—¿El profesor Guermantes? —digo. Mueve un pulgar—. Séptimo piso, 7-G.—añade, indicándome el ascensor.
Llego con retraso; son casi las diez. Subo en el cansado Otis, crac crac crac crac, las puertas del ascensor se abren, una serigrafía en el pasillo señala el camino hacia la guarida de Guermantes. No es preciso que haya indicaciones para llegar, un estruendo que proviene de la izquierda me dice dónde está la acción. Toco el timbre. Espero. Nada. Insisto. Ahí dentro hay demasiado ruido como para que me puedan oír. ¡Ah, poder transmitir pensamientos en lugar de recibirlos únicamente! Me anunciaría como un trueno. Insisto de nuevo, esta vez con más agresividad. ¡Ah! ¡Sí! Me abre la puerta, una chica de pelo oscuro y corto, con aspecto de estudiante, con una especie de sari anaranjado que le deja su pequeño seno derecho al descubierto. El desnudo de moda. Muestra los dientes al sonreír alegremente.
—¡Pasa, pasa, pasa!
La escena de una turba. Ochenta, noventa, cien personas, todas ellas extravagantemente vestidas, reunidas en grupos de ocho o diez, gritándose cosas las unas a las otras. Los que no tienen un vaso de whisky en la mano se están pasando y apurando al máximo cigarrillos de marihuana, inhalación sibilante ritualista, mucha tos, exhalación apasionada. Antes de que pueda sacarme la chaqueta, alguien me mete en la boca una pipa con cazoleta de marfil muy trabajada.
—Super hachís —me explica—. Acaba de llegar de Damasco. ¡Vamos, viejo, aspira!
De mala gana, aspiro el humo e inmediatamente siento el efecto. Parpadeo.
—Sí—grita mi benefactor—. Tiene el poder de nublar la mente de los hombres, ¿no crees?
Sin necesidad de hachís, en medio de esta multitud, mi mente ya está bastante nublada sólo con la sobrecarga de recepción. Parece que esta noche mi poder está funcionando con una intensidad bastante alta, aunque sin diferenciar mucho a las personas. Involuntariamente estoy recibiendo una niebla espesa de transmisiones superpuestas, un caos de pensamientos que se confunden. Un material oscuro. La pipa y su dueño desaparecen. Estantes repletos de libros cubren las paredes desde el suelo hasta el techo. La habitación está atestada de gente y yo me tambaleo como un borracho. Veo a Judith en el mismo momento en que ella me mira; y me llega el flujo de sus pensamientos en una línea directa de contacto, brutalmente claro al principio y que se va apagando por momentos debido a la interferencia: hermano, dolor, amor, miedo, recuerdos compartidos, perdón, olvido, odio, hostilidad, murmp, frumz, zzzhhh, mmm. Hermano. Amor. Odio. Zzzhhh.
—¡Duv!—exclama—. ¡Estoy aquí, Duvid!
Esta noche Judith tiene un aspecto sensual. Su largo y ágil cuerpo está enfundado en un vestido de satén púrpura, pegado al cuerpo, de cuello alto, que revela con toda claridad sus senos, los pequeños bultos de los pezones y la hendidura entre las nalgas. Sobre su pecho cuelga un trozo reluciente de jade engarzado en oro, muy tallado; su pelo, suelto, cae con todo su esplendor. Me siento orgulloso de su belleza. Junto a ella hay dos hombres de aspecto importante. A un lado está el doctor Karl F. Silvestri, autor de Estudios de la psicología de la termorregulación. Su imagen corresponde bastante a la que había extraído de la mente de Judith en su apartamento una o dos semanas atrás. Es más viejo de lo que suponía, cincuenta y cinco años por lo menos, tal vez más cercano a los sesenta. También es más alto de lo que suponía, posiblemente metro noventa. Trato de imaginar su enorme y fornido cuerpo sobre el delgado y fuerte cuerpo de Jude, aplastándolo. No puedo. Tiene mejillas rojas, una expresión facial impasible y satisfecha, ojos de mirada inteligente y afectuosa. Irradia un cariño de tío, hasta de padre, hacia ella. Ahora veo por qué Jude se siente atraída por éclass="underline" es la poderosa figura paternal que el pobre y derrotado Paul Selig nunca habría podido ser para ella. Al otro lado de Judith hay un hombre que sospecho que es el profesor Claude Guermantes; entro rápidamente en su mente y confirmo mi sospecha. Su mente es como de mercurio, un estanque brillante y reluciente. Piensa en tres o cuatro idiomas a la vez. Con un solo contacto, su tumultuosa energía me deja exhausto. Tiene unos cuarenta años, algo menos de un metro ochenta de alto es musculoso, atlético; lleva su elegante cabello color arena peinado en ondas barrocas y revueltas, y su perilla está impacablemente recortada. Su ropa es de un estilo tan avanzado que no tengo palabras para describirla, lo cierto es que le presto muy poca atención a las modas: una especie de capa de una tela basta verde y dorada (¿lino? ¿muselina?), una faja escarlata, pantalones de satén rutilantes, botas medievales con las puntas hacia arriba. Su aspecto de petimetre y su postura amanerada sugieren que podría ser homosexual, pero un poderoso efluvio de heterosexualidad le rodea, y por la actitud de Judith y el modo afectuoso con que le mira comienzo a darme cuenta de que debieron de haber sido amantes alguna vez. Incluso es posible que todavía lo sean. Temo indagar eso. Mis incursiones dentro de la intimidad de Judith son un punto demasiado doloroso para ambos.
—Quiero presentarte a mi hermano David —dice Judith.
Silvestri esboza una sonrisa radiante:
—He oído hablar tanto de usted, señor Selig.
—¿De veras? —(Tengo un hermano que es una especie de monstruo, Karl. ¿Puedes creerlo?, es capaz de leer las mentes. Para él, tus pensamientos son tan claros como una transmisión de radio.) En realidad, ¿qué le habrá dicho Judith de mí? Trataré de sondear su mente y averiguarlo—. Y, por favor, llámeme David. Usted es el doctor Silvestri, ¿verdad?
—Así es. Karl, prefiero que me llame Karl.
—Jude me ha hablado mucho de usted —le digo.
No consigo averiguar nada. Mis malditos poderes se han debilitado; sólo recibo un chisporroteo de pensamientos ininteligibles, confusos y con interferencias. Su mente es oscura para mí. Mi cabeza comienza a palpitar.
—Me enseñó dos de sus libros, me gustaría comprender cosas como ésas —añado.
El distinguido Silvestri me dedica una risita complacida. Mientras, Judith ha comenzado a presentarme a Guermantes. Murmura algo como que está encantado de haberme conocido. Casi espero que me bese ambas mejillas, o quizá la mano. Su voz es suave, un ronroneo; tiene acento extranjero, pero no francés. Algo extraño, una mezcla, franco-italiano quizá, o franco-hispánico. Al menos a él lo puedo sondear, incluso ahora; por algún motivo, su mente, más volátil que la de Silvestri, está en los límites de mi alcance. Mientras intercambiamos comentarios triviales sobre el tiempo y las recientes elecciones, me deslizo adentro y echo un vistazo. ¡Santo Dios! ¡Casanova redivivo! Se ha acostado con todo lo que camina o repta, masculino, femenino o neutro, incluyendo, por supuesto, a mi accesible hermana Judith, a quien (de acuerdo con un recuerdo superficial cuidadosamente archivado) le ha hecho el amor hace tan sólo cinco horas en esta misma habitación. Su semen se espesa ahora dentro de ella. Se siente vagamente inquieto por el hecho de que ella nunca ha decidido quedarse junto a él; lo cual considera que es un fracaso en su impecable técnica. El profesor está considerando la posibilidad de acostarse conmigo antes de que termine la noche. No se haga ilusiones, profesor. No me agregará a su colección de Seligs. Me pregunta con afabilidad acerca de mis títulos.
—Sólo uno —digo—. Una licenciatura en Artes en 1956. Pensé en hacer una tesis sobre literatura inglesa, pero nunca conseguí empezarla.
Enseña Rimbaud, Verlaine, Mallarmé, Baudelaire, Lautréamont, toda esa banda de angustiados, con los que espiri- tualmente se identifica. Sus clases están llenas de chicas de Barnard cuyas piernas se abren gustosamente para él, aunque en su faceta de Rimbaud no se opone a mantener de vez en cuando relaciones con robustos jóvenes de Columbia. Mientras me habla, acaricia cariñosamente la espalda de Judith, como si fuera algo de su propiedad. El doctor Silvestri parece no darse cuenta, o al menos da la impresión de no importarle.