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Vito anotó el nombre de la chica en su cuaderno.

– Así que la novia de su hijo les caía bien.

Los ojos de la señora Sanders se llenaron de lágrimas.

– Nos sigue cayendo bien. Jill habría sido una nuera fantástica, y aunque cuando rompieron lo sentimos mucho, sabemos que para ella fue lo mejor. Gregory la estaba hundiendo.

– Se lo dimos todo, pero él siempre quería más. -Sid cerró los ojos-. Al final se ha quedado sin nada.

Miércoles, 17 de enero, 15:25 horas

Nick se quedó plantado en mitad de la sala de estar de Jill Ellis, contemplando el destrozo.

– Parece que haya pasado un huracán.

Vito se guardó el teléfono en el bolsillo.

– Jen enviará a un equipo de la científica. -Miró al casero, que les había abierto la puerta con la llave maestra-. ¿Ha visto a la señorita Ellis recientemente?

– La última vez fue la semana pasada. Siempre tenía la casa como los chorros del oro. Esto no pinta nada bien, detective.

– ¿Podría mostrarnos su contrato de alquiler? -le pidió Nick-. A lo mejor allí consta algún teléfono al que llamarla.

– Claro. En diez minutos estaré de vuelta. -Se detuvo en la puerta con la mirada llena de irritación-. Habrá sido el inútil de su novio, el niño rico.

Vito lo miró a los ojos.

– ¿Se refiere a Gregory Sanders?

El casero se echó a reír en tono burlón.

– Sí. Un rico echado a perder. Jill era muy trabajadora y una vez ya lo puso de patitas en la calle. Pero él volvió y le suplicó que le diera otra oportunidad. Yo le aconsejé que lo mandara a hacer puñetas, pero a ella le daba lástima.

– Ha dicho que «era» trabajadora. ¿Cree que le han hecho daño?

El hombre vaciló.

– ¿Usted no?

Vito escrutó el rostro del hombre.

– ¿Qué es lo que sabe, señor?

– Ayer vi a unos tipos salir del piso, sobre las tres. Yo había salido a echar arena higiénica de los gatos en la acera. No quería que alguien se resbalara por culpa del hielo y me demandara.

– Háblenos de esos tipos -le instó Nick con suavidad, y el casero suspiró.

– Eran dos. Entraron en un coche tuneado por todas partes: luces de neón, sistema hidráulico, amortiguadores… Me dispuse a subir para comprobar que Jill estuviera bien pero en ese momento recibí una llamada de la señora Coburn, la vecina del sexto B. Es mayor, se había caído y se había hecho daño en la cadera. Cuando regresé a casa después de llevarla a urgencias, ya era tarde. -Apartó la mirada-. Me olvidé de Jill.

– Parece que cuida mucho a los inquilinos -comentó Vito con amabilidad.

Los ojos del casero denotaban un gran sentimiento de culpa.

– No todo lo que debería. Les traeré el contrato.

Cuando el casero se hubo marchado, Nick se sentó frente al ordenador de Jill Ellis.

– El día cada vez pinta mejor. -Accionó el ratón-. Está más limpio que una patena.

– No esperaba otra cosa. Parece que ayer por la tarde recibió una llamada, la luz del contestador automático está parpadeando. -Vito puso el aparato en marcha y frunció el entrecejo-. Ven aquí, Nick.

Nick ya se disponía a entrar en el dormitorio de la joven pero se dio media vuelta.

– ¿Qué hay?

– No lo sé. -Vito rebobinó la cinta, subió al máximo el volumen del contestador y volvió a ponerlo en marcha-. Es la voz de un hombre, pero no se oye bien.

– Parecía una especie de gruñido. -Nick volvió a rebobinar la cinta, pero esta vez pegó la oreja al altavoz antes de accionar el aparato-. Dice algo así como «cosas verdaderamente terribles».

– ¿Como qué?

Nick levantó la vista.

– Es lo que dice. -Volvió a pegar la oreja al altavoz-. El gruñido… «Grita cuanto quieras. Nadie puede oírte y nadie te salvará. Los he matado a todos.»

Nick se irguió de golpe con expresión sombría en el mismo momento en que la voz empezaba a distinguirse mejor. Los dos se quedaron mirando el contestador, y entonces lo oyeron.

La voz era despectiva pero refinada. Y sin duda el acento era del sur.

«Todos creyeron sufrir, pero su sufrimiento no fue nada comparado con lo que voy a hacer contigo.»

Hubo un silencio seguido de algunas palabras mal articuladas. Costaba entenderlas, pero el tono era claro. El otro hombre estaba frenético, aterrorizado.

«No, por favor, no. Lo siento. Haré cualquier cosa. Pero… Dios, mío. No.»

Se oyó otro gemido y una carcajada seguida de un ruido como de arrastre, y entonces la voz sureña se apagó.

Nick volvió a pegar la oreja al altavoz.

«Vamos a dar una vuelta en lo que yo llamo la máquina del tiempo, señor Sanders. Ahora verá qué les ocurre a los ladrones.»

Nick levantó la cabeza. Estaba igual de estupefacto que Vito.

– Hemos conocido a E. Munch.

Miércoles, 17 de enero, 15:00 horas

Daniel Vartanian se había detenido para comprarse un sándwich de ternera con queso. Probablemente sería lo mejor que hiciera en todo el día, porque con la búsqueda no tenía éxito. Se había fijado en que la gente del lugar tomaba los sándwiches con Cheez Whiz, la salsa de queso. Estaba riquísimo y bien calentito, lo cual era de agradecer porque estaba muerto de hambre y de frío.

No creía haber pasado nunca tanto frío. No sabía cómo se las había arreglado Susannah para adaptarse al clima del norte, pero la cuestión era que lo había hecho. Hacía años que no hablaban, pero él había seguido su trayectoria profesional. A su hermana le esperaba un brillante futuro en la oficina del fiscal de Nueva York. Sonrió con tristeza. Los dos juntos personificaban las fuerzas del orden, no costaba mucho imaginarse por qué.

«Sé lo que hizo tu hijo.» Daniel había consagrado su vida a tratar de compensar lo que el hijo de Arthur Vartanian había hecho y lo que el propio Arthur había dejado de hacer. Igual que Susannah. Su madre se encontraba entre la espada y la pared y había acabado por tomar la decisión equivocada.

Sonó su móvil. Era Chase Wharton, su jefe. Seguro que quería saber qué tal iban las cosas. Sería sincero; no del todo pero bastante.

– Hola, Chase.

– Hola. ¿Los has encontrado?

– Qué va. En Filadelfia hay muchísimos hoteles.

– ¿Filadelfia? Creía que estabas en el Gran Cañón.

– Examinando el ordenador de mi padre descubrí que habían estado buscando oncólogos en Filadelfia y me imaginé que habrían decidido emprender el viaje desde aquí.

– Tu hermana vive a pocas horas -observó Chase en tono quedo.

– Ya lo sé. -Y también sabía lo que Chase insinuaba-. Sí, estaban a solo dos horas tanto de su casa como de la mía y no se dejaron caer por ninguna de las dos. Como tú mismo dijiste, mi familia es un asco.

– ¿No hay indicios de ningún asunto feo?

«Sé lo que hizo tu hijo.»

– No, Chase. No he encontrado indicios de ningún asunto feo. Si llego a descubrir algo así, ten por seguro que me personaré en la comisaría de Filadelfia en menos que canta un gallo.

– Muy bien. Ten cuidado, Daniel.

– Lo tendré.

Daniel colgó el teléfono, descontento consigo mismo y con la situación en general. Posiblemente descontento con su vida entera. Envolvió el sándwich y lo tiró a la papelera; había perdido el apetito. Nunca le había mentido a Chase, nunca le había mentido a ninguno de sus jefes. «Sé lo que hizo tu hijo.» Solo les había ocultado parte de la verdad.

Si encontraba a sus padres… vivos… Bueno, en ese caso no tendría que hacerlo por primera vez. Puso el coche en marcha y se dirigió al siguiente hotel.

Nueva York,

miércoles, 17 de enero, 15:30 horas

Derek Harrington se detuvo al pie de la escalera que conducía a su piso en un edificio sin ascensor. Tenía el ánimo por los suelos. Había disfrutado de una vida plena, con un trabajo que le apasionaba, una esposa a quien adoraba y una hija que lo miraba con orgullo. En cambio ahora ni él mismo era capaz de mirarse a la cara. Ese mismo día había caído un poco más bajo. Había pasado por delante de la comisaría cinco veces sin atreverse a entrar. Su contrato laboral contemplaba una indemnización en caso de que un día dejara la compañía por voluntad propia, y con esa indemnización podría pagar los estudios de su hija. Su silencio serviría para asegurarle un futuro.