Pfeiffer pareció incomodarse.
– No, no tenía novio.
– Ah, ya. ¿Tenía novia?
La incomodidad de Pfeiffer aumentó.
– No la conocía tanto, detective. Pero sé que solía participar en marchas reivindicativas. Lo mencionaba muchas veces cuando venía a las revisiones. Sinceramente, creo que lo hacía para provocarme.
– Bien, pero ¿qué me dice de su estado de ánimo?
Pfeiffer extendió los dedos bajo su barbilla.
– Siempre andaba nerviosa por el dinero. Le preocupaba no poder pagar el nuevo microprocesador.
– No lo entiendo. Pensaba que formaba parte de su estudio y que ya llevaba el nuevo microprocesador.
– Sí, pero al terminar el estudio tenía que comprarlo. El fabricante los ofrece a precio de coste, pero aun así era más de lo que Claire podía pagar. Eso le preocupaba mucho. -Su expresión se tornó muy triste-. Pensaba que con el nuevo microprocesador se defendería mejor en los juegos paralímpicos.
Vito se puso en pie.
– Gracias, doctor. Me ha ayudado muchísimo.
– Cuando descubra quién lo hizo, ¿me lo dirá?
– Sí, se lo diré.
– Muy bien. -El doctor se puso en pie y abrió la puerta del consultorio-. ¿Stacy? -La recepcionista se acercó rápidamente-. Stacy, el detective ha venido para hablar de Claire Reynolds.
Los ojos de Stacy se abrieron como platos al asociar el nombre con la persona.
– ¿De Claire? Pero… -Se apoyó en la puerta y dejó caer los hombros-. Oh, no.
– ¿Conocía bien a la señorita Reynolds, señorita Savard?
– Bien, bien, no. -Miró a Vito, sorprendida y disgustada-. Charlaba con ella cuando venía a la consulta. La felicitaba siempre que ganaba una carrera o alguna prueba. Siempre estaba animada. -Los ojos de Stacy se llenaron de lágrimas-. Claire era muy agradable. ¿Quién habrá querido hacerle daño?
– Eso es lo que tengo que descubrir. ¿Doctor? -Vito miró la carpeta que el hombre llevaba en la mano.
El doctor sacudió la cabeza.
– Ah, sí. Stacy, hazle al detective Ciccotelli una copia de la carta que recibimos del doctor Gaspar.
– De hecho, necesito el original.
Pfeiffer pestañeó.
– Claro, no había caído. Stacy, guarda la copia en nuestro archivo y ayuda al detective con todo lo que esté en nuestra mano.
15
Miércoles, 17 de enero, 11:10 horas
– ¡Adiós!
La clase de niños de ocho años se despidió con la mano al dirigirse a la puerta.
– Ha sido maravilloso -le dijo agradecida la profesora a Sophie y Ted Tercero-. Los niños suelen estar irritables y aburrirse en los museos, pero ustedes han hecho que la visita fuera divertida gracias a los disfraces y la representación. El hacha, ¡y el pelo! Todo parece real.
Sophie arregló el hacha que se había colocado sobre el hombro después de blandirla durante la visita de la reina vikinga. A los niños casi se les salían los ojos de las órbitas.
– El pelo es real -explicó sonriente-. El resto es… teatro. Nuestro objetivo es hacer revivir la historia.
– Pueden estar seguros de que se lo contaré a todos los profesores.
– Y usted puede estar segura de que agradecemos su colaboración -respondió Sophie en tono afectuoso.
Ted la miró con gesto de advertencia.
– Tendría que ver a Juana de Arco. A mi parecer es incluso mejor.
– Lo dice para hacerme la pelota, porque la armadura pesa muchísimo. Por favor, vuelvan otro día.
– ¿Qué te pasa hoy? Has sido amable con las visitas -observó Ted cuando la profesora se hubo marchado.
Sophie hizo una mueca.
– Me esperaba ese comentario. Lo que ocurre es que ayer por fin vi las cosas claras, Ted. Estás llevando a cabo una estupenda labor en el museo y últimamente yo no he sido demasiado amable contigo.
Él la miró con las cejas arqueadas.
– Yo creía que formaba parte del espectáculo -dijo con ironía-. ¿De verdad querías partirme en dos con el hacha?
Sophie ahogó una risita.
– Solo a veces. -Se puso seria-. Lo siento, Ted.
– Nos alegramos mucho cuando aceptaste el puesto, Sophie -dijo Ted, también en serio-. Sientes una gran admiración por el trabajo de mi abuelo. Ya sé que no me crees, pero yo también me siento orgulloso de él.
– Sí, Ted; sí que te creo. Esa es una de las cosas que comprendí ayer.
Él miró a través del cristal y vio cómo el último niño se subía a un autobús amarillo.
– No sabía que hablabas noruego. No es ninguno de los idiomas que aparecen en tu currículum.
Sophie se dio cuenta de que esa sería la única respuesta de Ted a su comentario y le siguió la corriente.
– No sé noruego. Pero ellos tampoco. -Se echó a reír-. Solo sé palabrotas porque mi abuela las decía. Me parece que es todo cuanto aprendió de mi abuelo.
Ted abrió los ojos como platos.
– ¿Les has dicho palabrotas a los niños?
– No, por Dios. -El simple hecho de que se le hubiera pasado por la cabeza la ofendía-. Hablo un poco de danés y otro poco de holandés. El resto era inventado, como el cocinero sueco de los Teleñecos. -Esbozó una sonrisa-. Bork-bork-bork.
Ted la miró aliviado y conmovido a la vez.
– Estás hecha toda una actriz, Sophie Johannsen. -Se dispuso a marcharse-. No te olvides de que al mediodía te toca hacer de Juana.
– La armadura pesa demasiado -le gritó a la espalda, pero con mucho menos rencor que antes. Se dirigió al baño para retirarse el maquillaje antes de que le produjera urticaria. No quería que Vito la viera así por la noche.
Sintió un escalofrío a pesar de las gotas de sudor que le corrían por la espalda debido al grueso traje. Vito había sido fiel a su palabra la noche anterior, y más de una vez. Existía una gran diferencia entre hacer el amor y follar como animales y se imaginaba que aún sería mejor si de verdad llegaba a estar enamorada. Pensó en preguntárselo a su tío Harry, pero luego se echó a reír al imaginarse su cara de horror.
– Perdone, señorita.
Todavía sonriente, Sophie acudió junto al anciano que, apoyándose en su bastón, había estado examinando las fotografías de Ted Primero en el vestíbulo.
– ¿Qué desea, señor?
– He oído parte de la visita guiada. Me ha parecido fascinante. ¿También ofrece visitas privadas?
Algo en la mirada del hombre inquietó a Sophie. «Será viejo verde. Quiere ligar conmigo.» Entornó los ojos y aferró con fuerza el mango del hacha.
– ¿Cómo de privadas?
El hombre pareció desconcertado y luego escandalizado.
– No, no, por Dios. Vivo en un hogar de ancianos donde suele haber pocas diversiones, así que me he adjudicado la responsabilidad de organizar actividades socioculturales. Me preguntaba si podría contratar una visita.
Sophie rió aliviada y avergonzada a la vez.
– Claro, estaré encantada de ayudarlo. Sé lo mucho que se aburre mi abuela sin nada que hacer en todo el día.
– Su abuela está invitada a unirse a nosotros.
La sonrisa de Sophie se desvaneció.
– Gracias, no puede ser. No se encuentra en condiciones de visitar ningún museo. Hable con la chica del mostrador para reservar día y hora.
Él frunció el entrecejo.
– ¿La de negro? Parece un poco peligrosa.
– Los miércoles Patty Ann va de gótica. Es su particular homenaje a Miércoles Adams. En realidad es una chica muy agradable. Estará encantada de ayudarle a concretar el día de la representación. Ahora, si me disculpa, tengo que desmaquillarme la cara o me quedará tan hinchada como la de Pugsly.
La observó marcharse, fijándose en cada uno de sus ágiles pasos. Hacía meses que la conocía, pero no la había visto de verdad hasta ese día. Ni siquiera sospechaba el magnetismo que poseía hasta ver lo que acababa de ver: a una rubia de más de un metro ochenta blandiendo un hacha enastada sobre su cabeza con los ojos verdes centelleándole como los de una mítica valkiria. Había mantenido en vilo al grupo de niños y a sus profesores durante más de una hora.