¿Debo salir de su mente?
Los efectos del ácido me distraen. Miro a Toni y parece transformada. Un pequeño lunar oscuro en la parte inferior de su mejilla cerca de la comisura de los labios, lanza un torbellino de colores deslumbrantes: rojo, azul, violeta, verde. Sus labios son demasiado carnosos, su boca demasiado ancha. Y todos esos dientes. Hilera sobre hilera, como un tiburón. ¿Cómo es que no me di cuenta antes de esa boca rapaz? Me asusta. Su cuello se alarga; su cuerpo se comprime; sus pechos se mueven como gatos inquietos bajo su suéter rojo que yo tanto conocía y que ahora ha tomado un purpúreo matiz siniestro y amenazador. Miro hacia la ventana para escapar de ella. Los vidrios sucios tienen unas rajaduras que jamás había notado. No cabe la menor duda de que en cualquier momento la ventana explotará, lanzando una lluvia de fragmentos de vidrio ardientes sobre nuestros cuerpos. Parece que hoy el edificio de enfrente está anormalmente bajo amenaza en su forma alterada. El techo también está viniendo hacia mi. Oigo apagados toques de tambor que vienen de arriba —los pasos de mis vecinos, me digo— e imagino caníbales preparando su cena. ¿Esto es viajar? ¿Esto es lo que los jóvenes de nuestra nación han estado anhelando y haciendo voluntariamente para divertirse?
Antes de que las alucinaciones me vuelvan loco, debería cortar con todo esto. Quiero salir.
Bueno, es fácil. Tengo formas de suspender la recepción, de bloquear el flujo. Sólo que esta vez no funcionan. Estoy indefenso ante el poder del ácido. Trato de aislarme de estas extrañas y perturbadoras sensaciones, pero siguen marchando hacia mí. Estoy completamente abierto a todo lo que emana de Toni. Estoy atrapado. Voy cada vez más hondo. Esto es un viaje. Esto es un mal viaje. Esto es un viaje muy malo. ¡Qué extraño! Toni estaba teniendo un buen viaje, ¿verdad? Entonces, ¿por qué yo, al hacerme llevar por un accidente en su viaje, tengo uno malo?
Todo lo que hay en la mente de Toni fluye dentro de la mía. La experiencia de recibir el alma de otra persona no es nueva para mí, pero jamás he experimentado una transferencia semejante, ya que la información, modulada, por la droga, me llega espantosamente distorsionada. Soy un espectador renuente en el alma de Toni, y lo que allí veo es una fiesta de demonios. ¿Puede existir tal oscuridad dentro de ella? En las otras ocasiones no vi nada por el estilo: ¿el ácido ha liberado algún nivel de pesadilla al que no tuve acceso antes? Su pasado desfila ante mi. Imágenes llamativas bañadas por una tenue luz. Amantes. Copulaciones. Abominaciones. Un torrente de sangre menstrual, ¿o ese río escarlata es algo aún más siniestro? Aquí hay un coágulo de dolor: ¿qué es eso, crueldad hacia otros, crueldad consigo misma? ¡Y miren cómo se entrega a ese ejército de hombres monstruosos! Avanzan mecánicamente, cual legión amenazadora. Los rígidos penes brillan con una terrible luz roja. Uno tras otro se hunden dentro de ella, y veo la luz que fluye de su entrepierna cuando lo hacen. Sus rostros son máscaras. No conozco a ninguno. ¿Por qué no estoy yo también en la fila? ¿Dónde estoy yo? ¿Dónde estoy yo? Ah, allí: en un rincón, insignificante, improcedente. ¿Esa cosa soy yo? ¿Así es como me ve en realidad? ¿Un vampiro velludo, una sanguijuela acurrucada y agazapada? ¿O solamente es la imagen que David Selig tiene de David Selig, que salta entre nosotros como los reflejos en los espejos paralelos de una peluquería? Que Dios me ayude, ¿estoy pasándole mi propio mal viaje a ella, después de leerlo de su mente y culpándola por albergar pesadillas que ella no ha concebido?
¿Cómo puedo romper ese vínculo?
Me levanto con dificultad, vacilante. Me tambaleo, tengo los pies torcidos, siento náuseas. La habitación gira velozmente alrededor de mi. ¿Dónde está la puerta? La perilla de la puerta se aleja de mí. Voy directamente hacia ella.
—¿David? —Su voz retumba interminablemente—. David David David David David David David. …
—Aire fresco —musito—. Sólo salgo afuera un minuto…
No sirve de nada. Las imágenes espeluznantes me persiguen incluso cuando abandono la habitación. Sudoroso, me apoyo contra la pared, me aferro a la oscilante pared. El chino pasa junto a mi como un fantasma. A lo lejos oigo el teléfono que suena. La puerta de la nevera se abre y se cierra, se abre y se cierra, el chino pasa junto a mi por segunda vez desde la misma dirección, y la perilla de la puerta se aleja de mi, mientras el universo se pliega sobre sí, encerrándome en un momento lleno de ondas. La entropía disminuye. La pared verde transpira sangre verde. Una voz áspera dice:
—¿Selig? ¿Pasa algo malo?
Es Donaldson, el drogadicto. Su rostro es el rostro de una calavera. Su mano sobre mi hombro es puro hueso.
—¿Estás enfermo? —pregunta.
Sacudo la cabeza. Se inclina hacia mi hasta que sus órbitas vacías quedan a sólo centímetros de mi cara, y me observa detenidamente. Luego añade:
—¡Estás viajando, viejo! ¿No es cierto? Escucha, si estás en un mal viaje, ven a nuestro cuarto, tenemos algo que te podría ayudar.
—No. No hay ningún problema.
Con paso vacilante entro en mi habitación. La puerta, de repente flexible, no quiere cerrarse; la empujo con ambas manos, manteniéndola en su lugar hasta que el pestillo hace clic. Toni está sentada en el mismo sitio donde la dejé. Parece desconcertada. Su cara es algo monstruoso, puro Picasso; me alejo de ella consternado.
—¿David?
Su voz suena cascada y ronca, y parece estar afinada en dos octavas simultáneas con un relleno de lana áspera entre el tono más agudo y el más grave. Agito las manos con desesperación, tratando de hacerla callar, pero sigue hablando, manifestando preocupación por mí, queriendo saber qué ocurre, por qué he estado entrando y saliendo de la habitación como un loco. Cada sonido que emite es un tormento para mi. Y las imágenes no dejan de fluir de su mente a la mía. Ese murciélago peludo lleno de dientes, que tiene mi cara, sigue mirando con cólera desde un rincón de su cráneo. Toni, creía que me amabas. Toni, pensaba que te hacía feliz. Caigo de rodillas y exploro la alfombra llena de tierra, de un millón de años, una pieza desteñida, raída y gastada del periodo pleistoceno. Se acerca a mí, se agacha solícita, ella, que está viajando, preocupada por el bienestar de su compañero que no quiso viajar y que misteriosamente también está viajando.
—No comprendo —susurra—. Estás llorando, David. Tu cara está llena de manchas. ¿Dije algo malo? Por favor, no sigas, David. Estaba teniendo un viaje tan bueno, y ahora… no entiendo…
El murciélago. El murciélago abre sus alas elásticas. Muestra sus colmillos amarillos.
Muerde. Chupa. Bebe.
Pronuncio con dificultad algunas palabras:
—Yo… también… estoy… viajando…
Mi cara golpea contra la alfombra. El olor a tierra penetra en mi nariz seca. Trilobites que se arrastran por mi cerebro. Un murciélago que se arrastra por el de ella. Risas chillonas en el pasillo. El teléfono. La puerta de la nevera: ¡bum, bum, bum! En el piso de arriba los caníbales bailan. El techo que hace presión sobre mi espalda. Mi mente hambrienta que saquea el alma de Toni. El que espíe por un agujero quizá vea cosas que le disgusten. Toni dice:
—¿Tragaste el otro pedazo con ácido? ¿Cuándo?
—No lo hice.
—Entonces, ¿cómo puedes estar viajando?
No respondo. Me acurruco, me agazapo, transpiro, gimo. Esto es el descenso al infierno. Huxley me lo advirtió. No quería el viaje de Toni. No pedí ver nada de esto. Ahora mis defensas han quedado destruidas. Toni me abruma. Me hunde.
Toni dice: