La llave de Daniel tampoco encajaba en la cerradura. Claro que, con el tiempo que había pasado, aquello no debía ser motivo de alarma.
– ¿Cuándo los viste por última vez?
– En noviembre. Unas dos semanas antes de Acción de Gracias. Tu madre iba camino de Angie's y tu padre estaba en el juzgado.
– O sea que era miércoles -observó Daniel, y Frank asintió. Angie's era el salón de belleza donde su madre tenía cita todos los miércoles sin excepción, desde antes de que él naciera-. ¿Y qué hacía mi padre en el juzgado?
– A tu padre le costaba hacerse a la idea de que estaba retirado. Echaba de menos el trabajo, y a la gente.
«Lo que Arthur Vartanian echaba de menos era el poder que le otorgaba ser juez del tribunal superior de una pequeña localidad de Georgia», se dijo Daniel, pero se guardó el pensamiento para sí.
– Decías que la enfermera de mi madre te llamó.
– Sí. Entonces me di cuenta del tiempo que hacía que no veía a ninguno de los dos. -Frank suspiró-. Lo siento, hijo. Supuse que por lo menos os lo habría contado a Susannah y a ti.
Le había costado aceptar que su madre ocultara algo así a sus propios hijos. Tenía cáncer de mama. La habían operado y le habían administrado quimioterapia, pero no les había dicho ni una palabra.
– Ya, bueno, la verdad es que hace tiempo que las cosas no van bien entre nosotros.
– Tu madre se saltó varias visitas, a la enfermera le extrañó y me telefoneó. Les seguí la pista y me enteré de que en diciembre tu madre había cancelado sus citas en la peluquería y le había dicho a Angie que tu padre y ella irían a Memphis a visitar a tu abuela.
– Pero no fueron.
– No. Según tu abuela, tu madre le contó que pasarían las vacaciones con tu hermana, pero cuando llamé a Susannah me dijo que hacía más de un año que no sabía nada de tus padres. Por eso te llamé a ti.
– Son demasiadas mentiras, Frank -opinó Daniel-. Entremos.
Rompió de un codazo el cristal lateral de la puerta de entrada, introdujo la mano y descorrió el pestillo. En la casa reinaba un silencio sepulcral y olía a cerrado.
Traspasar el umbral lo hizo retroceder en el tiempo. Daniel recordó a su padre al pie de la escalera, con los nudillos pelados y ensangrentados. Su madre se encontraba al lado de su padre y las lágrimas le rodaban por las mejillas. Susannah se mantenía algo apartada, y su rostro traslucía una súplica desesperada para que Daniel abandonara aquel enfrentamiento que ella no comprendía. A Susannah las cosas le resultarían más fáciles si desconocía la verdad, por eso nunca se la había contado.
Él se marchó con intención de no regresar. Claro que una cosa eran las intenciones…
– Ve tú arriba, Frank. Yo me encargaré de esta planta y del sótano.
El primer vistazo le confirmó a Daniel que sus padres habían salido de viaje. La llave del agua estaba cerrada y habían desenchufado todos los electrodomésticos. Recordó el miedo que su madre tenía de que la tostadora pudiera ocasionar un incendio.
Recorrió la planta baja y descendió al sótano con el corazón acelerado. Las imágenes de los cadáveres que había descubierto durante los años pasados en el cuerpo de policía le bombardeaban la mente. Sin embargo, allí no olía a muerto y el sótano parecía tan ordenado como siempre. Subió la escalera y encontró a Frank aguardando en el recibidor, frente a la puerta de entrada.
– Se han llevado mucha ropa -observó Frank-. Y las maletas no están.
– Esto no tiene ningún sentido. -Daniel volvió a entrar en todas las habitaciones y se detuvo en el despacho de su padre-. Fue juez durante veinte años, Frank. Tenía enemigos.
– Ya he pensado en eso. Le he pedido a Wanda que consiga un listado de sus antiguos casos.
Sorprendido y reconfortado, Daniel le dirigió a Frank una sonrisa llena de desánimo.
– Gracias.
Frank se encogió de hombros.
– A Wanda le irá bien hacer horas extras. Vamos, Daniel, cenemos algo por el centro y pensaremos qué más podemos hacer.
– Enseguida. Deja que eche un vistazo a su escritorio.
Tiró de un cajón y se sorprendió de que este se abriera sin más. Dentro había varios folletos del Gran Cañón. Se le formó un nudo en la garganta. Su madre siempre había deseado visitar el Gran Cañón, pero su padre siempre estaba demasiado ocupado y nunca habían llegado a ir. Parecía que por fin había encontrado el momento.
De pronto, la evidencia de que su madre estaba enferma de cáncer lo azotó, convirtiéndose en mucho más que el secreto que le había ocultado. «Mi madre se está muriendo.» Carraspeó con fuerza.
– Mira, Frank. -Sacó los folletos y los esparció sobre el cartapacio.
– El Gran Cañón, el lago Tahoe, el Monte Rushmore… -Frank suspiró-. Parece que por fin tu padre la ha llevado a hacer el viaje que durante tantos años le prometió.
– Pero ¿por qué no lo dijeron y ya está? ¿Por qué tantas mentiras?
Frank le estrechó el hombro.
– Supongo que tu madre no quiere que nadie sepa que está enferma. Para Carol es una cuestión de orgullo. Deja que conserve su dignidad. Vayamos a cenar a algún sitio.
Con el corazón lleno de pesar, Daniel se disponía a levantarse cuando oyó un ruido.
– ¿Qué ha sido eso?
– ¿El qué? -preguntó Frank-. Yo no he oído nada.
Daniel prestó atención y volvió a oírlo: un chirrido estridente.
– Es su ordenador.
– Es imposible, está apagado.
La pantalla estaba oscura, pero cuando Daniel posó la mano sobre el ordenador se quedó sin respiración.
– Está caliente y en marcha. Alguien lo está utilizando en este preciso momento.
Pulsó el botón de la pantalla y juntos vieron cómo aparecía una página de un banco en línea. El cursor se movía con una precisión fantasmagórica sin que ninguno de los dos lo accionara.
– Joder, parece un tablero de la Ouija -masculló Frank.
– Es el sistema de banca en línea de mi padre. Alguien acaba de pagar la hipoteca.
– ¿Será tu padre? -preguntó Frank, con evidente desconcierto.
– No lo sé. -Daniel apretó la mandíbula-. Pero puedes estar seguro de que lo averiguaré.
Filadelfia,
domingo, 14 de enero, 14:15 horas
Vito se quedó mirando la «peculiar figura de mono» con creciente irritación. Llevaba esperando más de media hora y aún no había rastro de la amiga de Katherine. Se sentía decepcionado y tenía frío. Había bajado la ventanilla del coche para respirar aire fresco. El hedor de la desconocida le impregnaba el pelo y las fosas nasales; ni él mismo podía soportarlo.
Había telefoneado a Katherine seis veces, pero no contestaba. Era imposible que no la hubiera visto. Había llegado con tiempo de sobra y la única persona allí presente era una estudiante universitaria sentada en el banco de la parada del autobús, cinco metros detrás de su vehículo.
Era una chica de unos veinte años, con una larga melena rubia que debía de rozarle las nalgas cuando estaba de pie. Llevaba la cabeza cubierta con un pañuelo rojo y junto a las sienes le colgaban sendas trenzas diminutas, mientras que el resto del pelo caía suelto y la cubría como una capa. Llevaba unos enormes aros de oro en las orejas y la mitad de su rostro quedaba oculto tras la montura redonda de sus gafas de sol color morado. Por si todo eso fuera poco, llevaba una vieja chaqueta de camuflaje que le quedaba unas cuatro tallas grande.
«Esta juventud…», pensó Vito, sacudiendo la cabeza. La chica levantó la mirada hacia la calle y volvió a bajarla antes de encoger las piernas y doblarlas bajo la chaqueta, con la gruesa suela de sus botas militares sobre el banco. Debía de estar helada. Al menos él lo estaba, y eso que tenía puesta la calefacción de la camioneta.
Al fin sonó su móvil.