Vito estuvo a punto de soltar a Pierce.
– ¿Qué? ¿De qué son las cortinas? ¿De oro?
Ella se encogió de hombros.
– Las cortinas solo me han costado treinta dólares.
– ¿Has pagado ciento setenta dólares por un juguete?
– Un juguete de marca. -A Tess se le escapaba la risa-. Espero que haya valido la pena.
Vito exhaló un suspiro.
– Yo también.
13
Martes, 16 de enero, 21:55 horas
– ¿O curre algo malo, doctora J?
Sophie levantó la cabeza y vio que Marta cruzaba el aparcamiento situado detrás del edificio de humanidades de la Universidad Whitman.
– La moto no funciona. -Se apeó y dio un resoplido de hastío-. Antes de entrar en clase iba perfectamente, en cambio ahora se ahoga cuando intento arrancarla.
– Qué fastidio. -Marta se mordió el labio-. ¿No le faltará gasolina? La última vez que mi coche no arrancaba me puse frenética y luego me di cuenta de que no había repostado.
Sophie disimuló su impaciencia. Marta estaba tratando de ayudarla.
– He llenado el depósito esta mañana.
– ¿Qué ocurre? -Spandan se había unido a ellos, igual que la mayoría de los alumnos del seminario de posgrado que impartía los martes a última hora de la tarde. Ese semestre le tocaba dar teoría de la excavación a una clase rebosante. Habitualmente se quedaba un rato después de la clase para responder preguntas, pero ese día había salido pitando. Vito la esperaba en Peppi's Pizza y durante la clase no había podido dejar de pensar en aquel beso.
– No me funciona la moto y llego tarde.
Marta la miró con interés.
– ¿Tiene una cita?
Sophie alzó los ojos, exasperada.
– Si no consigo llegar enseguida, ya no la tendré.
La puerta se abrió tras ellos y John descendió por la rampa con su silla de ruedas.
– ¿Qué ocurre?
– A la doctora J se le ha estropeado la moto y llega tarde a una cita -explicó Bruce.
John rodeó al grupo y se acercó al motor para echarle un vistazo.
– Hay azúcar. -Dio un golpecito sobre el depósito de gasolina con un dedo enguantado.
– ¿Qué? -Sophie se inclinó para verlo y enseguida se dio cuenta de que tenía razón. Una nube de partículas de azúcar brillaba en torno al depósito bajo la luz de las farolas-. Mierda -susurró-. Juro por Dios que esa mujer va a pagar por lo que me ha hecho esta vez.
– ¿Sabe quién lo ha hecho? -preguntó Marta con los ojos como platos.
Estaba casi segura de que la saboteadora era Amanda Brewster.
– Me lo imagino.
Bruce sostenía el móvil en la mano.
– Voy a llamar al personal de seguridad del campus.
– Ahora no. Ya daré parte yo, no te preocupes -añadió al ver que Spandan se disponía a protestar. Desató la mochila del asiento-. No pienso esperar aquí hasta que vengan. Tengo muchísima prisa. Tardaré como mínimo un cuarto de hora en llegar al restaurante andando.
– Ya la llevo yo -se ofreció John-. Tengo aquí la camioneta.
– Mmm… -Sophie negó con la cabeza-. Gracias, pero prefiero ir andando.
John levantó la barbilla.
– Está equipada con control manual, conduzco bien.
Lo había ofendido.
– No es eso, John -se apresuró a decir-. Es que… soy tu profesora. No me parece correcto.
Él la miró de soslayo a través de su pelo siempre greñudo.
– Solo le he propuesto acompañarla, no le he pedido que se case conmigo. -Una de las comisuras de sus labios se curvó-. Además, no es mi tipo.
Ella se echó a reír.
– De acuerdo, gracias. Voy a Peppi's Pizza.
Agitó la mano para despedirse del resto.
– Hasta el domingo.
Caminó junto a la silla de ruedas hasta que llegaron a la camioneta blanca de John. El chico abrió la puerta y activó la plataforma para subir la silla. Se bajó de la silla con facilidad y se situó en el asiento del conductor.
Vio que Sophie lo observaba y su mandíbula se tensó.
– Tengo mucha práctica.
– ¿Cuánto tiempo hace que vas en silla de ruedas?
– Desde que era niño. -Su respuesta fue sucinta; había vuelto a ofenderlo. Sin decir nada más, John abandonó el aparcamiento.
Sophie no sabía qué más decir, así que se decantó por un tema que le pareció más neutral.
– Te has perdido el principio de la clase de hoy. Espero que todo vaya bien.
– Me he entretenido en la biblioteca. Llegaba tan tarde que he estado a punto de no aparecer, pero tenía que preguntarle una cosa. He intentado acercarme al terminar la clase, pero ha salido pitando.
– Así que tenías un motivo para ofrecerte a acompañarme. -Sonrió-. ¿Qué quieres preguntarme?
Él no sonrió; aunque rara vez lo hacía.
– Mañana tengo que presentar un trabajo para otra asignatura. Casi lo tengo listo, pero me está costando encontrar información sobre una parte.
– ¿De qué va?
– Es una comparación de teorías modernas y medievales sobre el crimen y el castigo.
Sophie asintió.
– Debes de cursar legislación medieval con el doctor Jackson. ¿Cuál es la pregunta?
– Quiero incluir una comparación entre la práctica medieval de marcar la piel con un hierro candente y el uso actual del registro de delincuentes sexuales. Sin embargo, no encuentro información fiable sobre lo primero.
– Un tema interesante. Puedo darte unas cuantas referencias que te ayudarán. -Buscó su bloc de notas en la mochila y empezó a escribir-. ¿Cuándo tienes que entregar el trabajo?
– Mañana por la mañana.
Ella hizo una mueca.
– Entonces, a menos que los bibliotecarios trabajen ahora más horas que antes, tendrás que utilizar las páginas de internet para las referencias que te indico. Sé que hay información disponible en la red. Las otras seguramente solo se encuentran en libros antiguos. Ah, Peppi's está al doblar la esquina. -Arrancó la hoja y se la entregó a John cuando este se detuvo en el aparcamiento del restaurante-. Gracias, John. Buena suerte con el trabajo.
Él tomó la hoja y asintió muy serio.
– Hasta el domingo.
Sophie esperó a que John se marchara. Luego contuvo la respiración mientras buscaba con la mirada la camioneta de Vito. Poco a poco, fue soltando el aire. Aún se encontraba allí.
Ya estaba. Entraría en el restaurante y… su vida daría un giro. De pronto, se sintió muerta de miedo.
Martes, 16 de enero, 22:00 horas
Daniel se encontraba sentado en el borde de la cama del hotel, exhausto. Había visitado más de quince hoteles desde el desayuno pero no estaba más cerca que antes de encontrar a sus padres. Ambos eran animales de costumbres, por lo que había empezado por sus establecimientos preferidos: los más caros. Había acudido a las grandes cadenas. Nadie los había visto, o recordaba haberlos visto.
Se quitó los zapatos con aire cansino y se dejó caer sobre el colchón. Estaba lo bastante cansado para dormirse tal cual, con la corbata anudada al cuello y los pies en el suelo. Tal vez sus padres no hubieran ido a Filadelfia después de todo; tal vez aquello fuera una locura; tal vez hubieran muerto.
Cerró los ojos, tratando de pensar más allá del martilleo de sus sienes. Tal vez debería llamar a la policía y echar un vistazo a los depósitos de cadáveres.
O a las consultas médicas. A lo mejor habían ido a visitar a alguno de los oncólogos de la lista que había encontrado en el ordenador de su padre. Claro que ningún médico le contaría nada. Secreto profesional, le dirían.
El sonido de su móvil lo sobresaltó cuando estaba casi dormido. Susannah.
– Hola, Suze.
– No los has encontrado. -Más que una pregunta, era una afirmación.