Al parecer el duelo debe posponerse, lo que creí que ya había terminado, no es así, al menos no todavía. Entro en la pizzería y el dependiente me dedica su fría y áspera sonrisa neoyorquina de bienvenida y, sin pedirlo, recibo esto de detrás de su grasosa cara: “Ah, aquí está el marica que siempre pide más anchoas”. Estoy leyendo su mente con claridad. ¡Eso significa que el poder aún no está muerto! ¡No del todo! Sólo se había tomado un pequeño descanso. Sólo se escondía.
Martes. Hace un frío intenso; es uno de esos terribles días de finales de otoño en los que no queda una sola gota de humedad en el aire y los rayos del sol parecen cuchillos. Termino dos trabajos más que debo entregar mañana. Leo a Updike. Después de comer Judith me llama. La acostumbrada invitación a cenar. Mi acostumbrada respuesta evasiva.
—¿Qué te pareció Karl? —pregunta.
—Un hombre muy interesante.
—Quiere que me case con él.
—¿Y?
—Creo que es demasiado pronto. Todavía no le conozco lo suficiente, Duv. Me gusta, siento una profunda admiración por él, pero no sé si le amo.
—Entonces, no te precipites —le digo.
Sus melodramáticas vacilaciones me aburren. Además no entiendo por qué se casa alguien que es lo suficientemente grande como para saber lo que le espera con el matrimonio. ¿Por qué requiere el amor un contrato? ¿Por qué ponerse en las garras del Estado y darle poder sobre uno? ¿Por qué darles a los abogados la oportunidad de que le jodan a uno con los bienes? El matrimonio es para los inmaduros, los inseguros y los ignorantes. Nosotros, los que conocemos bien cómo funcionan esas instituciones, deberíamos estar contentos de vivir juntos sin coerción legal, ¿eh, Toni? ¿Eh?
Agrego:
—Además, si te casas con él, lo más seguro es que quiera que dejes a Guermantes. Dudo que pueda comprender lo vuestro.
—¿Sabes lo mío con Claude?
—Por supuesto.
—Siempre lo sabes todo.
—Esto era bastante evidente, Jude.
—Creí que tu poder se estaba debilitando.
—Así es, así es, cada vez se está debilitando más. Pero aun así esto era bastante evidente a simple vista.
—De acuerdo. ¿Qué te pareció él?
—Es la muerte. Es un asesino.
—Le has juzgado mal, Duv.
—Me metí en su cabeza. Le vi, Jude. No es humano. Para él las personas son juguetes.
—Si ahora mismo pudieras oír el sonido de tu propia voz, Duv. Está cargada de hostilidad, celos manifiestos.
—¿Celos? ¿De verdad crees que soy incestuoso?
—Siempre lo fuiste —me dice—. Pero eso es mejor dejarlo. Realmente pensé que te gustaría conocer a Claude.
—Me gustó. Es fascinante. Las cobras también me parecen fascinantes.
—¡Oh, Duv, vete al diablo!
—¿Quieres que finja que me gustó?
—No quiero que me hagas ningún favor —contesta la vieja Judith de hielo.
—¿Qué opinión tiene Karl sobre Guermantes?
Hace una pausa. Por fin dice:
—Bastante negativa. Karl es una persona muy convencional, ¿sabes? Como tú.
—¿Yo?
—¡Ah, eres tan asquerosamente honesto, Duv! ¡Eres tan puritano! Durante toda mi maldita vida me has estado dando sermones sobre moral. La primera vez que me acosté con alguien, tú estabas allí para recriminármelo…
—¿Por qué no le gusta a Karl?
—No lo sé. Piensa que Claude es siniestro. Un explotador. —De pronto su voz se torna apagada y monótona—. Quizá sólo está celoso. Sabe que sigo acostándome con Claude. Por Dios, Duv, ¿por qué nos estamos peleando otra vez? ¿Por qué no podemos hablar tan sólo?
—Yo no me estoy peleando con nadie. Yo no he levantado la voz.
—Me estás desafiando, es lo que siempre haces. Primero me espías para después desafiarme y tratar de humillarme.
—Es difícil perder los viejos hábitos, Jude. Pero de verdad que no estoy enfadado contigo.
—¡Pareces tan complacido de ti mismo!
—No estoy enfadado, tú sí que lo estás. Te ha molestado que Karl y yo coincidamos con respecto a tu amigo Claude. La gente siempre se enfada cuando oye algo que no quiere oír. Escucha, Jude, haz lo que te dé la gana. Si el que te alucina es Guermantes, sigue adelante con él.
—No lo sé. No lo sé. —Una concesión inesperada—: Quizá hay algo enfermizo en mi relación con él.
De repente, su inflexible seguridad se desvanece. Eso es lo maravilloso en ella: cada dos minutos uno está ante una Judith diferente. Ahora, al ablandarse, al volverse más cordial, parece insegura de sí misma. No tardará mucho en exteriorizar su preocupación, pero no en sus propios problemas, sino en los míos.
—¿La semana próxima vendrás a cenar? Tenemos muchas ganas de pasar una noche los tres juntos.
—Haré lo posible.
—Estoy muy preocupada por ti, Duv.—Sí, la exteriorización empieza—. El sábado por la noche te vi muy nervioso.
—No estoy en uno de mis mejores momentos, pero me las arreglaré. —No tengo ganas de hablar de mí. No quiero su compasión, porque sé que después comenzaré a compadecerme de mí mismo—. Oye, te llamaré pronto, ¿de acuerdo?
—¿Aún sigues sufriendo tanto, Duv?
—Me voy adaptando. Empiezo a aceptar todo este asunto. Quiero decir que todo irá bien. No hagas tonterías, Jude. Saluda de mi parte a Karl.
“Y a Claude”, añado al colgar el receptor.
Miércoles por la mañana. Voy al centro a entregar mi último fajo de obras maestras. Todavía hace más frío que ayer, el aire parece más limpio, el sol más brillante, más lejano. ¡Qué seco parece el mundo! Creo que el tanto por ciento de humedad es bajísimo. El tipo de clima en que solía funcionar con una extraordinaria claridad de percepción. Pero durante el viaje en metro hasta Columbia no estaba recibiendo casi nada, sólo palabras y chillidos confusos, nada coherente. Por lo visto, ya no puedo estar seguro de tener el poder en un día determinado, y parece que hoy es uno de esos días en que está fuera de servicio. Impredecible. Eso es lo que eres, tú que vives en mi cabeza: impredecible. Mientras agonizas te agitas al azar. Voy al lugar de costumbre y espero a mis clientes. Vienen, reciben de mí aquello a por lo que han venido y me ponen los billetes en la palma de la mano. David Selig, benefactor de la humanidad estudiantil. Veo a Yahya Lumumba que parece un gigantesco abeto negro abriéndose camino desde la Biblioteca Butler. ¿Por qué estoy temblando? Es el aire frío, ¿verdad? La insinuación del invierno, la muerte del año. Mientras se va acercando, el astro del baloncesto saluda con la mano, inclina la cabeza, sonríe, todos le conocen, todos le llaman por su nombre. Tengo una sensación de participación en su gloria. Cuando termine la temporada quizá vaya a verlo jugar.
—¿Tienes el trabajo, viejo?
—Aquí está.—Se lo entrego—. Esquilo, Sófocles, Eurípides. Seis páginas. Son veintiún dólares, menos el adelanto de cinco, me tienes que dar dieciséis dólares.
—Espera un momento, viejo.—Se sienta en los escalones a mi lado—. Primero tengo que leer esta basura, ¿de acuerdo? ¿Cómo sé que hiciste un buen trabajo si no lo leo?
Le observo mientras lee. Por algún motivo espero ver cómo se mueven sus labios al tropezar con palabras que le son desconocidas, pero no, sus ojos se mueven con rapidez sobre las líneas. Se mordisquea el labio. Lee cada vez más rápido, pasando impacientemente las hojas. Por fin levanta los ojos y me clava una mirada asesina.