al paradero de Kyle Lombard?
– Ninguna. Podría haber telefoneado a setenta y cinco Kyle Lombard mientras esperaba en la puerta, pero tengo la batería del móvil agotada.
– Puedes intentarlo mañana. -Vito alcanzó una nota del escritorio-. Tino ha venido. Está en el depósito de cadáveres, haciendo un retrato de la pareja de ancianos de la segunda fila.
– Si hay suerte obrará otro milagro -dijo Nick.
– Está claro que con Brittany Bellamy dio en el clavo. -Vito se sentó frente a su ordenador, entró en la página de tupuedessermodelo.com y buscó el currículum y la fotografía de Bill Melville-. Ven a ver al señor Melville.
Nick rodeó los escritorios y se situó de pie tras él.
– Un tipo alto y fornido como Warren.
– Sin embargo, aparte de la corpulencia, no se parecen en nada.
Warren era rubio; Bill, en cambio, era moreno y de aspecto intimidatorio.
– Practicaba artes marciales. -Vito miró a Nick-. ¿Por qué elegiría el asesino a una víctima que bien podría haberlo molido a palos?
– No parece muy inteligente por su parte -convino Nick-. A menos que necesitara a alguien con esas características. Warren consultaba páginas de esgrima y lo colocó como si sostuviera una espada. A Bill lo mató con un mangual. -Nick se sentó en el borde del escritorio de Vito-. Hoy no he comido. Vamos a comprarnos algo antes de buscar dónde vivía Melville.
Vito miró el reloj.
– He quedado para cenar. -«A ver si hay suerte.»
La expresión de Nick cambió por completo al esbozar una lenta sonrisa.
– ¿Para cenar?
Vito notó que le ardían las mejillas.
– Cállate, Nick.
Pero su sonrisa se hizo más amplia.
– De eso ni hablar. Quiero saberlo todo.
Vito levantó la cabeza para mirarlo.
– No hay nada que contar. -«Por lo menos, todavía no.»
– Esto está yendo mejor de lo que esperaba. -Nick soltó una carcajada al ver que Vito alzaba los ojos en señal de exasperación-. No tienes sentido del humor, Chick. Vale, vale. ¿Qué has averiguado de Brewster?
– Que es un cabrón que engaña a su mujer y las prefiere altas y rubias.
– Vaya. Ahora entiendo la reacción de Sophie al ver las flores. Dices que te ha dado los nombres de algunos coleccionistas.
– Todos son baluartes de la sociedad y tienen más de sesenta años. Es casi imposible que ninguno haya sido capaz de cavar dieciséis tumbas y mover a tipos como Keyes y Melville. He investigado sus movimientos bancarios lo que he podido, teniendo en cuenta que no dispongo de ninguna orden judicial, y no he visto nada sospechoso.
– ¿Y el propio Brewster?
– Es lo bastante joven, creo. Su despacho parece un museo, pero todo está a la vista.
– A lo mejor tiene un escondite.
– A lo mejor, pero estaba fuera del país la semana en que Warren desapareció. -Vito miró a Nick con pesadumbre-. Lo he buscado en Google al volver de casa de los Bellamy. Lo primero que me ha salido es la conferencia que dio en Ámsterdam el cuatro de enero. En el registro de la compañía aérea consta que el doctor Alan Brewster y su esposa volaron en primera clase de Filadelfia a Ámsterdam.
– Los billetes de primera clase son caros. Los profesores universitarios no ganan tanto dinero. Igual trafica.
– La mujer está forrada -repuso Vito-. Gramps era un magnate del carbón. También lo he buscado.
Nick hizo una mueca de complicidad.
– Te habría gustado que fuera él.
– No te imaginas cuánto. Pero a menos que tenga un cómplice, Brewster no pasa de ser un hijo de puta. -Vito buscó a través de su ordenador la base de datos del Departamento de Vehículos Motorizados-. Melville tenía veintidós años, la última dirección que consta está al norte de Filadelfia. Yo conduciré.
Martes, 16 de enero, 17:30 horas
Sophie se había puesto manos a la obra y se encontraba rodeada de serrín en el viejo almacén situado por detrás de la nave industrial que habían convertido en la dependencia principal del museo. Ted tenía razón, el almacén no estaba perfectamente adecuado pero tenía posibilidades. Además, si respiraba hondo, aún notaba el olor a chocolate en algunos rincones. Tenía que ser cosa del destino.
Echó un vistazo al futuro emplazamiento de su excavación experimental. Hacía mucho tiempo que no estaba tan satisfecha. Bueno, tal vez «satisfecha» no fuera la palabra más adecuada. Se sentía activa y llena de energía al pensar en las maravillas que podría llevar a cabo en aquel espacio enorme con techos de nueve metros de altura. El cerebro le iba más deprisa que una ametralladora.
También el corazón le latía acelerado. Esa noche cenaría con Vito Ciccotelli. Estaba impaciente, ávida. Sentía muy próximo el final de su autoimpuesto veto sexual. Había decidido no volver a mantener nunca más una relación con un colega, lo que implicaba encontrar un hombre fuera de la excavación, en la ciudad, y por naturaleza, ese tipo de relaciones eran superficiales; no pasaban de ser una simple manera de quitarse la espina cuando se le hacía demasiado duro soportar la situación. Sin embargo luego no podía dejar de sentirse culpable por mantener encuentros efímeros y se aborrecía. Con Vito sería diferente, lo presentía. Tal vez la abstinencia terminara pronto.
Todo a su debido tiempo. De momento, estaba ansiosa por examinar el contenido de las cajas que había transportado desde su despacho. Ya había descubierto tesoros increíbles.
En aquel despacho la rodeaban reliquias medievales y ni siquiera lo sospechaba. Abrió una caja con la ayuda de una palanca y echó el serrín en el suelo a paladas hasta topar con una caja más pequeña.
Oyó unos pasos tras de sí y un instante más tarde, una voz que decía:
– No puede ser.
Sophie ahogó un grito y se dio media vuelta de inmediato, blandiendo la palanca en el aire. Luego exhaló un suspiro.
– Theo, te juro por Dios que uno de estos días voy a hacerte daño.
Theodore Albright Cuarto la miraba plantado en la penumbra con gesto severo. Muy tieso, cruzó los brazos sobre sus anchos pectorales.