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– Es un testigo -explicó Vito-. Dile que no corre peligro.

– Muy bien. -Se acercó al hombre y enseguida reparó en sus manos. «Oh, no.» Aun así esbozó una respetuosa sonrisa al mismo tiempo que se preparaba mentalmente para hablar en ruso-. Hola. Soy Sophie Alexandrovna Johannsen. ¿Cómo está?

El hombre miró a Barbara, quien le dirigió una sonrisa de aliento.

– Todo va bien -dijo.

– ¿Tiene un despacho con un sofá o algún espacio que no parezca una sala de interrogatorios? -le preguntó Sophie a la bibliotecaria.

– Marcy, ocúpate del mostrador un rato. Por aquí.

Los condujo hacia la parte trasera del edificio.

Cuando los cuatro estuvieron en el despacho de Barbara, Sophie volvió a cambiar al ruso.

– Vamos a sentarnos -propuso-. No sé usted, pero yo he tenido un día muy ajetreado.

– Yo también. Este es mi segundo empleo. Cuando salga de aquí, empezaré con el tercero.

Hablaba un ruso de alto nivel. Aquel hombre era muy culto. Sophie se preguntaba qué le habría ocurrido para que tuviera que sustentarse con tres empleos de poca categoría.

– Trabaja mucho -dijo, cuidando más su vocabulario-. Claro que el trabajo fortalece el espíritu.

– Fortalece mucho el espíritu, Sophie Alexandrovna. Yo soy Yuri Petrovich Chertov. Dígale al detective que formule sus preguntas. Trataré de responderlas lo mejor que pueda.

– Pregúntale si conocía a Claire Reynolds -dijo Vito cuando Sophie le indicó que empezara.

El hombre asintió con la mirada ensombrecida.

– Claire no era una buena persona.

Sophie transmitió la respuesta y Vito asintió.

– Pregúntale por qué no.

Yuri frunció el entrecejo.

– Le faltaba al respeto a Barbara.

– ¿Y a usted también, Yuri Petrovich? -preguntó Sophie, y su mirada se ensombreció más.

– Sí, pero yo no era su jefe. Barbara es muy atenta, muy leal. Muchas veces Claire abusaba de su confianza. Una vez le vi tomar dinero del bolso de Barbara. Cuando se dio cuenta de que yo la había descubierto, me amenazó con denunciar el robo a la policía y culparme a mí.

Cuando Sophie tradujo eso, Barbara se quedó boquiabierta.

– ¿Cómo se las arregló para amenazarle y por qué tenía usted miedo? -preguntó Vito-. Barbara dice que su situación aquí es legal.

Sophie tradujo la pregunta de Vito; la estupefacción de la bibliotecaria no requería traducción alguna. Yuri se miró las manos.

– Claire siempre llevaba consigo su portátil y utilizó un traductor de internet para hacerme llegar la amenaza. La traducción era mala, pero aun así lo entendí. En cuanto a lo de por qué tengo miedo de la policía… -Se encogió de hombros-. No quiero correr riesgos. -Cuando Sophie hubo terminado, Yuri miró a Barbara con tristeza-. Lo siento, señorita Barbara -dijo en inglés.

Barbara sonrió.

– No te preocupes. No podía ser mucho dinero, no lo eché de menos.

– Porque yo lo repuse -explicó Yuri cuando Sophie le tradujo las palabras de Barbara.

A la mujer se le humedecieron los ojos.

– Oh, Yuri. No deberías haberlo hecho.

El gesto también conmovió a Vito.

– Pregúntale por el hombre con quien habló.

Sophie lo hizo.

– Tenía más o menos mi misma edad -respondió Yuri-. Cincuenta y dos años.

Sophie abrió los ojos como platos antes de poder contenerse. «Cincuenta y dos años.» Parecía tan mayor como Anna, y ella tenía casi ochenta. Sophie se sonrojó cuando el hombre arqueó las cejas. Bajó los ojos al suelo.

– Lo siento mucho, Yuri Petrovich. No pretendía ser maleducada.

– No se preocupe, sé que parezco mucho mayor. El hombre a quien buscan mide casi dos metros y debe de pesar cien kilos. Tiene el pelo gris, grueso y ondulado. Parecía muy saludable.

Sophie miró a Vito.

– Casi dos metros de altura y unos cien kilos de peso. Pelo gris, grueso y ondulado. Y… saludable. -Se volvió hacia Yuri llena de curiosidad-. ¿Por qué le pareció saludable?

– Porque a su esposa se la veía enfermiza. Prácticamente moribunda.

A Vito le centellearon los ojos al recibir esa información. Sacó de su carpeta dos dibujos. Sophie recordó que Tino, el hermano de Vito, había hecho algunos retratos de las víctimas y supo que las caras que estaba mirando eran de dos de ellas.

– ¿Son estas las personas a quienes vio? -preguntó Vito.

Yuri asió torpemente los dibujos con sus deformadas manos.

– Sí. La mujer llevaba el pelo distinto, más largo y más oscuro, pero las facciones son muy parecidas.

– Pregúntale cuándo vinieron, qué dijeron y si le dieron sus nombres.

– Vinieron antes de Acción de Gracias -explicó Yuri cuando Sophie le tradujo las preguntas. Sonrió con ironía-. Dijeron muchas cosas, pero yo entendí muy pocas. Solo habló el hombre; la mujer estuvo todo el rato sentada. Me preguntó por Claire Reynolds, si la había visto, si la conocía. Tenía un acento peculiar, cómo lo llaman… -Dijo una palabra que Sophie no conocía.

– Espere. -Sacó el diccionario de ruso de la mochila. Encontró la palabra y miró a Yuri perpleja-. ¿Tenía un acento «peligroso»?

– No, peligroso no. -Yuri exhaló un suspiro de frustración-. Arrastraba las palabras, como… Daisy Duke.

Sophie pestañeó, y enseguida se echó a reír.

– Ah, azaroso, de Hazzard. Hablaba como la familia Duke de Hazzard, de Dos chalados y muchas curvas.

Yuri asintió con ojos chispeantes.

– He visto la película. Pero usted es mucho más guapa que esa tal Jessica Simpson.

Sophie sonrió.

– Es muy amable. -Miró a Vito-. Eran del sur.

– ¿Le dijeron cómo se llamaban?

Yuri frunció el entrecejo.

– Sí. Se llamaban algo así como D'Artagnan de Los tres mosqueteros pero con «V». El hombre era Arthur… Vartanian, de Georgia. Me acuerdo muy bien porque yo también soy de Georgia. -Arqueó las cejas con gesto irónico-. El mundo es un pañuelo, ¿eh?

Una de las comisuras de los labios de Vito se curvó mientras anotaba su nombre y que procedía del estado de Georgia. La Georgia de Yuri estaba, por supuesto, en la otra mitad del mundo, tanto desde el punto de vista geográfico como desde el cultural.

– Ya lo creo que el mundo es un pañuelo -le respondió Sophie a Yuri-. Perdone mi falta de delicadeza, pero ¿podría, por favor, decirme qué hacía en Georgia?

– Era cirujano de profesión. Pero en el fondo era un patriota, y eso me costó pasar veinte años en Novosibirsk. Cuando me liberaron vine a Estados Unidos gracias al apoyo de personas como Barbara. -Alzó sus deformadas manos-. Pagué un precio muy alto por la libertad.

A Sophie se le formó un nudo en la garganta y sintió que se había quedado sin palabras. Novosibirsk alojaba varias prisiones siberianas. No podía ni imaginarse lo que habría tenido que soportar aquel hombre.

Él observó su aflicción y le dio una tímida palmadita en la rodilla.

– ¿Y usted, Sophie Alexandrovna, a qué se dedica para tener tal dominio de mi idioma?

«Soy arqueóloga, historiadora y políglota.» Sin embargo, no le salió decir ninguna de esas cosas porque a su mente acudieron de pronto los rostros embelesados de los niños a quienes enseñaba historia medieval gracias a las visitas guiadas de Ted. La historia de aquel hombre era igual de importante. «Ni de lejos -pensó mirando sus manos-, lo es incluso más.»

– Trabajo en un museo. Es pequeño, pero tenemos mucho público. Intentamos hacer revivir la historia. ¿Le gustaría venir y explicarle sus experiencias a la gente?

Él le sonrió.

– Sí que me gustaría. Ahora parece que el detective tiene ganas de marcharse.

Sophie lo besó en ambas mejillas.

– Cuídese, Yuri Petrovich.

Vito estrechó la mano a Yuri con suavidad.