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Encuentro un asiento en un rincón del segundo vagón, abro mi libro y me dispongo a esperar que llegue a mi destino. Estoy leyendo a Beckett de nuevo, Malone muere; concuerda con mi estado de ánimo prevaleciente que, como habrán notado, es de autocompasión. Mi tiempo es limitado. De ahí que un hermoso día, cuando toda la naturaleza brilla y sonríe, las nubes sueltan sus negras cohortes inolvidables y se llevan para siempre el azul. Mi situación es en verdad delicada. Qué cosas hermosas, qué cosas importantes pasaré por alto debido al miedo, miedo de volver a caer en el viejo error, miedo de no terminar a tiempo, miedo de recrearme, por última vez, con una última efusión de desdicha, impotencia y odio. Son muchas las formas en las que lo inmutable busca alivio de su falta deforma. Ah sí, el bueno de Samuel, siempre listo con una o dos palabras de triste consuelo.

En algún punto concreto del trayecto, en la calle Ciento Ochenta, levanto la vista y veo a una muchacha que ocupa el asiento diagonalmente opuesto al mío y que, aparentemente, me está estudiando. Tiene poco más de veinte años, es atractiva de un modo poco llamativo, tiene piernas largas, pechos aceptables y una mata de pelo castaño rojizo. También tiene un libro —un ejemplar de bolsillo de Ulises, reconozco la tapa—, pero lo tiene abandonado sobre su falda. ¿Está interesada en mí? No estoy leyendo su mente. Cuando subí al tren, automáticamente reduje mi capacidad de recepción al mínimo, un truco que aprendí cuando era chico. Si en los trenes y otros lugares públicos cerrados no me aíslo de los ruidos dispersos de la muchedumbre, me resulta imposible concentrarme. Sin tratar de detectar sus señales, intento adivinar qué está pensando de mí, éste es un juego que realizo con frecuencia. Qué inteligente parece ese hombre… Debe de haber sufrido mucho; su rostro se ve mucho más viejo que el resto de su cuerpo…, ternura en sus ojos…, una mirada tan triste…, un poeta, un erudito…, apuesto a que es muy apasionado…, vierte todo su amor reprimido en el acto físico, en las relaciones sexuales… ¿Qué está leyendo? ¿Beckett? Sí, un poeta, un novelista, debe de ser…, quizá alguien famoso… Sin embargo, no debo mostrarme demasiado agresiva. La insistencia lo disgustará. Una sonrisa tímida, eso lo cautivará… Una cosa conduce a la otra… Lo invitaré a almorzar… Luego, para verificar la exactitud de mis percepciones intuitivas, sintonizo su mente. Al principio no hay señal. ¡Mis malditos poderes debilitados me traicionan de nuevo! Pero luego llega, con interferencias primero, al recibir también las reflexiones bajas y confusas de todos los pasajeros a mi alrededor, y luego el timbre claro y dulce de su alma. Está pensando en una clase de karate a la que asistirá, un poco más tarde, esta misma mañana, en la calle Noventa y Seis. Está enamorada de su instructor, un musculoso japonés con cicatrices de viruela. Lo verá esta noche. En su mente flota nebulosamente el recuerdo del sabor del sake y la imagen de su vigoroso cuerpo alzándose sobre el suyo. Nada hay sobre mí en su mente. Tan sólo soy parte del decorado, como el mapa de la red del metro que cuelga de la pared, sobre mi cabeza. Selig, siempre te mata tu egocentrismo. Lo cierto es que ahora en su rostro hay una tímida sonrisa dibujada, pero no es para mí, y cuando se da cuenta de que la estoy mirando fijamente, la sonrisa desaparece de inmediato. Vuelvo la atención a mi libro.

El tren me obsequia con una larga, penosa e imprevista parada en el túnel entre estaciones al norte de la calle Ciento Treinta y Siete. Por fin se pone de nuevo en marcha y me lleva hasta la calle Ciento Dieciséis, universidad de Columbia. Subí hacia la luz del sol. Exactamente un cuarto de siglo atrás, subí por primera vez esta escalera, en octubre del 51. Estudiante aterrorizado en el último año de la escuela secundaria, con acné y corte de pelo militar, venido de Brooklyn para asistir a mi entrevista para el ingreso a la facultad. Bajo las luces brillantes del vestíbulo de la universidad. El porte del entrevistador era absolutamente sereno, maduro…, vaya, debía de tener unos veinticuatro o veinticinco años. De todos modos me permitieron ingresar en la facultad. A partir de entonces ésta se convirtió en mi estación del metro de todos los días, desde septiembre del 52 hasta que por fin me mudé de casa a una más cercana a la ciudad universitaria. En aquel tiempo había un viejo quiosco de hierro fundido en el nivel de la calle, que marcaba la entrada a las profundidades; estaba situado entre dos carriles de tráfico, y los estudiantes, con sus mentes distraídas y llenas de Kierkegaard, Sófocles y Fitzgerald, vivían cruzando sin mirar y morían atropellados. Pero ahora aquel quiosco no está y las entradas al metro están situadas, de un modo más racional, en las aceras.

Camino por la calle Ciento Dieciséis. A mi derecha, el extenso prado del campo sur; a mi izquierda, los poco empinados escalones que conducen a la biblioteca baja. Recuerdo cuando el campo sur era un campo de atletismo ubicado en medio de la ciudad universitaria: lodo, senderos, cerca. Durante mi primer año en la universidad, allí jugué al béisbol. Solíamos ir a los vestuarios que había en la entrada de la universidad y nos cambiábamos, y luego, con zapatillas y camisetas de deporte, pantalones cortos color gris sucio, sintiéndonos desnudos entre los otros estudiantes vestidos con traje de calle o uniforme del Centro de Entrenamiento de Oficiales de la Reserva, bajábamos a toda velocidad los interminables escalones hacia el campo sur para disfrutar una hora de actividad al aire libre. Era bueno para el béisbol. No era preciso tener demasiada fuerza, se requería reflejos rápidos y buen ojo. Yo tenía la ventaja de saber lo que estaba pensando el lanzador. Estaría allí diciéndose: Este tipo es demasiado flaco para pegarle, le lanzaré una pelota alta y rápida; así que yo estaría preparado para recibirla y mandarla con todas mis fuerzas al campo izquierdo, circundando las bases antes de que nadie supiera qué estaba ocurriendo. O el otro equipo probaría alguna estrategia poco acertada, como por ejemplo que el corredor de primera base comenzara a correr mientras el lanzador arrojaba la pelota y el bateador trataba de golpearla, y yo me movería sin esfuerzo para recoger la pelota que rebotaba en el suelo y ambos seríamos puestos fuera de juego. Por supuesto, era sólo béisbol y, en su mayoría, mis compañeros de clase eran gordinflones torpes que ni siquiera podían correr y mucho menos leer las mentes. Yo disfrutaba de la extraña sensación de saberme un atleta sobresaliente y me entregaba a fantasías tales como que llegaría a jugar para los Dodgers entre la segunda y la tercera base. Los Dodgers de Brooklyn, ¿recuerdan? Durante mi segundo año en la facultad cambiaron totalmente el campo sur, transformándolo en un hermoso parque cubierto de césped dividido por un paseo pavimentado en honor al segundo centenario de la universidad. Eso ocurrió en 1954. Dios, hace tanto tanto tiempo. Envejezco…, envejezco… Llevaré doblados los bajos de los pantalones. Las sirenas se cantan unas a otras. No creo que vayan a cantarme a mí.

Subo los escalones y me siento a unos cinco metros a la izquierda de la estatua de bronce del Alma Mater. Ésta es mi oficina, tanto si hace buen tiempo como si no. Los estudiantes saben dónde buscarme, y cuando estoy allí rápidamente se corre la voz. Hay otras cinco o seis personas que, como yo, prestan sus servicios —en su mayoría son graduados sin dinero y en apuros—, pero yo soy el más rápido y el más digno de confianza, y tengo un séquito de entusiastas. Sin embargo, hoy el negocio no comienza muy bien. Durante veinte minutos permanezco sentado, inquieto, con la vista fija en Beckett, observando al Alma Mater. Unos años atrás un lanzador de bombas radical abrió un boquete en el costado de la estatua, pero ya no hay indicios de ello. Recuerdo que la noticia me escandalizó, y que luego me escandalicé por haberme escandalizado: ¿por qué diablos tenía que importarme una estúpida estatua, símbolo de una estúpida universidad? Supongo que eso fue en 1969, allá por el neolítico.