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– No cuelgues. John, tengo que ocuparme de esta llamada. ¿Podéis esperarme en el vestíbulo un momento?

Él asintió y encaró su silla de ruedas hacia la Gran Sala y los demás alumnos. Cuando hubo salido, Sophie cerró la puerta.

– Dime, Katherine, ¿qué ocurre?

– Necesito tu ayuda.

Trisha, la hija de Katherine, era la mejor amiga de Sophie desde el parvulario y Katherine se había convertido en la madre que Sophie nunca tuvo.

– Cuéntame.

– Tenemos que registrar un campo y necesitamos saber dónde debemos excavar.

La mente de Sophie relacionó al instante «forense» con «excavar» y se imaginó una fosa común. A lo largo de los años había excavado docenas de tumbas y sabía exactamente qué había que hacer. Notó que el pulso se le aceleraba ante la perspectiva de volver a realizar un verdadero trabajo de campo.

– ¿Dónde y cuándo me necesitas?

– ¿Dónde? En un terreno que está a una media hora hacia el norte de la ciudad. ¿Cuándo? Ya llegas tarde.

– Escucha, Katherine, tardaré al menos dos horas en llegar con todo el equipo.

– ¿Dos horas? ¿Por qué tanto tiempo?

Sophie oyó de fondo voces contrariadas.

– Porque estoy en el museo y he venido en moto. No puedo atar el equipo al asiento. Antes tengo que volver a casa a por el coche de mi abuela. Además, esta tarde había pensado ir a verla. Por lo menos tengo que pasar por la residencia y ver qué tal está.

– Ya me ocuparé yo de ver cómo está Anna. Tú ve a buscar tu equipo a la universidad. Uno de los detectives se encontrará contigo allí y te acompañará hasta el terreno.

– Dile que nos encontraremos delante del edificio de humanidades de la Universidad Whitman. En la puerta hay una peculiar figura de mono. Estaré allí a la una y media.

Se oyeron murmullos, más fuertes.

– Muy bien -dijo Katherine, exasperada-. El detective Ciccotelli quiere estar seguro de que entiendes que esto debe quedar en el más absoluto secreto. Debes ser muy discreta y no decirle nada a nadie.

– Entendido.

Regresó a la Gran Sala.

– Chicos, tengo que marcharme.

Los alumnos procedieron de inmediato a recoger sus trabajos.

– ¿Está bien su abuela, doctora J? -preguntó Bruce con la frente fruncida de preocupación.

Sophie vaciló.

– No, pero se pondrá bien. -No era exactamente la verdad pero, por el bien de Anna, esperaba que tampoco fuera una mentira-. De momento, esta tarde os dejaré unas horas libres. No os divirtáis en exceso.

Cuando todos se hubieron marchado, Sophie cerró la puerta, conectó la alarma y se dirigió hacia la Universidad Whitman a tanta velocidad como la ley permitía. El corazón le aporreaba el pecho. Llevaba meses echando de menos las excavaciones, pero todo parecía indicar que por fin estaba a punto de volver a trabajar en una.

2

Domingo, 14 de enero, 14:00 horas

Se sentó en la silla y asintió ante la pantalla de su ordenador a la vez que sus labios esbozaban una sonrisa de satisfacción. Aquello estaba muy bien. La mar de bien. «Aunque me esté mal pensarlo.» Pero lo pensaba.

Levantó la cabeza para mirar los fotogramas que había extraído del vídeo de Warren Keyes. Había elegido bien a su víctima: buena estatura, buen peso y buena musculatura. El tatuaje del joven fue lo que acabó de perderle. Warren tenía que ser la víctima. Había estado fantástico en las escenas de sufrimiento, la cámara había captado la intensa agonía de su rostro. Pero los gritos…

Abrió un archivo de sonido. Un grito estremecedor surgió de los altavoces con una nitidez cristalina y un escalofrío de placer le recorrió la espalda. Los gritos de Warren eran sublimes. El tono perfecto, la intensidad perfecta. La inspiración perfecta.

Volvió los ojos hacia los lienzos que había colgado junto a los fotogramas. Probablemente, aquella serie de cuadros constituían su mejor obra hasta el momento. La había titulado La muerte de Warren. Eran óleos, por supuesto. Había descubierto que el óleo era la mejor técnica para captar la intensidad de la expresión, la boca de la víctima abierta al máximo en uno de esos perfectos alaridos de insoportable dolor.

Y los ojos. Había aprendido que la muerte por tortura tenía varias fases, y todas ellas se reflejaban claramente en los ojos de la víctima. La primera era el miedo; le seguían una actitud retadora y luego la desesperación, cuando la víctima se daba cuenta de que no había escapatoria. La cuarta fase, la de la esperanza, dependía por completo de la tolerancia al dolor de la víctima. Si resistía el primer embate, le daba un respiro, el tiempo justo para permitir que aflorara la esperanza. Warren Keyes había tolerado el dolor de forma extraordinaria.

Más tarde, cuando la esperanza se desvanecía por completo, empezaba la quinta fase: la de las súplicas, los gritos lastimeros implorando la muerte, la liberación. Hacia el final, aparecía la sexta fase, el último arrebato desafiante, una primitiva lucha por la supervivencia que precedía al hombre moderno.

Pero la séptima y última fase era la mejor y la más inaprensible: el instante mismo de la muerte. La explosión… La ráfaga de energía cuando lo corpóreo arrojaba su esencia. Era un instante tan breve que incluso con el objetivo de la cámara resultaba imposible captarlo del todo, tan fugaz que el ojo humano se lo perdería si no estuviera prestando extrema atención. Pero él prestaba atención.

Y había valido la pena. Se recreó contemplando el séptimo cuadro. Aunque era el último de la serie, lo había pintado el primero. Se acercó al caballete mientras la energía liberada de Warren aún hacía vibrar cada uno de sus nervios y el perfecto grito final resonaba todavía en sus oídos.

Lo había visto en los ojos de Warren; era algo indefinible que solo él había descubierto en el instante de la muerte. Consiguió captarlo por primera vez con La muerte de Claire, hacía más de un año. ¿De verdad había pasado tanto tiempo? El tiempo volaba cuando uno se divertía, y por fin se estaba divirtiendo. Llevaba toda la vida persiguiendo ese algo indefinible. Pues bien, ya lo había encontrado.

«Un genio.» Así era como lo había llamado Jager Van Zandt. Con Claire consiguió atraer por primera vez la atención del magnate de los videojuegos, y aunque personalmente consideraba que sus series de Zachary y Jared eran mejores, Claire seguía siendo la favorita de VZ.

Claro que Van Zandt nunca había visto sus cuadros, solo las imágenes animadas por ordenador con las que había transformado a Claire en Clothilde, una prostituta de la Francia de Vichy en la Segunda Guerra Mundial estrangulada hasta la muerte por un soldado a quien ella había traicionado. El tráiler, que hacía las delicias del público siempre que se exhibía, se había convertido en la principal atracción de Tras las líneas enemigas, la última aventura de Van Zandt en la industria del ocio.

Casi todo el mundo consideraba que aquello eran simples videojuegos. Pero a Van Zandt le gustaba pensar que estaba construyendo un imperio del ocio. Antes de Tras las líneas enemigas, el imperio de VZ solo existía en sus sueños. Pero sus sueños se habían hecho realidad: Tras las líneas enemigas había volado de las estanterías de las tiendas y se había convertido en un éxito rotundo gracias a Clothilde y al resto de sus personajes de animación. «Gracias a mi arte.»

Van Zandt, que también se había dado cuenta de ello, había elegido a Clothilde, captada en el momento de su muerte, para ilustrar el estuche de Tras las líneas enemigas. Siempre se le aceleraba el pulso al contemplarlo, al saber que las manos que oprimían la garganta de «Clothilde» eran las suyas.