—El pato entra en el bosque, ve usted, y se encuentra con un lobo, así que se convierte en una rana y salta sobre el lobo y va a caer justo dentro de la boca del elefante, pero escapa por el colmillo del elefante y cae en un lago, y cuando sale de allí ve a esta linda princesa que le dice que vaya con ella a casa y le ofrecerá pan de jengibre, pero él puede leer su mente y se da cuenta de que en realidad es una malvada bruja que…
Otro Juego incluía pedazos de papel que tenían grandes manchas de tinta azuclass="underline"
—¿Algunas de estas formas te recuerdan cosas reales? —preguntó el doctor.
—Sí —dijo David—, éste es un elefante, ve usted, su cola está aquí, y éste es su colmillo, y por aquí hace pipí.
Se había dado cuenta de que el doctor se interesaba muchísimo cuando hablaba de colmillos o pipí, así que le proporcionó abundante material en el que pudiera interesarse, encontrando tales cosas en cada mancha de tinta. Aunque a David le pareció un juego muy tonto, para el doctor Hittner era, por lo visto importante, ya que se apresuraba a tomar nota de cuanto decía David. Mientras el psiquiatra escribía, David estudió la mente del doctor Hittner. La mayoría de las palabras que encontró en aquella mente eran incomprensibles, aunque pudo reconocer algunas; se trataba de términos que usaban los mayores para designar las partes del cuerpo y que su madre le había enseñado: “pene”, “vulva”, “nalgas”, “recto”, cosas como esas. Era evidente que al doctor Hittner le encantaban esas palabras, así que David comenzó a usarlas.
—Este es un dibujo de un águila que está levantando a una ovejita y sale volando con ella. Éste es el pene del águila, está aquí abajo, y aquí está el recto de la oveja. Y en el otro dibujo hay un hombre y una mujer, y ambos están desnudos, y el hombre está tratando de poner su pene dentro de la vulva de la mujer, pero no entra, y…
David miró al doctor Hittner, le sonrió y pasó a la próxima mancha de tinta.
Luego hicieron juegos de palabras. El doctor decía una palabra y le pedía a David que le respondiera con la primera que se le ocurriera. A David le pareció más divertido decir la primera palabra que se le pasara por la cabeza al propio doctor Hittner. Tan sólo tardaba una fracción de segundo en recibirla, y el doctor Hittner no pareció advertir qué estaba pasando. El juego se desarrolló así:
—Padre.
—Pene.
—Madre.
—Cama.
—Bebé.
—Muerto.
—Agua.
—Vientre.
—Túnel.
—Pala.
—Ataúd.
—Madre.
¿Eran esas las palabras que tenía que decir? ¿Quién era el vencedor en este juego? ¿Por qué parecía estar tan perturbado el doctor Hittner?
Por fin dejaron de jugar y se limitaron a hablar.
—Eres un chico muy inteligente —dijo el doctor Hittner—. No tengo que preocuparme por malcriarte al decírtelo, porque ya lo sabes. ¿Qué quieres ser cuando seas mayor?
—Nada.
—¿Nada?
—Sólo quiero jugar, leer muchos libros y nadar.
—Pero ¿cómo te ganarás la vida?
—Cuando lo necesite, obtendré dinero de la gente.
—Si descubres cómo hacerlo, espero que me confíes el secreto —dijo el doctor—. ¿Estás contento en esta escuela?
—No.
—¿Por qué no?
—Las maestras son demasiado estrictas. El trabajo es demasiado tonto. A los demás chicos no les caigo bien.
—¿Te preguntaste alguna vez por qué no les agradas?
—Porque soy más inteligente que ellos —dijo David—. Porque…—Epa. Casi lo digo. Porque puedo saber lo que están pensando. Jamás debo decirle eso a nadie. El doctor Hittner se quedó esperando a que terminara la oración—. Porque armo mucho lío en clase.
—¿Y por qué haces eso, David?
—No lo sé. Supongo que para hacer algo.
—Quizá si no hicieras tanto lío agradarías más a la gente. ¿No quieres agradar a la gente?
—No me interesa. No lo necesito.
—Todo el mundo necesita tener amigos, David.
—Tengo amigos.
—La señora Fleischer dice que no tienes muchos, que les sueles pegar a menudo y que les haces enfadar. ¿Por qué pegas a tus amigos?
—Porque no me agradan, son tontos.
—Si es eso lo que piensas de ellos, entonces no son verdaderos amigos.
Encogiéndose de hombros, David dijo:
—Me las puedo arreglar sin ellos. Me divierto estando solo.
—¿Eres feliz en tu casa?
—Supongo que sí.
—¿Quieres a tus padres?
Una pausa. Una sensación de gran tensión desde la mente del doctor. Esta es una pregunta importante. Da la respuesta correcta, David. Dale la respuesta que quiere.
—Sí —dijo David.
—¿Alguna vez quisiste tener un hermanito o una hermanita?
Ninguna vacilación ahora:
—No.
—¿De verdad que no? ¿Te gusta estar solo?
David asintió.
—El mejor momento es por la tarde, cuando vuelvo de la escuela a casa y no hay nadie. ¿Voy a tener un hermanito o una hermanita?
Risas del doctor.
—No tengo la menor idea. Eso lo tendrían que decidir tus padres, ¿no crees?
—No les dirá que me consigan uno, ¿no? Quiero decir que usted les podría decir que sería bueno para mí tener uno, y entonces irían y lo conseguirían, pero en realidad no quiero…
“Estoy metido en un lío”, advirtió David de repente.
—¿Qué te hace pensar que les podría decir a tus padres que sería bueno para ti tener un hermanito o una hermanita? —preguntó el doctor con voz queda, con semblante muy serio ahora.
—No lo sé. Fue sólo una idea. —“Que encontré dentro de su cabeza, doctor. Y ahora quiero salir de aquí. No quiero hablar más con usted”—. Oiga, su nombre no es realmente Hittner, ¿verdad? ¿Con una n? Apuesto a que conozco su verdadero nombre. ¡Heil!
3
Nunca conseguí enviar o transmitir mis propios pensamientos a la mente de otra persona, ni aun cuando el poder se manifestó con la máxima fuerza. Lo único que podía hacer era recibir. Es posible que haya gente por ahí que sí pueda hacerlo, que pueda transmitir pensamientos incluso a aquellos que no poseen ningún don receptor especial, pero yo jamás fui uno de ellos. Por lo tanto, mi condena fue la de ser el bicho más repulsivo de la sociedad, el escuchador furtivo, el fisgón. Viejo proverbio inglés: El que espíe por un agujero quizá vea cosas que le disgusten. Sí. Durante los años en que estaba particularmente ansioso por comunicarme con la gente, realizaba esfuerzos terribles para introducirles mis pensamientos. En clase, acostumbraba a sentarme con la mirada fija en la parte posterior de la cabeza de alguna niña y me esforzaba por enviarle mis pensamientos: Hola, Annie, David Selig llamando, ¿puedes leerme? ¿Puedes leerme? Te quiero, Annie. Cambio. Cambio y fuera. Pero Annie jamás me leía, y el flujo de su mente seguiría su curso como un plácido río, inalterado por la existencia de David Selig.
Así pues, no había forma de que pudiera hablar a otras mentes, sólo podía limitarme a espiarlas. El modo en que el poder se manifiesta en mí siempre ha sido sumamente variable. Nunca he tenido mucho control consciente sobre él, a no ser el poder disminuir la intensidad de la recepción y poder sintonizar en cierta medida, básicamente tenía que recibir los pensamientos superficiales de una persona, las subvocalizaciones de las cosas que estaba a punto de decir. Éstas me llegaban de un modo claro, como si estuviéramos manteniendo una conversación, exactamente como si las hubiera dicho; sólo que el tono de voz era distinto, no había duda de que no era un sonido producido por las cuerdas vocales. No recuerdo ningún momento, ni siquiera durante mi niñez, en el que confundiera la comunicación verbal con la comunicación mental. A lo largo de mi vida, esta facultad de leer los pensamientos superficiales se ha mantenido bastante uniforme: la mayor parte de las veces todavía puedo anticipar manifestaciones verbales, especialmente cuando estoy con alguien que tiene la costumbre de ensayar lo que quiere decir.