—Su hermana —murmura Guermantes— es una maravilla, es original, espléndida… Un arquetipo, monsieur Selig, un arquetipo.
Un cumplido, en el sentido francés. De nuevo entro en su mente y me entero de que está escribiendo una novela de la que espera ganar millones. En ella se habla de una joven divorciada, sensual y amargada, y un intelectual francés que es la encarnación de la fuerza vital. Me fascina: tan llamativo, tan falso, tan artificioso y, sin embargo, tan atractivo a pesar de todos sus evidentes defectos. Me ofrece un cóctel, un whisky, un licor, un coñac, marihuana, hachís, cocaína, lo que desee. Me siento abrumado y huyo de él, algo aliviado, para servirme un vaso de ron.
En el bar me aborda una chica. Una de las alumnas de Guermantes, no tendrá más de veinte años. Grueso pelo negro que cae en bucles; nariz respingada; ojos vivos y perspicaces; labios llenos y carnosos. Sin ser hermosa, de algún modo es interesante. Es evidente que yo también le intereso, porque me sonríe y dice:
—¿Quieres venir a casa conmigo?
—Acabo de llegar aquí.
—Más tarde. Más tarde. No hay prisa. Tengo la impresión de que debes de ser divertido haciendo el amor.
—¿Les dices eso a todos los que acabas de conocer?
—Ni siquiera nos conocemos —me corrige—. Y no, no se lo digo a todos; aunque sí a muchos. ¿Tiene algo de malo? Hoy en día las chicas pueden tomar la iniciativa. Además, es año bisiesto. ¿Eres poeta?
—En realidad no.
—Pues lo pareces. Apuesto a que eres sensible y sufres mucho.
Mi estúpida fantasía familiar cobra vida ante mis ojos. Sus ojos están enrojecidos. Está drogada. Un olor acre a transpiración proviene de su negro suéter. Sus piernas son demasiado cortas para su torso, las caderas demasiado anchas, los pechos demasiado grandes. Probablemente tiene gonorrea. ¿Me está tomando el pelo? Apuesto a que eres sensible y sufres mucho. ¿Eres poeta? Trato de explorar su mente, pero no hay manera; la fatiga ofusca mi mente, y ahora el chillido colectivo de la multitud de invitados está ahogando toda emisión individual.
—¿Cómo te llamas? —me pregunta.
—David Selig.
—Lisa Holstein. Estoy cursando el último año en Barn…
—¿Holstein? —El apellido me hace reaccionar inmediatmente. ¡Kitty, Kitty, Kitty!— ¿Has dicho Holstein?
—Sí, Holstein, y no me vengas con el chiste de las vacas.
—¿No tendrás una hermana llamada Kitty? Catherine, supongo. Kitty Holstein. De unos treinta y cinco años. Tu hermana, quizá tu prima…
—No. Jamás oí hablar de ella. ¿Es alguien que conoces?
—Que conocía —le digo—. Kitty Holstein.
Levanto mi vaso y me alejo.
—Oye —me grita—. ¿Acaso crees que estaba bromeando?
Un coloso negro se sitúa delante de mí. Inmensa aureola afro, terrible cara de la jungla. Su ropa es un destello de chocantes colores. ¿Él aquí? Dios mío. Justamente él. Me siento culpable pensando en el trabajo sin terminar, paralizado, jorobado, una monstruosidad sentada sobre mi escritorio. ¿Qué está haciendo él aquí? ¿Cómo se las ha arreglado Claude Guermantes para hacer entrar a Yahya Lumumba en su órbita? El símbolo negro de la noche, quizá. O el delegado del mundo de los deportes de gran potencia que ha sido invitado para demostrar la versatilidad intelectual de nuestro anfitrión, su eclecticismo. Lumumba me clava una mirada ceñuda, me examina con frialldad desde su increíble altura como un Zeus de ébano. Una negra espectacular le tiene asido de un brazo, una diosa, un titán, más de metro ochenta, una piel que parece ónix lustrado, ojos que parecen faros. Una pareja magnífica. Todos nos sentimos avergonzados ante su belleza. Por fin, Lumumba dice:
—Te conozco, viejo. Te conozco de algún lado.
—Selig. David Selig.
—Me suena familiar. ¿De dónde te conozco?
—Eurípides, Sófocles y Esquilo.
—¿Qué mierda estás diciendo? —Desconcertado. Luego se detiene. Sonríe—. Ah, sí. Sí, hombre. Ese asqueroso trabajo. ¿Cómo te va con eso, viejo?
—Me va.
—¿Lo vas a tener para el miércoles? El miércoles tengo que entregarlo.
—Lo tendré, señor Lumumba.
Estoy haciendo todo lo posible, amo.
—Más te vale, amigo. Cuento contigo. —… Tom Nyquist…
Del ruidoso zumbido de fondo del parloteo de la fiesta salta, de repente, sorpresivamente, el nombre. Por un instante se mantiene suspendido en la atmósfera llena de humo como una hoja muerta levantada por una perezosa brisa de octubre.
¿Quién acaba de decir “Tom Nyquist”? ¿Quién pronunció su nombre? Una agradable voz de barítono, a unos pocos metrosde donde estoy. Busco a los probables dueños de esa voz. Hombres por todos lados. ¿Usted? ¿Usted? ¿Usted? No hay forma de averiguarlo. Sí, hay una. Cuando las palabras se pronuncian en voz alta, por un instante, retumban en la mente de quien las dijo. (También retumban en la mente de los que escuchan, pero con una tonalidad diferente.) Llamo a mi don escurridizo y, haciendo un gran esfuerzo, clavo agujas de indagación dentro de las conciencias más cercanas, buscando ecos. El esfuerzo es tremendo. Los cráneos en los que entro son sólidas bóvedas óseas a traves de cuyas escasas grietas lucho por introducir mi débil y agotado poder. Pero lo consigo. Busco los ecos correctos. “¿Tom Nyquist? ¿Tom Nyquist?” ¿Quién dijo su nombre? ¿Usted? ¿Usted? ¡Ah, allí! El eco casi ha desaparecido ya, apenas queda una resonancia débil y apagada en el fondo de una caverna. Un hombre alto y rollizo con una cómica barba rubia.
—Perdone —le digo—. No fue mi intención escuchar, pero le oí mencionar el nombre de un antiguo amigo mío…
—¿Sí?
—… y no pude evitar acercarme para preguntarle por él. Tom Nyquist. Una vez fuimos muy amigos. Me gustaría saber dónde vive, qué está haciendo…
—¿Tom Nyquist?
—Sí. Estoy seguro de haberle oído decir ese nombre.
Una sonrisa inexpresiva.
—Me temo que se equivoca, amigo. No conozco a nadie que se llame así. ¿Jim? ¿Fred? ¿Por qué no me ayudan?
—Pero estoy seguro de que oí…
El eco. Bum en la cueva. ¿Fue un error? Trato de entrar en su cabeza a quemarropa, de buscar en su archivo algún conocimiento de Tom Nyquist. Pero ahora no funciono para nada. Ellos se consultan con seriedad. ¿Nyquist? ¿Nyquist? ¿Alguien oyó que se mencionaba a un tal Nyquist? ¿Alguien conoce a un tal Nyquist?
De repente, uno de ellos exclama:
—¡John Leibnitz!
—Sí—dice alegremente el hombre rollizo—. Quizá me oyó hablar de él. Hace un momento estaba hablando de John Leibnitz, es un amigo común. Con el ruido que hay aquí es muy posible que le haya parecido que dije Nyquist en vez de Leibnitz.
Leibnitz. Nyquist. Leibnitz. Bum. Bum.
—Es posible —coincido—. Sin duda eso debió de ocurrir. ¡Qué tonto fui!—John Leibnitz—. Lamento haberle molestado.
Tomando una postura muy estudiada, alardeando y contoneándose junto a mí Guermantes dice:
—Creo que realmente debería presenciar mis clases uno de estos días. Este miércoles por la tarde comienzo con Rimbaud y Verlaine, la primera de seis disertaciones que daré sobre ellos. Acérquese por allí. Supongo que el miércoles estará en la universidad, ¿no?
El miércoles debo entregarle el trabajo sobre los dramaturgos griegos a Yahya Lumumba. Sí, estaré en la universidad. Por la cuenta que me trae, más me vale estar allí. Pero ¿cómo lo sabe Guermantes? ¿De algún modo se ha metido en mi cabeza? ¿Qué pasa si él también tiene el poder? Y estoy abierto a él, lo sabe todo, mi pobre secreto patético, mi pérdida diaria, y allí está, con ese aire condescendiente porque yo estoy declinando y él es tan penetrante como lo fui yo en mis mejores tiempos.