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– No, y eso que me he pasado el día recorriendo la ciudad. Empiezo a preguntarme si realmente vinieron aquí.

– Seguro que han estado ahí -aseguró Susannah con una ligera inflexión en la voz-. La llamada del móvil de mamá a la abuela se hizo desde Filadelfia.

Daniel se sentó en la cama.

– ¿Cómo lo sabes?

– He pedido que rastrearan las llamadas. He pensado que deberías saberlo. Llámame si los encuentras; si no, no. Adiós, Daniel.

Iba a colgar.

– Suze, espera.

Él la oyó suspirar.

– ¿Qué quieres?

– Me equivoqué. No al marcharme, eso tenía que hacerlo. Pero me equivoqué al no explicarte por qué.

– Y ahora, ¿piensas decírmelo? -Le hablaba con dureza y a Daniel se le encogió el corazón.

– No, porque estás más segura si no lo sabes. Ese es el único motivo por el que no te lo conté entonces… ni te lo cuento ahora. Sobre todo eso último.

– Daniel, ya es tarde. Hablas en clave y no quiero escucharte.

– Suze… Hubo un tiempo en que confiabas en mí.

– Confiaba. -Su única palabra sonó terminante.

– Pues vuelve a confiar en mí, por favor, únicamente en relación con eso. Si supieras el motivo, estarías en peligro. Tu carrera estaría en peligro. Te ha costado demasiado esfuerzo llegar adonde estás para venirte abajo solo porque yo necesite descargar mi conciencia.

La chica guardó silencio tanto rato que Daniel tuvo que comprobar si la conexión todavía duraba. Sí. Al final, ella musitó:

– «Sé lo que hizo tu hijo.» ¿Y tú, Daniel? ¿Lo sabes?

– Sí.

– ¿Y quieres que te perdone?

– No, no espero tanto. No sé lo que quiero. Tal vez solo quiera oírte llamarme Danny otra vez.

– Eras mi hermano mayor, y necesitaba tu protección. Ahora ya sé cuidarme sola. No necesito que me protejas, Daniel; no te necesito en absoluto. Llámame si los encuentras.

Colgó el teléfono y Daniel se quedó sentado en el borde de la cama de una desconocida habitación de hotel mirando el auricular y preguntándose cómo había permitido que todo se jodiera tanto.

Martes, 16 de enero, 22:15 horas

– Encanto, si no piensa pedir nada, tendrá que marcharse. La cocina cierra dentro de un cuarto de hora.

Vito miró el reloj antes que a la camarera.

– ¿Puede ser una grande que lleve de todo? -preguntó-. Sírvamela en una caja. Me la llevaré a casa.

– Ella no viene, ¿eh? -dijo la camarera en tono compasivo mientras recogía la carta.

Sophie tendría que haber llegado hacía más de media hora.

– Eso parece.

– Bueno, a un tipo como usted no debería costarle mucho encontrar mejor compañía. -Riendo por lo bajo, regresó a la cocina para pasar la nota. Vito apoyó la cabeza en la pared, por detrás de la mampara de su reservado, y cerró los ojos. Trató de no pensar en el hecho de que Sophie no hubiera acudido a la cita. Trató de concentrarse en cosas que realmente pudiera cambiar.

Habían identificado a cuatro de las nueve víctimas. Les quedaban cinco.

«Rosas.» Notó olor de rosas y sintió que la mampara se movía cuando alguien se sentó al otro lado. Después de todo, había acudido a la cita. Sin embargo, él siguió tal cual, con los ojos cerrados.

– Perdón -dijo ella, y Vito abrió los ojos. Estaba sentada frente a él y llevaba puesta la chaqueta de cuero negro. Unos enormes aros de oro colgaban de sus orejas y se había retirado el pelo de la cara dejándolo suelto sobre un hombro-. Estoy esperando a una persona y he pensado que podría ser usted.

Vito se echó a reír. Estaba recordando su primer encuentro.

– Veo que el dispositivo para borrar la memoria funciona bastante mejor de lo que creía. Tendré que probarlo.

Ella le sonrió y él se sintió liberado de parte de su estrés.

– ¿Ha sido un día duro? -preguntó ella.

– Podría decirse que sí. Pero no quiero hablar de cómo me ha ido el día. Al final has venido.

Ella se encogió de hombros.

– Cuesta resistirse a un regalo de cine. Gracias.

Sophie se aferraba las manos tan fuerte que tenía los nudillos blancos. Vito tomó aire y extendió los brazos para separarle las manos y tomarlas entre las suyas.

– Lo que sí que ha debido de costarte ha sido darme el nombre de Alan, pero lo has hecho para ayudarnos.

Las manos de Sophie se tensaron y sus ojos se apartaron de los de Vito.

– Y para ayudar a todas esas madres, esposas, maridos e hijos. No quería que hablaras con Alan porque estaba avergonzada. Pero más me avergonzaba no decírtelo.

– Lo de la nota lo he escrito en serio. Brewster es un imbécil. Deberías olvidarle.

Ella tragó saliva.

– No sabía que estaba casado, Vito. Yo era joven, y muy tonta.

– Lo he entendido todo en cuanto lo he visto. Supongo que te imaginabas que sería así.

– Tal vez. -Levantó la cabeza, a Vito le pareció que con aire decidido-. Te he traído una cosa. -De uno de sus bolsillos extrajo una hoja de papel doblada y se la entregó.

Vito desdobló el papel y se echó a reír. En él aparecía una tabla de cuatro filas y cuatro columnas. En el encabezamiento de las columnas había escrito «francés», «alemán», «griego» y «japonés». Junto a las filas ponía «maldita sea», «mierda», «diantre» y «joder». En las casillas había incluido lo que Vito supuso que serían las traducciones.

– Me gusta mucho más esta tabla que la que llevamos dos días examinando.

Ella le sonreía y él notó que sus hombros eliminaban aún más tensión.

– Prometí enseñarte palabrotas nuevas. También he anotado la transcripción fonética. No quiero que las pronuncies mal, pierden efecto.

– Es fantástico. Pero falta «culo». Esta noche mi sobrino me ha pillado diciéndolo.

Con cara de extrañeza, Sophie le quitó el papel de las manos, sacó un bolígrafo de otro bolsillo y escribió la palabra ofensiva y todas sus traducciones. Volvió a entregarle la hoja y él la dobló y se la guardó en el bolsillo.

– Gracias.

Luego Vito tomó sus manos de nuevo y le alivió notarla relajada.

– No tenía claro si vendrías.

– He tenido problemas con la moto. Me ha acompañado uno de mis alumnos.

Él frunció el entrecejo.

– ¿Qué le ha pasado a la moto?

– No arrancaba. Alguien me ha echado azúcar en el depósito de gasolina.

– ¿Quién puede haber hecho una cosa así? -Vito entrecerró los ojos al ver que Sophie fruncía los labios-. ¿Quién te ha estado molestando, Sophie?

– Es la mujer de Brewster. Está chalada. Me ha enviado una… carta de amenaza; bueno, más o menos.

– Sophie -le advirtió él.

Ella alzó los ojos en señal de exasperación.

– Me ha enviado una rata muerta. Luego me ha telefoneado para avisarme de que me mantuviera alejada de su marido. Debe de haber oído a Alan hablar con Clint. Está loca de atar. Cree que todas las mujeres se arrojan a los brazos de Alan.

– Es probable que su ayudante actual lo haga. -Suspiró-. Siento que piense que tú también lo haces.

– No importa, de verdad. Me he pasado mucho tiempo yendo con pies de plomo para evitar a Alan y ahora esto me ha obligado a enfrentarme a él. Es mejor así. -Frunció el entrecejo-. Lo que no está mejor así es mi moto. Me revienta tenerla estropeada.

Vito no podía desaprovechar esa oportunidad.

– Te acompañaré a casa.

Las palabras sonaron más profundas e insinuantes de lo que pretendía. A Sophie se le encendieron las mejillas y bajó la cabeza, no sin que antes él observara en sus ojos un deseo que hizo que una oleada de placer le recorriera el cuerpo.

– Te lo agradezco -dijo en voz baja-. Ah, casi se me olvidaba.

Retiró una mano y sacó otro papel doblado de su bolsillo.

– Te he conseguido un poco más de información sobre el tipo que murió en Europa. Alberto Berretti.

En la lista aparecían los nombres de los hijos de Berretti y de sus abogados. También aparecían los nombres de sus familiares, empleados y principales acreedores. Sería una buena forma de empezar cuando al día siguiente hablara con la Interpol.