Dios, he olvidado una parte de historia significativa. En la primavera de 1968 tuvimos los disturbios en Columbia, cuando los estudiantes radicales ocuparon la ciudad universitaria (¡Kirk debe irse!), las clases fueron suspendidas (¡Ciérrenla!), los exámenes finales fueron aplazados y hubo altercados nocturnos con la policía, en los que varios cráneos universitarios fueron abiertos y mucha sangre de alta calidad fue a parar a los desagües. Resulta extraño que haya borrado ese acontecimiento de mi mente, cuando de todas las cosas que enumeré aquí fue la única que viví de cerca. Parado en Broadway y la calle Ciento Dieciséis, observando cómo pelotones de polis de mirada dura corrían a toda velocidad hacia la Biblioteca Butler. (Llamábamos “polis” a los policias antes de comenzar a llamarlos “cerdos”, lo que ocurrió ese mismo año un poco más tarde.) Con la mano en alto haciendo el signo V de la Paz y gritando consignas estúpidas como el que más. Agazapado en el pasillo de Furnald Hall mientras la brigada con porras vestida de azul cometia desmanes. Debatiendo tácticas con un barbudo y andrajoso activista que terminó escupiéndome en la cara y llamándome un apestoso soplón liberal. Observando cómo dulces muchachas de Barnard se desgarraban las blusas y agitaban sus desnudos pechos delante de policías lujuriosos y exasperados, mientras lanzaban feroces epítetos anglosajones que las muchachas de Barnard de mi época remota ni siquiera habían oído pronunciar. Observando cómo un grupo de jóvenes y melenudos estudiantes de Columbia orinaban cual ritual sobre una pila de documentos de investigación robados del fichero de algún desafortunado profesor que preparaba su doctorado. Cuando me di cuenta de que incluso los mejores de nosotros éramos capaces de cometer excesos por la causa del amor, la paz y la igualdad humana, entonces supe que no podía haber esperanza para la humanidad. Durante aquellas oscuras noches miré dentro de las mentes de muchas personas y lo único que encontré fue histeria y locura. En una ocasión, desesperado al darme cuenta de que estaba viviendo en un mundo en el que dos bandos de locos luchaban para obtener el control del manicomio, fui a vomitar a Riverside Park tras unos disturbios especialmente sangrientos y me tomó desprevenido (¡a mí, desprevenido!) un hábil asaltante negro de catorce años que, con una gran sonrisa, me robó 22 dólares.
En 1968 estaba viviendo cerca de Columbia, en una residencia miserable de la calle Ciento Catorce, donde tenía una habitación mediana, además del derecho a usar el cuarto de baño y la cocina, con cucarachas, sin cargo alguno. Era el mismo lugar en el que había vivido durante mis dos últimos años en la Universidad, 1955-56. Por aquel entonces el edificio ya estaba venido a menos, y cuando al cabo de doce años regresé, se había convertido en un lugar repugnante —el patio estaba tapado de agujas hipodérmicas rotas de modo que el patio de otro edificio podía estar cubierto de colillas de cigarrillos—; pero tengo la extraña costumbre, un poco masoquista tal vez de no olvidar momentos de mi pasado, por muy desagradables que hayan sido, y cuando necesité un lugar para vivir elegí ése. Además, era barato —14,50 dólares por semana— y debía estar cerca de la Universidad por el trabajo que estaba realizando, la investigación de un libro sobre Israel. ¿Me siguen todavía? Les estaba contando lo de mi primer viaje con ácido, que en realidad fue el viaje de Toni.
Durante casi siete semanas —unos días de mayo, todo junio y parte de julio— habíamos compartido nuestra ruinosa habitación, los buenos y los malos momentos, en medio de olas de calor, peleas y reconciliaciones. Había sido un tiempo feliz quizá el más feliz de mi vida. La quería y creo que ella también me quería. No he tenido demasiado amor en mi vida. No lo digo para que se compadezcan de mí, es simplemente la serena y objetiva expresión de un hecho. La naturaleza de mi condición disminuye mi capacidad de amar y ser amado. Un hombre en mis circunstancias, completamente expuesto a los pensamientos más íntimos de todos los que lo rodean, en verdad que no va a sentir una gran cantidad de amor. No sabe dar amor porque no confía demasiado en sus semejantes: conoce demasiados secretos sucios, y eso mata sus sentimientos hacia ellos. Incapaz de dar, tampoco puede recibir. Su alma, endurecida por el aislamiento y por no poder entregarse a los demás, se vuelve inaccesible y, por lo tanto, no resulta fácil que otros lo amen. El círculo se cierra y él queda atrapado adentro. Sin embargo, quise a Toni, tuve especial cuidado de no mirar demasiado hondo dentro de ella, y no dudaba de que mi amor era correspondido. De todos modos, ¿qué define el amor? Preferíamos la mutua compañía a la compañía de cualquier otro. Nos excitábamos recíprocamente de todas las formas imaginables. Jamás nos aburríamos. Nuestros cuerpos reflejaban la cercanía de nuestras almas: jamás dejé de tener una erección, a ella jamás le faltó lubricación, el acto sexual nos conducía a ambos al éxtasis. A estas cosas yo las llamaría parámetros del amor.
El viernes de nuestra séptima semana, cuando Toni regresó de la oficina, traía dos cuadraditos de papel secante blanco en el bolso. En el centro de cada cuadrado había una débil mancha azul verdosa. Durante unos instantes observé detenidamente esos cuadraditos sin entender nada.
—Ácido —dijo por fin.
—¿Ácido?
—Ya sabes, LSD. Me los dio Teddy.
Teddy era su jefe, el jefe de redacción. LSD, sí, sabía lo que era. Había leído lo que en 1957 escribió Huxley sobre la mescalina. Estaba fascinado y tentado. Durante años había soñado con vivir una experiencia psicodélica; en una ocasión incluso intenté ofrecerme como voluntario para un programa de investigación sobre el LSD en el Centro Médico de Columbia. No tuve suerte, me presenté demasiado tarde. Luego, cuando la droga se puso de moda, comenzaron a oírse toda clase de espantosas historias sobre suicidios, psicosis y malos viajes. Conociendo mi vulnerabilidad, decidí que lo más prudente era dejar el ácido para otros. No obstante mi curiosidad al respecto persistía. Y ahora esos cuadraditos de papel secante en la palma de la mano de Toni.
—Se supone que es dinamita —me dijo—. Pura totalmente, calidad de laboratorio. Teddy ya viajó con una tira de esta banda y dice que es muy suave, muy pura, nada de velocidad o basuras como ésa. Pensé que mañana podríamos pasar el día viajando y dormir el domingo para reponernos.
—¿Los dos?
—¿Por qué no?
—¿Te parece prudente que ambos estemos fuera de juicio a la vez?
Me miró con extrañeza.
—¿Crees que el ácido lo pone a uno fuera de juicio? —preguntó.
—No lo sé. Oí un montón de historias alarmantes.
—¿Nunca viajaste?
—No —dije—. ¿Tú sí?
—Bueno, no. Pero observé a varios amigos míos mientras lo hacían.
Esto me recordó la vida que había llevado antes de conocernos, y sentí un dolor agudo.
—No pierden el juicio, David. Llegan a una especie de máximo frenesí que dura aproximadamente una hora, en la que las cosas a veces se mezclan un poco, pero básicamente alguien que está viajando permanece allí sentado tan lúcido y sereno como… bueno, Aldous Huxley. ¿Puedes imaginar a Huxley perdiendo el juicio? ¿Farfullando, babeando y destrozando muebles?
—¿Pero qué me dices del tipo que mató a su suegra mientras estaba bajo los efectos del ácido? ¿Y la chica que saltó por una ventana?
Toni se alzó de hombros.
—Eran inestables —dijo con arrogancia—. Quizá lo que realmente buscaban era el asesinato o el suicidio, y el ácido sólo les dio el empujón que necesitaban para hacerlo. Pero eso no quiere decir que ni tú ni yo lo haríamos. O quizá se excedieron en la dosis o el ácido estaba mezclado con alguna otra droga. ¿Quién sabe? Esos son un caso entre un millón. Tengo amigos que han viajado cincuenta, sesenta veces, y jamás tuvieron un problema.