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– Soy bastante previsible. Pero cocino bien. Se te está enfriando el desayuno.

Había vuelto a cerrar la puerta de su pasado. Pero cada vez la dejaba abierta más tiempo. Aún no sabía qué había pasado con su madre, ni cómo Katherine Bauer se había convertido en «la madre que nunca tuvo», ni qué problema había tenido al ver el cadáver, pero Vito era paciente. Empujó su plato vacío.

– ¿Qué harás con la moto?

– Avisaré a la grúa. ¿Me dirás quién es tu mecánico?

– Claro, pero tendrás que denunciarlo, y lo de la rata muerta también. La esposa de Brewster no puede seguir atemorizándote de esa forma.

Ella soltó un bufido burlón.

– Puedes jugarte tu premio doble a que la denunciaré. Esa mujer ya me hizo la vida imposible una vez; se acabó.

– Buena chica. ¿Cómo vas a ir hoy al trabajo?

– Usaré el coche de mi abuela hasta que hayan reparado la moto. -Arrugó la nariz-. El coche no está mal, el único problema es que huele como Lotte y Birgit.

Al oír sus nombres, las perras se acercaron corriendo y empezaron a menear sus coloreados traseros suplicando comida. Vito rió en voz baja.

– Lotte Lehman y Birgit Nilsson. Dos mitos de la ópera.

– Los ídolos de mi abuela. Bautizar a estas criaturas con su nombre fue la mejor forma que se le ocurrió de rendirles homenaje. Estas perritas son como hijas para mi abuela. Las tiene mimadísimas.

– ¿Fue ella quien las coloreó?

Sophie dejó los platos en el fregadero.

– No, eso fue cosa mía. Me llevé a mi abuela a casa para que se recuperara del derrame antes de que sufriera la neumonía y tuviera que ingresar en la residencia. Se sentaba en la ventana y miraba cómo las perritas jugaban en el porche, pero tenía mala vista. Entonces nevó y al quedar cubiertas de blanco ya no podía verlas… -Dejó la frase sin terminar-. En aquel momento me pareció una buena idea. No es más que colorante alimentario. De hecho, ya se han desteñido bastante.

Vito se echó a reír.

– Sophie, eres increíble. -Se acercó al fregadero, le retiró el pelo y le acarició la nuca con los labios-. Hasta esta noche.

Ella se estremeció.

– Esta noche me toca quedarme con mi abuela. Es el día en que Freya va al bingo.

– Pues iré contigo. No todos los días se tiene la oportunidad de conocer a un mito.

Miércoles, 17 de enero, 6:00 horas

Algo había cambiado. «Algo va mal.» Condujo por la carretera en dirección al terreno con la bolsa de plástico que contenía el cadáver de Gregory Sanders oculta bajo la lona de la zona de carga de su camioneta. No solía cruzarse con ningún vehículo en aquella vía. Sin embargo, ese día ya se había cruzado con dos coches. Fue el puro instinto lo que le hizo pasar por delante del camino de acceso al campo sin reducir la velocidad, y lo que vio lo dejó sin respiración. La nieve debería aparecer intacta en el punto en que la carretera y el camino se encontraban; sin embargo, observó un entramado de surcos de neumáticos que indicaba que varios vehículos habían accedido al terreno repetidas veces.

La bilis se le subió a la garganta y empezaba a ahogarlo. «Han encontrado el cementerio.»

Alguien había descubierto el cementerio. «¿Cómo es posible? ¿Quién será? ¿La policía?»

Se esforzó por tomar aire. Lo más probable era que se tratara de la policía.

«Me encontrarán. Me atraparán.» Volvió a respirar con esfuerzo. «Relájate. ¿Cómo podrán atraparte? No hay forma de que identifiquen a ninguno de esos cadáveres.»

Y aunque lo hicieran, no había forma de relacionarlos con él. El corazón le latía con fuerza; se enjugó la boca con su trémula mano. Tenía que marcharse de allí. Llevaba el cadáver de Gregory Sanders en una bolsa dentro de la camioneta. Si por cualquier motivo lo paraban… siempre podía idear una explicación convincente para justificar lo del cadáver.

«Respira. Respira y piensa. Tienes que ser ingenioso.»

Había tenido mucho cuidado. Siempre llevaba guantes, siempre se aseguraba de que su cuerpo no entrara en contacto con el de las víctimas. Ni siquiera un pelo. Si acababan identificando a alguna de las víctimas, de ningún modo podrían relacionarla con él. Estaba a salvo.

Así que respiró. Y pensó. Lo primero que tenía que hacer era librarse de Gregory. Después, averiguar qué sabía la policía y cómo habían obtenido la información. Si les faltaba poco para dar con él, huiría.

Sabía cómo desaparecer del mapa. Lo había hecho otras veces.

Recorrió ocho kilómetros más. Nadie lo seguía. Se desvió de la carretera y se ocultó detrás de unos árboles. Y esperó conteniendo la respiración. No vio pasar ningún coche de policía. No vio pasar ningún vehículo, de ninguna clase.

Se bajó de la camioneta. Por primera vez agradecía notar el frescor matutino propio de Filadelfia en contacto con su acalorada piel. El terreno que bordeaba la carretera descendía en una pendiente muy pronunciada y formaba un profundo barranco. Aquel era un lugar tan apropiado como cualquier otro para arrojar a Sanders.

Bajó la puerta trasera de la camioneta, retiró la lona y aferró la bolsa de plástico con las manos enguantadas. Arrastró la bolsa hasta la nieve y le dio patadas hasta que empezó a deslizarse por la pendiente. La bolsa chocó contra un árbol y luego siguió descendiendo hasta el fondo del barranco. En la nieve había quedado el rastro de su descenso, pero con suerte por la noche volvería a nevar y la policía no encontraría a Gregory Sanders antes de la primavera.

Para entonces él estaría muy lejos. Se subió a la camioneta y dio media vuelta para marcharse por donde había venido mientras se preguntaba si había hecho lo correcto.

Y de repente tuvo la certeza de que sí. Había dos coches patrulla apostados a la entrada del camino de acceso al terreno, donde antes no había nadie, uno en un sentido y el otro en el contrario. «El cambio de turno», pensó. Se había librado del cambio de turno por los pelos. Un agente se apeó de uno de los coches patrulla al verlo aproximarse.

Su primer impulso fue pisar a fondo el acelerador y llevarse al policía por delante, pero eso habría sido una locura. Le habría encantado, pero verdaderamente era una locura. Aminoró la marcha hasta detenerse y forzó una mueca de perplejidad y cortesía mientras bajaba la ventanilla.

– ¿Adónde se dirige, señor? -le preguntó el agente sin sonreír.

– Voy a trabajar. Mi casa está un poco más atrás, siguiendo por esta carretera. -Entrecerró los ojos fingiendo que quería ver más allá del coche patrulla-. ¿Qué ocurre ahí? He visto coches que entran y salen.

– El acceso a la zona está restringido, señor. Si puede, tome otro camino.

– No hay otro camino -dijo-. Pero no miraré.

El agente sacó su cuaderno del bolsillo.

– ¿Puede decirme cómo se llama, señor?

Eran detalles que demostraban que merecía la pena planearlo todo con tiempo. Se arrellanó en el asiento, lleno de confianza.

– Jason Kinney. -Sabía que el vehículo estaba registrado con ese nombre porque él mismo había rellenado el impreso para comunicar el cambio al Departamento de Vehículos Motorizados hacía un año. El permiso de conducir de Jason Kinney era uno de los que llevaba en la cartera. Valía la pena ser meticuloso.

Con gran afectación, el agente rodeó el vehículo y anotó la matrícula. Miró bajo la lona antes de regresar y saludarlo llevándose la mano al sombrero.

– Ahora que ya sabemos que es vecino de la zona, no volveremos a pararlo.

Él asintió. Como si pensara volver a pasar por allí. «Ni mucho menos.»

– Se lo agradezco, agente. Que tenga un buen día.

Miércoles, 17 de enero, 8:05 horas

Jen McFain frunció el entrecejo.

– Parece que tenemos un problema, Vito.

Vito se deslizó en su asiento del extremo de la mesa; aún se sentía un poco fatigado debido a la precipitación con que había empezado el día. Después de salir de casa de Sophie, había corrido a casa, se había dado una ducha y se había deshecho en disculpas con Tess por pasar toda la noche fuera sin avisarle. Luego se había dirigido a la comisaría y al llegar a la puerta lo había asaltado una horda de periodistas con sus cámaras.