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Entonces todo era bastante más claro. Vivir era como soñar despierto. En su mundo no existían paredes; podía ir a cualquier lado y ver cualquier cosa. El sabor intenso de la existencia, empapada en los ricos jugos de la percepción. Sólo después de los cuarenta años, Selig se dio cuenta de cuánto había perdido, con el paso de los años, con respecto a foco y profundidad de campo. Hasta después de los treinta el poder no comenzó a desvanecerse perceptiblemente, pero sin duda debió de haber ido desapareciendo poco a poco durante toda su edad adulta, consumiéndose tan gradualmente que no fue consciente de la pérdida acumulativa. El cambio había sido absoluto, cualitativo más que cuantitativo. Ahora, ni siquiera en un buen día, las emisiones cerebrales alcanzaban la intensidad de las que recordaba de su adolescencia. En aquellos remotos años, el poder le había proporcionado fragmentos subcraneanos de conversación y fragmentos dispersos de alma, igual que ahora; así como un llamativo universo de colores, texturas, aromas y densidades. El mundo visto y vivido a través de una infinidad de absorciones sensoriales de otros, el mundo capturado y representado para su deleite en la pantalla de vidrio radiante y esférica dentro de su mente.

Por ejemplo: poco después del mediodía, está tendido sobre un montón de paja en un caluroso paisaje brueghelesco. Es el año 1950 y está serenamente suspendido entre los quince y los dieciséis años. Algunos efectos sonoros, Maestro: la Sexta de Beethoven se eleva con suavidad, dulces flautas y flautines festivos. El sol pende de un cielo sin nubes. Una suave brisa mueve los sauces que rodean el maizal. El maíz joven tiembla. El arroyo burbujea. Un estornino vuela dibujando círculos. Oye el canto de los grillos. Oye el zumbido de un mosquito, y observa tranquilamente cómo centra la puntería sobre su lampiño y desnudo pecho que brilla por el sudor. Sus pies también están desnudos; sólo lleva unos desteñidos y ajustados vaqueros. Un chico de la ciudad disfrutando del campo.

La granja está ubicada en las Catskills, a veinte kilómetros de Ellenville. Es propiedad de los Schiele, una tribu de bronceados teutones que producen huevos y un surtido de vegetales; todos los veranos complementan sus ingresos alquilándole la casa de huéspedes a alguna familia de judíos urbanos que busca el solaz rural.

Los arrendatarios de este año son Sam y Annette Stein, de Brooklyn, Nueva York, y su hija Bárbara. Los Stein han invitado a sus amigos íntimos, Paul y Martha Selig, a pasar una semana en la granja con sus hijos David y Judith. (Sam Stein y Paul Selig están ideando un proyecto destinado, en última instancia, a vaciar sus cuentas bancarias y destruir la amistad entre las dos familias, para entrar en una sociedad y actuar como intermediarios en la venta de recambios de aparatos de televisión. La vida de Paul Selig consiste en meterse en imprudentes negocios.

Éste es el tercer día en la granja y esta tarde, misteriosamente, David se encuentra totalmente solo. Su padre se ha ido todo el día de excursión con Sam Stein: en la serenidad de las colinas cercanas maquinarán los detalles de su hazaña comercial. La mujeres, junto con la pequeña Judith de cinco años, han cogido el coche para acercarse a Ellenville y visitar las tiendas de antigüedades. En la granja sólo queda la familia Schiele, dedicada a sus interminables quehaceres, y Bárbara Stein, de dieciséis años, compañera de clase de David desde tercer grado y durante toda la escuela secundaria. Tanto si quieren como si no, David y Bárbara pasarán todo el día juntos. Es evidente que los Stein y los Selig tienen alguna esperanza no expresada de que florezca un romance entre sus hijos. Por parte de ellos es una ingenuidad. Bárbara, una muchacha de pelo oscuro, de aspecto sensual y bastante bonita, de piel tersa y piernas largas, refinada y de modales suaves. Cronológicamente es seis meses mayor que David; en cuanto a desarrollo social le lleva tres o cuatro años de adelanto. No le tiene verdadera aversión, pero lo considera extraño, inquietante, distinto y repelente. No sabe nada en absoluto de su don especial —nadie lo sabe; él se ha encargado de que así sea—, pero ha tenido siete años para observarlo de cerca y sabe que hay algo sospechoso en él. Es una chica convencional, sin duda destinada a casarse joven (con un médico, un abogado, un inspector de seguros) y tener muchos hijos. Las probabilidades de que entre ella y alguien tan extraño y misterioso como David florezca un romance son mínimas. David es consciente de ello y no se sorprende ni se desanima de que, a media mañana, Bárbara se escabulla.

—Si alguien pregunta —dice—, les dices que me fui a caminar por el bosque.

Aunque lleva un libro de poesías, eso no engaña a David. Sabe que se va a hacer el amor con Hans Schiele, de diecinueve años, cuando se le presenta la más mínima oportunidad.

Así que lo único que puede hacer es divertirse usando su propia inventiva. No importa. Tiene formas de entretenerse. Se pasea un rato por la granja, mira con curiosidad el gallinero y la segadora-trilladora, y luego se instala en un tranquilo rincón de los campos. Hora de películas mentales. Perezosamente lanza su red. El poder se eleva y avanza en busca de emanaciones. ¿Qué leeré, qué leeré? ¡Ah! Una sensación de contacto. Su mente rastreadora ha enlazado otra mente, pequeña, zumbadora, débil, intensa. De hecho, es la mente de una abeja: David no está limitado solamente al contacto con seres humanos. Claro que no recibe emisiones verbales ni conceptuales de la abeja. En caso de que la abeja piense, David es incapaz de detectar esos pensamientos. Pero sí entra en la cabeza de la abeja. Experimenta con intensidad la sensación de ser diminuto, compacto, alado y velloso. Qué seco es el mundo de la abeja, sin sangre, desecado, árido. David planea, baja en picado. Esquiva a un pájaro que pasa, tan monstruoso como un elefante con alas. Escarba bien hondo dentro de una flor vaporosa y llena de polen. Se eleva de nuevo. Mira el mundo desde los ojos facetados de la abeja. Todo se rompe en mil fragmentos, como si fuera visto a través de un espejo cuarteado; esencialmente todo es de color gris, pero en los rincones de las cosas se ocultan extraños matices: azules y escarlatas periféricos que no corresponden de ningún modo a los colores que conoce. Veinte años más tarde habría dicho que aquello era producto del efecto de un viaje. Pero la mente de una abeja es limitada y David no tarda en aburrirse. De repente, abandona al insecto y enfoca la granja con sus percepciones, entra en el alma de la gallina. ¡Está poniendo un huevo! Contracciones internas rítmicas, agradables y dolorosas, como la evacuación de un excremento. Graznidos frenéticos. El olor aceitoso del gallinero, acre y penetrante. Una sensación de demasiada paja alrededor. El mundo es oscuro y opaco para esta ave. Empuja. Empuja. ¡Aaah! ¡Excitación orgásmica! El huevo se desliza afuera y llega abajo ileso. La gallina se calma, satisfecha, exhausta.

David la abandona en ese momento de éxtasis. Se interna en lo más profundo de los cercanos bosques, encuentra una mente humana, entra en ella. ¡Cuánto más rica e intensa es la comunión con su propia especie! Su identidad se confunde con la de su comulgante, Bárbara Stein, que está haciendo el amor con Hans Schiele. Está desnuda y tendida sobre una alfombra de hojas caídas el año pasado. Tiene las piernas abiertas y los ojos cerrados. Su piel está húmeda de sudor. Los dedos de Hans se hunden en la carne blanda de los hombros de Bárbara y su mejilla, áspera con barba rubia, raspa la de ella. El peso de él hace presión contra su pecho, aplastándole los senos y vaciándole los pulmones. Con empujes continuos e invariable ritmo penetra en ella, y su largo y rígido miembro se introduce con lentitud y paciencia dentro de ella una y otra vez; una sensación palpitante se extiende en ondas desde su vulva hacia afuera, disminuyendo su intensidad dada la distancia. A través de su mente, David observa el impacto del pene duro contra las delicadas y resbalosas membranas interiores. Recibe los clamorosos latidos del corazón de la joven. Advierte que golpea con sus talones las pantorrillas de Hans. Se percata de los fluidos resbalosos en sus nalgas y muslos. Y ahora siente los primeros espasmos vertiginosos del orgasmo. Aunque lucha por permanecer en ella, David sabe que no lo conseguirá; aferrarse a la conciencia de alguien que está a punto de llegar al clímax es como intentar montar un potro salvaje. Su pelvis se arquea y se levanta, sus uñas se clavan con desesperación en la espalda de su amante, tuerce la cabeza hacia un lado, toma aire y, cuando el placer hace erupción, expulsa a David fuera de su mente desensillada. Sólo un breve viaje y entra en el alma impasible de Hans Schiele que, sin saberlo, le concede al espía virgen unos instantes de conocimiento de lo que se siente al alimentar la caldera de Bárbara Stein, un empujón tras otro, los músculos internos de la chica que comprimen con violencia el miembro hinchado y luego, casi inmediatamente, llega el hormigueo del clímax arremetedor de Hans. Hambriento de información, David se aferra con todas sus fuerzas, con la esperanza de mantener el contacto a través del tumulto de la satisfacción, pero no, se ve desplazado del lugar, da tumbos sin control, el mundo da vueltas a su alrededor en rayas vertiginosas de color, hasta que—¡clic!—encuentra un nuevo santuario.