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21

Estos días son los de la pasión de David, en los que se retuerce de dolor en su cama de clavos. Vayamos poco a poco, de ese modo duele menos.

Martes. Día de elecciones. El clamor de la campaña ha ensuciado el aire durante meses. El mundo libre está eligiendo a su nuevo y supremo líder. Los coches y camionetas con altavoces avanzan con gran estruendo por Broadway, vomitando consignas. ¡Nuestro nuevo presidente! ¡El hombre para todos los Estados Unidos! ¡Voten! ¡Voten! ¡Voten!¡Voten por X! ¡Voten por Y! Palabras vacías que se fusionan y confunden, que fluyen. Republócrata. Demicano. Bum.

¿Por qué tengo que votar? No votaré. Yo no voto. Con toda esa propaganda a mí no me convencen, no formo parte del montaje. Votar es asunto de ellos. Creo que fue en 1968, a finales de aquel otoño, cuando parado frente al Carnegie Hall, pensando en cruzar la calle y entrar en una librería que había allí, de repente, se detuvo todo el tránsito en la Cincuenta y Siete. Un enjambre de policías surgió de la acera como los guerreros de dientes de dragón plantados por Cadmo y, desde el este, una caravana de automóviles se acercó rugiendo y, ¡oh! en una limusina negra venía Richard M. Nixon, presidente electo de los Estados Unidos de América, saludando jovialmente a las masas congregadas. Por fin mi gran oportunidad, pensé. Miraré dentro de su mente y me enteraré de grandes secretos de Estado; descubriré qué es lo que hace que nuestros líderes sean distintos de los mortales comunes. Aunque miré dentro de su mente no les diré lo que encontré allí, sólo les diré que fue más o menos lo que debí haber supuesto que encontraría. A partir de ese día no he tenido nada que ver con la política o los políticos. Hoy me quedo en casa, no voy a votar. Que elijan al próximo presidente sin mi ayuda.

Miércoles. Anoto algunas ideas en el trabajo de Yahya Lumumba que aún no he terminado y en otros proyectos similares, unas cuantas líneas sin el menor significado en cada uno. A este paso no voy a ir a ninguna parte. Judith llama.

—Una fiesta —dice—. Estás invitado. Irá todo el mundo.

—¿Una fiesta? ¿Quién la organiza? ¿Dónde? ¿Por qué? ¿Cuándo?

—El sábado por la noche, cerca de Columbia. El dueño de la casa es Claude Guermantes. ¿Lo conoces? Profesor de literatura francesa.—El verdadero apellido no es Guermantes, lo he cambiado para proteger al culpable—. Es uno de esos nuevos profesores carismáticos. Joven, dinámico, apuesto, amigo de Simone de Beauvoir, de Genet. Karl y yo vamos a ir. Y muchos otros. Siempre invita a la gente más interesante.

—¿Estarán allí Genet y Simone de Beauvoir?

—No, tonto, ellos no. Pero vale la pena ir. Las fiestas que organiza Claude son las mejores a las que he asistido. Hace brillantes combinaciones de gente.

—A mí me suena a vampiro.

—No sólo toma, Duv. También da. Me pidió expresamente que te invitara.

—¿Cómo es que me conoce?

—Por mí —dice—. Le he hablado de ti. Se muere de ganas por conocerte.

—No me gustan las fiestas.

—Duv…

Conozco perfectamente ese tono de voz de amonestación. No tengo la menor intención de iniciar una discusión en este momento.

—De acuerdo —digo suspirando—. El sábado por la noche. Dame la dirección.

¿Por qué soy tan dócil? ¿Por qué dejo que Judith me maneje? ¿Así es como construyo mi amor por ella, a través de estas rendiciones?

Jueves. Por la mañana, escribo dos párrafos para el trabajo de Lumumba. Temo pensando en cuál será su reacción ante lo que estoy escribiendo para él. Si consigo terminarlo, es posible que le parezca un desastre. Debo terminarlo. Jamás entregué un trabajo fuera de plazo. No me atrevo a hacerlo. Continuaré esta tarde. Voy hacia la librería de la calle Doscientos Treinta; necesito aire fresco y, como de costumbre, quiero ver si desde mi última visita, hace tres días, ha llegado algo interesante. Por obligación compro algunos libros: una antología de poetas metafísicos menores, Rabbit Redux de Updike, y un aburrido estudio antropológico levi-straussiano, las costumbres de alguna tribu del Amazonas, que sé que jamás llegaré a leer. Una nueva empleada de la caja: una chica de diecinueve o veinte años, pálida, rubia, blusa blanca de seda, falda escocesa corta, sonrisa impersonal. Atractiva aunque de aspecto inexpresivo. Ni sexualmente ni desde ningún otro punto de vista me parece nada interesante. Mientras me estoy riñendo a mí mismo por no prestarle atención (que nada humano me sea ajeno), se me antoja invadir su mente mientras le pago los libros, para no juzgarla solamente por su aspecto externo. Entro en su mente con facilidad, bien hondo, a través de capas y capas de trivialidades, socavándola sin encontrar obstáculos, acercándome al material verdadero. ¡Ah! ¡Qué comunión repentina y deslumbrante, alma con alma! La chica resplandece. Derrama fuego. Llega a mí con una intensidad y una integridad que me aturden; este tipo de experiencias se ha convertido en algo tan poco frecuente para mí… Deja de ser un pálido y mudo maniquí. La veo en su totalidad, sus sueños, sus fantasías, sus ambiciones, sus amores, sus desmesurados éxtasis (la copulación jadeante de la noche anterior y la vergüenza y la culpa posteriores), toda un alma humana agitada, humeante, hirviente. Durante los últimos seis meses sólo una vez he experimentado este contacto total, sólo una vez. Y fue aquel espantoso día con Yahya Lumumba en los escalones de la biblioteca baja. Y al recordar esa experiencia quemante y entumecedora, algo se desata dentro de mí y ocurre lo mismo. Cae una oscura cortina. Quedo desconectado. Mi asimiento a su conciencia se rompe. El silencio mental, me envuelve en seguida. Me quedo ahí parado, boquiabierto, atónito, otra vez solo y asustado, comienzo a temblar y le pago, sin darme cuenta de lo que hago, y ella me dice, preocupada:

—¿Señor? ¿Señor? —con esa voz dulce y aflautada de niña.

Viernes. Cuando me despierto me encuentro mal, tengo dolores y la fiebre es alta. Sin duda un ataque de fiebre psicosomática intermitente. La mente furiosa y amargada que flagela sin piedad al cuerpo indefenso. Escalofríos seguidos de calor y transpiración, de nuevo escalofríos. Vómitos con el estómago vacío. Me siento hueco. Un casco lleno de paja. ¡Qué pena! No puedo trabajar. Garabateo algunas líneas pseudolumumbescas y dejo la hoja a un lado. Enfermo como un perro. Bueno, es una buena excusa para no ir a esa estúpida fiesta. Leo a mis metafísicos menores. Algunos de ellos no tan menores. Traherne, Crashaw, William Cartwright. Como por ejemplo Traherne:

Poderes nativos puros que la Corrupción odiaron, como el Espejo más brillante, o el Bronce pulido y reluciente, Con la Imagen de su Objeto pronto se vistieron: Impresiones Divinas, cuando llegaron, penetraron con rapidez y mi Alma inflamaron. No es el Objeto, sino la Luz, lo que hace al Cielo: Es una visión más clara. La Felicidad sólo se presenta a quienes ven con ojos puros.

Después de leer eso volví a vomitar. No debe interpretarse como una expresión de crítica. Me sentí mejor por un rato. Debería llamar a Judith y pedirle que me prepare algo caliente. Oy, veh. Veh is mir.

Sábado. Sin la ayuda de Judith me recupero y decido ir a la fiesta. Veh is mir, realmente. Recuerden, recuerden el seis de noviembre. ¿Por qué David ha permitido que Judith le arrastre fuera de su cueva? Un interminable viaje en metro hasta el centro; la alegría del fin de semana le da un toque especial a la insulsa aventura del viajecito hacia Manhattan. Por fin, la tan familiar estación de Columbia. Temblando, sin ir adecuadamente vestido para el tiempo invernal que hace, debo andar algunas manzanas hasta llegar al antiguo apartamento en Riverside Drive y la calle Ciento Doce donde se supone que vive Claude Guermantes. Al llegar ante el edificio me detengo, indeciso. Una brisa fría y áspera que viene del Hudson me golpea con malevolencia; trae consigo los detritos de Nueva Jersey. Las hojas muertas se arremolinan en el parque. En el interior del edificio, un portero de color caoba me mira con recelo.