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19

Filadelfia,

jueves, 18 de enero, 17:15 horas

Se la veía igual que siempre, pensó Daniel al observarla cruzar la puerta giratoria de la estación de tren. Menuda y frágil. En su casa los hombres eran corpulentos y las mujeres, bajitas. «Necesitaba tu protección.»

Él creía protegerla, pero era obvio que se había comportado con negligencia. Salió del coche de alquiler y esperó a que ella lo viera. Al hacerlo, ella aminoró la marcha y Daniel, incluso desde la distancia, captó la rigidez de sus hombros.

Rodeó el vehículo y le abrió la puerta del acompañante. Ella se plantó frente a él y alzó la cabeza. Había estado llorando.

– Así que ya lo sabes -musitó él.

– Mi jefe me ha llamado al móvil cuando ya estaba en el tren.

– A mí también me ha llamado mi jefe. A él lo llamó la teniente Liz Sawyer, tengo la dirección de la comisaría donde trabaja. -Suspiró-. He llegado tarde.

– Pero has descubierto algo que puede servir para atrapar a quien lo hizo.

Él se encogió de hombros.

– O para acabar con nosotros dos. Entra.

Él se sentó ante el volante e introdujo la llave en el contacto, pero ella le asió la mano. Tenía los ojos grises muy abiertos y la mirada encendida.

– Dímelo.

Él asintió.

– Muy bien. -Le entregó el sobre que lo había estado aguardando en la oficina de correos y esperó mientras ella extendía el contenido sobre su regazo.

La chica ahogó un grito y luego hojeó cada una de las páginas despacio, con gestos mecánicos.

– Santo Dios. -Entonces lo miró-. ¿Tú sabías algo de esto?

– Sí. -Puso el coche en marcha-. «Sé lo que hizo tu hijo» -citó en voz baja-. Ahora tú también lo sabes.

Jueves, 18 de enero, 17:45 horas

Sophie se plantó en mitad del almacén con los brazos en jarras. Ya había vaciado una docena de cajas de embalaje desde que la teniente Liz Sawyer la llamara por teléfono aquella misma tarde. Al mantenerse ocupada evitaba pensar en que Kyle y Clint estaban muertos.

No cabía duda de que ambos estaban de algún modo vinculados con el asesino. Los habían matado con la misma pistola que a una de las nueve víctimas encontradas por ella misma en aquel terreno.

Esa mañana había sabido que cabía la posibilidad de que el asesino la buscara a ella, y por eso había permitido que un policía armado la acompañara al trabajo. Lo que antes era una posibilidad, ahora era más que probable, pero no dejaba de ser una suposición. Aun así, por mucho que tratara de matizarlo eligiendo muy bien las palabras, el hecho no dejaba de resultar espeluznante, así que había decidido mantenerse ocupada hasta que Liz consiguiera que algún policía quedara libre para acompañarla de nuevo a la comisaría. Donde estaba Vito.

Le deseaba mucha suerte; ese día más que nunca.

– Sophie.

Ella ahogó un grito y se dio media vuelta con la mano sobre el corazón. En la penumbra apareció de nuevo Theo Cuarto. En la mano sostenía un hacha con tanta laxitud como si fuera una pluma. Ella se esforzó por regular la respiración y controlar así el impulso de dar un paso atrás. De echarse a gritar. «Gritos.» Cerró los ojos y consiguió tranquilizarse. Cuando los abrió él todavía la miraba con semblante hierático.

– ¿Qué quieres?

– Mi padre me ha dicho que necesitabas ayuda para abrir cajas. Como no encontraba la palanca que usaste ayer, he traído esto. -Levantó el hacha-. ¿Qué cajas son?

Ella exhaló un suspiro lo más discretamente que pudo. «Haz el favor de calmarte de una vez, Sophie.» Empezaba a ver peligros donde no existían.

– Estas. Me parece que son las de los viajes al sudeste de Asia de Ted Primero. He pensado en montar una exposición sobre la Guerra Fría y el comunismo y me gustaría incluir las piezas de la península de Corea y Vietnam.

Theo Cuarto se acercó a la luz; sus oscuros ojos expresaban regocijo.

– ¿Ted Primero?

A Sophie se le encendieron las mejillas.

– Lo siento, es lo que me sale siempre que pienso en vosotros, los Theodores.

– Creía que querías montar una exposición interactiva. Una excavación.

– Y eso quiero, pero este almacén es lo bastante grande para alojar tres o cuatro exposiciones. Me parece que la de la Guerra Fría calará hondo. Ya sabes, la libertad nunca es incondicional.

Él no dijo nada más; se limitó a destapar las cajas como si fueran de ligero cartón en lugar de pesada madera.

– Ya está -dijo, y se marchó tan en silencio como había aparecido.

Sophie sintió un escalofrío. Ese chico tan pronto estaba ausente como se implicaba al máximo. Pero… ¿hasta qué punto estaba «implicado»? ¿Qué sabía en realidad acerca de Theo y Ted?

Se rió de sí misma.

– Cálmate, Sophie -se dijo en voz alta. De todos modos, era hora de marcharse. Liz le había dicho que su escolta estaría en el museo a las seis, y ya casi era la hora. Cerró con llave el almacén y aguardó en el vestíbulo del museo. La risa la asaltó de nuevo al ver a Jen McFain dirigirse hacia ella con mala cara.

– ¡Buenas noches, Darla! -gritó Sophie, y abrió la puerta para salir-. ¿Tú eres mi guardaespaldas? -preguntó bajando la cabeza para mirar a Jen.

Jen levantó la cabeza para mirarla.

– Pues sí, Xena. ¿Tienes algo que objetar?

Sophie se abrochó la cremallera del abrigo riendo.

– Me parece absurdo. En todo caso seré yo quien te proteja.

Jen levantó la solapa de su chaqueta.

– Con una nueve milímetros, uno se crece bastante, Xena.

– Deja de llamarme así -replicó Sophie al disponerse a entrar en el coche de Jen. Aguardó a que ella se acomodara en su asiento y se abrochara el cinturón de seguridad-. Con «su majestad» bastará.

Jen soltó una carcajada.

– Pues entonces, en marcha, su majestad. La espera su príncipe azul.

Sophie no pudo ocultar la sonrisa que le iluminó el rostro por completo.

– ¿Vito está de vuelta?

La sonrisa de Jen se desvaneció.

– Sí, ya han vuelto.

– ¿Qué ocurre?

– Los dos hombres a quienes querían ver han desaparecido. Pero han identificado a otro de los cadáveres. Y… -Jen exhaló un suspiro- han encontrado a una persona que dice poder identificar al cabrón que ha hecho todo esto.

Jueves, 18 de enero, 18:25 horas

– Tino. -Vito asió a su hermano por el brazo en un breve gesto de agradecimiento-. Muchas gracias de nuevo.

– No hay de qué. ¿Os ha servido de algo el retrato del anciano del bar?

Vito negó con la cabeza.

– Ni siquiera lo he visto todavía. Nick y yo acabamos de regresar de Nueva York, hace un cuarto de hora que hemos llegado.

– Aquí tienes otro. Después de marcharme, he estado un rato trabajando en casa y he sombreado el dibujo. Este retrato es mejor que el que he hecho deprisa y corriendo esta mañana para la teniente.

Vito miró el rostro del hombre que se había citado con Greg Sanders el martes por la tarde.

– Pues sí que es viejo. Si incluso está encorvado. Cuesta creer que haya sido él.

– La camarera dice haber visto a un hombre así, aunque ya sabes lo poco precisos que son los testigos oculares.

– Sí, pero ojalá esta vez tenga razón. De todos modos, puede que yo tenga algo mejor. Nos ha acompañado un neoyorkino que conoce al dibujante que diseñó las intros de Tras las líneas enemigas. Está esperando en la sala de reuniones. Me gustaría que…

Tino sonrió.

– ¿Que hable yo con él primero?

Vito guió a su hermano hasta la sala de reuniones en la que Nick aguardaba junto a Tony England.

– Tony, este es mi hermano Tino. Es dibujante.

– Yo también soy dibujante -soltó Tony, frustrado-. Pero no soy capaz de plasmar más que eso. -Señaló un papel sobre la mesa-. Tengo el cerebro paralizado, o yo qué sé.