Aquí todo es tranquilo. Se desliza por un medio oscuro y frío. No tiene peso; su cuerpo es largo, delgado y ágil; su mente es casi un vacío, pero a través de ella corren débiles, frías y vacilantes percepciones de un orden inferior. Ha entrado en la conciencia de un pez, quizá una trucha de río. La corriente del arroyo la desplaza con rapidez, deleitándose con la suavidad de sus movimientos y la deliciosa textura del agua pura y helada que fluye junto a sus aletas. Ve muy poco y huele todavía menos; la información le llega en forma de diminutos impactos en sus escamas, pequeñas desviaciones e interferencias. Responde con facilidad a cada estímulo que recibe serpenteando para evitar un saliente de rocas o aleteando para entrar en alguna corriente inferior rápida. El proceso es fascinante, pero la trucha en sí es una compañera aburrida y David, después de haber experimentado durante dos o tres minutos ser trucha, salta con alegría a una mente más compleja cuando se acerca a ella.
Es la mente del viejo y áspero Georg Schiele, el padre de Hans, que está trabajando en un lejano rincón del maizal. Nunca antes David ha entrado en la mente del viejo Schiele. El hombre es un personaje ceñudo y de aspecto amenazador, de más de sesenta años, que habla poco y camina hosca y majestuosamente realizando sus tareas cotidianas con una eterna expresión de mal humor en el rostro. En ocasiones, David se pregunta si no habrá sido alguna vez guardián en algún campo de concentración, aunque sabe que los Schiele llegaron a los Estados Unidos en 1935. Las emanaciones psíquicas del granjero son tan desagradables que David siempre lo ha evitado, pero ahora está tan aburrido de la trucha que se desliza dentro de Schiele, se hunde a través de densas capas de meditaciones ininteligibles en alemán y llega al fondo del alma del granjero, el lugar donde habita su esencia. Asombroso: ¡el viejo Schiele es un místico, un contemplativo! Ahí no hay hosquedad, nada del oscuro carácter vengativo luterano. Esto es budismo puro: Schiele permanece de pie, pisando sus fértiles campos, apoyado en su azada, con los pies firmemente apoyados en la tierra, en comunión con el universo. Dios inunda su alma. Toca la unidad de todas las cosas. El cielo, los árboles, la tierra, el sol, las plantas, el arroyo, los insectos, los pájaros: todo es una unidad, una parte de un todo inconsútil, y Schiele resuena en perfecta armonía con ese todo. ¿Cómo es posible? ¿Cómo puede un hombre tan frío e inaccesible abrigar semejante arrobamiento en su interior? ¡Sientan su dicha! ¡Las sensaciones lo empapan! El canto de los pájaros, la luz del sol, el aroma de las flores y los pedazos de tierra removida, el susurro del maíz de hojas verdes y afiladas, las gotas de sudor que corren por el cuello enrojecido de surcos profundos, la curva del planeta, el blanco contorno prematuro de la luna llena: mil deleites envuelven a este hombre. David comparte su placer. Mentalmente, se arrodilla, con reverencia y admiración. El mundo es un himno maravilloso. Schiele abandona su éxtasis, levanta su azada, la baja; los fuertes músculos se tensan y el metal se hunde en la tierra. Todo es como debe ser, todo se ajusta al plan divino. ¿Así es como Schiele pasa sus días? ¿Es posible tal felicidad? David se sorprende al ver que aparecen lágrimas en sus ojos. Este hombre simple, limitado, todos los días vive en gracia.
Repentinamente malhumorado, sintiendo una inmensa envidia, con violencia, David libera su mente, la hace girar, la proyecta hacia los bosques y vuelve a descender sobre Bárbara Stein. Está acostada, con el cuerpo pegajoso de sudor, exhausta. A través de su nariz, David percibe el hedor a semen que ya se está poniendo rancio. Ella se frota la piel con las manos, sacudiéndose restos de hojas que han quedado en su cuerpo. Se toca con indolencia los pezones otra vez blandos. En este momento, su mente funciona con lentitud, está casi tan vacía como la de la trucha: el sexo parece haberle absorbido la personalidad David se traslada a Hans y allí no encuentra nada mejor. Tendido junto a Bárbara, respirando aún con dificultad tras los esfuerzos, está aletargado y deprimido. Ya ha eyaculado y todo deseo lo ha abandonado; al mirar con somnolencia a la chica que acaba de poseer, tan sólo tiene conciencia de los olores del cuerpo y el desorden de su pelo. Por los niveles superiores de su mente vaga un pensamiento nostálgico, en un inglés torpe con acento alemán, sobre una chica de una granja vecina que le hará algo con la boca que Bárbara se niega a hacerle. Hans la verá el sábado por la noche. Pobre Bárbara, piensa David, y se pregunta qué diría si supiera lo que está pensando Hans. Con pereza trata de establecer un puente entre sus dos mentes, penetrando en los dos con la malévola esperanza de que los pensamientos fluyan del uno al otro, pero calcula mal la distancia y se encuentra de nuevo dentro del viejo Schiele, absorto en su éxtasis, a la vez que mantiene el contacto con Hans. Padre e hijo, viejo y joven, sacedorte y profanador. Por un momento, David mantiene el doble contacto. Se estremece. Nota cómo una sensación fragorosa de la totalidad de la vida le invade.
En aquellos días siempre era así: un viaje interminable, una travesía ostentosa. Pero los poderes decaen. El tiempo disuelve los colores de la mejor de las visiones. El mundo se vuelve más gris. La entropía nos vence. Todo se desvanece. Todo se va. Todo muere.
13
El oscuro y mal construido apartamento de Judith se llena de olores penetrantes. La oigo en la cocina, moviéndose de aquí para allá, echando especias dentro de la olla: pimienta, orégano, estragón, clavo de olor, ajo, mostaza en polvo, ajonjolí, curry, Dios sabe qué más. El fuego arde y el caldero bulle. Está preparando su famosa salsa picante para tallarines, un producto compuesto de misteriosas influencias de inspiración en parte mexicana, en parte Szechwan, en parte de Madrás, en parte Judith pura. Aunque mi desdichada hermana tiene muy poco de eso que se llama ser ama de casa, los pocos platos que sabe cocinar los prepara extraordinariamente bien, y sus tallarines son famosos, por lo menos, en tres continentes. Incluso estoy convencido de que hay hombres que se acuestan con ella sólo para tener la oportunidad de comerlos.
Inesperadamente he llegado temprano, media hora antes de lo acordado, y Judith no está lista, ni siquiera vestida; así que estoy solo mientras termina con los preparativos de la cena.
—Prepárate algo de beber —me grita.
Me dirijo al mueble bar, me sirvo un vaso de ron y directamente voy a la cocina a coger uno cubitos de hielo. Judith, nerviosa, con una bata de estar por casa y una cinta en el pelo, corre enloquecida y sin aliento de un lado para otro, seleccionando especias. Se mueve a una velocidad increíble.