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Parecía impaciente conmigo. Había un tono condescendiente y admonitorio en su voz. La estima que sentía por mí parecía haber disminuido considerablemente debido a mis vacilaciones de solterón; estábamos en los umbrales de una verdadera discusión.

—¿Qué te pasa, David? ¿Te da miedo viajar? —inquirió.

—Cuando no sabemos a dónde nos va a llevar el ácido, creo que no es prudente que ambos viajemos a la vez, eso es todo.

—Viajar juntos es el acto de amor más grande que pueden realizar dos personas —me dijo.

—Pero es un acto peligroso. No sabemos qué ocurrirá. Mira, puedes conseguir más ácido si quieres, ¿verdad?

—Supongo que sí.

—Muy bien. Hagamos las cosas de manera ordenada, paso por paso. No hay prisa. Viaja tú mañana y yo te observaré. Yo viajaré el domingo y tú me observarás. Si a ambos nos gusta lo que el ácido les hace a nuestras cabezas, la próxima vez podemos viajar juntos. ¿De acuerdo, Toni? ¿De acuerdo?

No estaba de acuerdo. Estaba a punto de hablar, de formular un argumento, una objeción; pero también la vi contenerse, echarse atrás, reconsiderar su posición y decidir no hacer de aquello un tema de discusión. Aunque en ningún momento le leí la mente, por los gestos de su cara pude ver con toda claridad y evidencia cuáles eran sus pensamientos.

—De acuerdo —dijo con voz suave—. No vale la pena que discutamos por esto.

El sábado por la mañana se saltó el desayuno (le habían dicho que viajara con el estómago vacío) y, cuando yo terminé el mío, durante un rato permanecimos sentados en la cocina con uno de los cuadrados de papel secante colocado inocentemente sobre la mesa, entre nosotros. Simulamos que no estaba allí. Toni parecía algo tensa; no supe si le molestaba que hubiera insistido en que viajara sola o si, ahora que estaba a punto de hacerlo, le preocupaba la idea de viajar. Apenas hablamos. Llenó un cenicero con un montón deprimente de cigarrillos a medio fumar. De vez en cuando sonreía nerviosamente; también de vez en cuando le tomaba la mano y le sonreía para alentarla. Mientras se desarrollaba esta conmovedora escena, entraron y salieron varios de los inquilinos con los que compartíamos la cocina de la residencia. Primero Eloise, la prostituta negra de piel lustrosa. Luego la señorita Theotokis, la enfermera de rostro ceñudo que trabajaba en el St. Luke’s. El señor Wong, el misterioso chino bajo y regordete que siempre se paseaba en ropa interior. Aitken, el aplicado estudiante de Toledo, y su compañero de cuarto, Donaldson, un drogadicto de aspecto cadavérico. Algunos hicieron un gesto con la cabeza a modo de saludo, pero ninguno dijo nada, ni siquiera “Buenos días”. En este lugar era de lo más correcto comportarse como si los vecinos fueran invisibles. La vieja y maravillosa tradición neoyorquina.

Alrededor de las diez y media de la mañana Toni dijo:

—Tráeme un poco de zumo de naranja, ¿quieres?

Abrí la nevera y saqué un envase que tenia mi nombre y le serví un vaso. Me guiñó un ojo y esbozó una amplia y arrogante sonrisa mostrando los dientes. Arrugó el papel secante, se lo metió en la boca y, con la ayuda del zumo de naranja, se lo tragó.

—¿Cuánto tardará en surtir efecto? —pregunté.

—Hora y media más o menos —dijo.

En realidad, más bien fueron cincuenta minutos. Ya estábamos en nuestra habitación, la puerta cerrada con llave y una melodía débil y chirriante de Bach que salia del tocadiscos portátil. Yo trataba de leer, y lo mismo hacía Toni; no pasábamos las páginas con excesiva rapidez. De pronto, levantó la vista y dijo:

—Estoy empezando a sentirme un poco extraña.

—¿Extraña en qué sentido?

—Mareada. Una ligera sensación de náuseas. Siento un ligero hormigueo en la nuca.

—¿Te traigo algo? ¿Un vaso de agua? ¿Zumo?

—Nada, gracias. Estoy muy bien. De veras.

Una sonrisa, tímida pero auténtica. Aunque parecía sentir algo de aprensión no se la veía en absoluto asustada. Deseaba viajar. Dejé mi libro a un lado y la observé con atención, sintiéndome protector, incluso deseando tener la más mínima oportunidad para serle útil. No quería que tuviera un mal viaje, pero sí que me necesitara.

A través de su sistema nervioso me enviaba información sobre el progreso del ácido. Iba tomando notas hasta que me indicó que el ruido que hacía el lápiz contra el papel la distraía. Los efectos visuales estaban comenzando, veía las paredes algo cóncavas, y las grietas en el revoque estaban adquiriendo una textura y una complejidad extraordinarias. Todo parecía tener un color anormalmente brillante. Los haces de luz que entraban por la sucia ventana eran luminosos trozos del espectro, hechos añicos, derramados sobre el piso. La música (le había puesto unos cuantos de sus discos favoritos en el aparato cambiador) había adquirido una nueva y extraña intensidad; le resultaba difícil seguir la melodía y tenía la impresión de que el plato del tocadiscos se detenía y arrancaba continuamente, pero el sonido mismo, tenía una indescriptible calidad de densidad y tangibilidad que la fascinaba. Sentía también un silbido en el oído, como de aire que soplaba contra sus mejillas. Habló de que la invadía una extraña sensación.

—Estoy en otro planeta —dijo en dos ocasiones.

Se la veía sonrojada, exaltada, feliz. Al recordar los terribles cuentos que había oído sobre descensos al infierno provocados por el ácido, los relatos horripilantes de experiencias desagradables y agotadoras que los diligentes periodistas anónimos del Times y Life narraban para el deleite de millones de lectores, casi me puse a llorar de alivio ante la certeza de que mi Toni saldría de su viaje sin sufrir ningún daño. Había temido lo peor, pero todo estaba saliendo bien. Tenía los ojos cerrados, el rostro sereno y exultante, su respiración era profunda y tranquila. Mi Toni estaba perdida en reinos trascendentales de misterio. Apenas me hablaba, de vez en cuando rompía sus silencios sólo para murmurar algo confuso y ambiguo. Había pasado ya media hora desde que por primera vez mencionó las sensaciones extrañas. Al ser arrastrada cada vez más hondo dentro de su viaje, mi amor por ella también se volvió más profundo. Su capacidad para afrontar la experiencia con el ácido era una prueba de la fortaleza básica de su personalidad, y eso me encantaba. Admiro a las mujeres fuertes y decididas. Ya estaba planeando mi viaje del día siguiente: seleccionando el acompañamiento musical, tratando de imaginar el tipo de distorsiones interesantes de la realidad que experimentaría, deseando comparar mis sensaciones con las de Toni. Estaba lamentando la cobardía que me había privado del placer de viajar con Toni ese día.

Pero, ¿qué es esto? ¿Qué le está pasando a mi cabeza? ¿Por qué esta repentina sensación de asfixia? ¿El fuerte latido en mi pecho? ¿La sequedad en mi garganta? Las paredes se están doblando; el aire parece pesado y sofocante; de repente, mi brazo derecho mide treinta centímetros más que el izquierdo. Estos son efectos que Toni había notado y me había descrito hacía sólo un momento. ¿Por qué los siento yo ahora? Tiemblo. Los músculos saltan espontáneamente en mis muslos. ¿Esto es lo que llaman un viaje de contacto? ¿Sólo por estar tan cerca de Toni mientras viaja; exhala partículas de LSD al respirar, me he drogado accidentalmente debido a alguna contaminación de la atmósfera?

—Mi querido Selig —me dice mi sillón con tono presumido—, ¿cómo puedes ser tan tonto? ¡Es evidente que estás extrayendo estos fenómenos de su mente!

¿Evidente? ¿De veras que es tan evidente? Considero la posibilidad. ¿Estoy leyendo a Toni sin saberlo? Por lo visto así es. En ocasiones pasadas siempre fue preciso hacer algún esfuerzo de concentración, aunque fuera muy leve, para poder enfocar bien lo que veía en otras cabezas. Pero, por lo visto, el ácido intensifica sus emisiones cerebrales y me llegan sin que yo las busque. ¿Qué otra explicación puede haber? Está transmitiendo su viaje y yo, de algún modo, he sintonizado su longitud de onda, a pesar de todas mis nobles resoluciones de respetar su intimidad. Y ahora, las extrañezas del ácido, esparcidas a través de la brecha que nos separa, me infectan también a mí.