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—Esto es una mierda, viejo —dice—. Realmente es una mierda. ¿A quién estás tratando de joder?

—Te garantizo que obtendrás un siete. Si quieres no me pagues hasta que te den la nota. Cualquier nota inferior al siete y te…

—No, escúchame. ¿Quién está hablando de notas? No puedo entregar esta basura. Mira, la mitad es jerga negra, y la otra mitad es una copiada directa de algún libro. Una mierda, eso es lo que es. El profe la va a leer, me va a mirar y me va a decir: “Lumumba, ¿quién te crees que soy? ¿Crees que soy un imbécil, Lumumba? Tú no has escrito esta basura”, me va a decir. No crees una sola palabra de lo que dice aquí. —Se pone de pie lleno de ira—. Mira, te voy a leer algo de esto, viejo. Te voy a enseñar lo que me has dado.—Pasando furiosamente las páginas, frunce el ceño, escupe, sacude la cabeza—. No. ¿Por qué diablos debo hacerlo? ¿Sabes lo que pretendes con esto? Te estás burlando de mí, eso es. Estás jugando con el negro estúpido, vieJo.

—Traté de que pareciera que lo habías escrito tú…

—Mentira. Trataste de joderme, viejo. Has escrito un montón de apestosa basura judía sobre Eurípides con la esperanza de que me metiera en líos al tratar de pasarla como si fuera mía.

—No es cierto. Hice el trabajo lo mejor posible, y sudé lo mío haciéndolo. Cuando contratas a alguien para que te escriba un trabajo, creo que debes estar preparado para esperar cierto…

—¿Cuánto tardaste? ¿Quince minutos?

—Ocho horas, quizá diez —le digo—. Sabes lo que creo que estás tratando de hacer, Lumumba? Estás tratando de hacer racismo conmigo. Judío por aquí, judío por allá; si odias tanto a los Judíos, ¿por qué no buscaste a un negro para que te escribiera el trabajo? ¿Por qué no lo escribiste tú mismo? Hice un trabajo honesto, y no me gusta oír que dices que se trata de una apestosa basura judía. Te repito que si lo entregas no hay duda de que sacarás buena nota, probablemente obtengas más de un siete.

—Me van a suspender, eso es lo que harán.

—No. No. Quizá no te das cuenta de lo que pretendo decirte. Deja que te lo explique. Si me lo das un minuto para que te lea un par de cosas…, quizá lo verás más claro si…

Me pongo de pie e intento cogerle el trabajo de las manos, pero él sonríe y lo sostiene bien alto sobre su cabeza. Necesita- ría una escalera para alcanzarlo. Saltar no serviría de nada.

—¡Vamos, maldito sea, no juegues conmigo! ¡Dame eso!

Doy un manotazo, y él mueve la muñeca y las seis hojas de papel remontan vuelo con el viento y son arrastradas hacia el este por College Walk. Desesperado, las miro alejarse. Aprieto los puños; un asombroso arranque de furia estalla en mí. Quiero hacerle pedazos su burlona cara.

—No has debido hacer eso —le digo—. No has debido tirarlo.

—Tienes que devolverme cinco dólares, viejo.

—Espera un momento. He hecho el trabajo que me pediste, y ahora…

—Dijiste que no cobras si el trabajo no es bueno. Muy bien, el trabajo es una mierda. No cobras. Dame los cinco dólares.

—No estás jugando limpio, Lumumba. Estás tratando de robarme.

—¿Quién está robando a quién? ¿Quién estableció lo de la devolución del dinero? ¿Yo? Tú. ¿Qué voy a entregar ahora? Voy a tener que entregar algo incompleto por tu culpa. Imagínate que por eso no me eligen para el equipo. ¿Eh? ¿Eh? ¿Qué hago entonces? Mira, viejo, me das ganas de vomitar. Dame los cinco dólares.

¿Dice en serio lo del reembolso? No sé qué pensar. La idea de devolverle el dinero me repugna, y no sólo porque perderé cinco dólares. Desearía poder leer su mente, pero no puedo obtener nada de él en ese nivel; ahora estoy completamente bloqueado. Intentaré hacerme el gallito.

Le digo:

—¿Qué es esto, esclavitud al revés? He hecho el trabajo, ¿no? Me importa un bledo las ridículas e irracionales razones que tienes para rechazarlo. No pienso devolverte los cinco dólares, al menos me quedaré con eso.

—Dame el dinero, viejo.

—¡Vete al diablo!

Comienzo a alejarme. Me agarra (su brazo, completamente extendido hacia mí, debe de ser tan largo como una de mis piernas) y me arrastra hacia él. Comienza a sacudirme. Me castañetean los dientes. Su sonrisa es más amplia que nunca, pero sus ojos son demoníacos. Aunque intento darle algún puñetazo, sostenido a distancia, ni siquiera puedo tocarlo. Empiezo a gritar. Nos está rodeando una muchedumbre. De repente, a la reunión se acercan tres o cuatro hombres con distintivos de la universidad en sus chaquetas, todos negros, todos gigantescos, aunque no tan grandes como Lumumba. Son sus compañeros de equipo. Se ríen, gritan, se divierten. Soy un juguete para ellos.

—Oye, hermano, ¿te está molestando? —pregunta uno de ellos.

—¿Necesitas ayuda, Yahya? —grita otro.

—¿Qué te está haciendo ese blanco hijo de puta, hermano?

—pregunta un tercero.

Forman un círculo y Lumumba me empuja hacia el hombre que está a su izquierda, que me agarra y me arroja hacia el que le sigue. Doy vueltas; me tambaleo; tropiezo; no me dejan caer. Giro y giro y giro. Un codo se estrella contra mi labio. El sabor a sangre está en mi boca. Alguien me da una bofetada, y mi cabeza vuela hacia atrás. Dedos que se hunden en mis costillas. Me doy cuenta de que voy a quedar hecho polvo, de que estos gigantes lo que van a hacer es darme una paliza. Una voz que apenas reconozco como la mía le ofrece a Lumumba su dinero, pero nadie lo nota. Siguen haciéndome girar del uno al otro. Ya no me abofetean, ni me clavan los dedos, sino que me dan puñetazos. ¿Dónde están los policías de la universidad? ¡Socorro! ¡Socorro! ¡Cerdos al rescate! Pero nadie viene. No puedo recobrar el aliento. Quisiera caer de rodillas y acurrucarme en el suelo. Me están gritando cosas, epítetos raciales, palabras que apenas comprendo, jerga negra que deben de haber inventado la semana pasada; no sé qué me están diciendo, pero percibo el odio en cada sílaba. ¿Socorro? ¿Socorro? El mundo da vueltas a mi alrededor con violencia. Ahora sé cómo se sentiría una pelota de baloncesto, si una pelota pudiera sentir. Los golpes continuos, la confusión del incesante movimiento. Por favor, alguien, cualquiera, ayúdenme, deténgalos. Dolor en mi pecho: un bulto de metal al rojo vivo detrás de mi esternón. No puedo ver. Sólo puedo sentir. ¿Dónde están mis pies? Por fin estoy cayendo. Miren qué rápido se precipitan hacia mí los escalones. El beso frío de la piedra me magulla las mejillas. Es posible que ya haya perdido el conocimiento; ¿cómo saberlo? Hay un consuelo, al fin. Ya no puedo caer más abajo.

22

Cuando David conoció a Kitty estaba preparado para enamorarse, muy maduro y ansioso de tener un lío sentimental. Quizá todo el problema fuese ése: lo que sintió por ella no fue tanto amor como la simple satisfacción ante la idea de estar enamorado. O quizá no. Nunca llegó a comprender del todo cuáles eran sus sentimientos hacia Kitty. Fue en el verano de 1963 cuando tuvo lugar su romance. Recuerda aquel verano como el último verano de esperanza y optimismo antes de que el largo otoño de caos entrópico y desesperanza filosófica se apoderara de la sociedad occidental. Por aquel entonces era Kennedy el que manejaba las cosas; aunque desde el punto de vista político no le iba demasiado bien, se las arreglaba para dar la impresión de que iba a mejorar las cosas, si no de un modo inmediato, sí al menos en su inevitable segundo período de mandato. Acababan de prohibirse las pruebas nucleares atmosféricas. Se estaba instalando la línea de emergencia entre Washington y Moscú. Bush, el ministro de asuntos exteriores, había anunciado en agosto que el gobierno survietnamita rápidamente iba tomando control de zonas adicionales del campo. Todavía no había llegado a cien el número de norteamericanos muertos en la guerra de Vietnam.

Selig tenía veintiocho años y se acababa de mudar de su apartamento en Brooklyn Heights a uno más pequeño en la calle Setenta Oeste. Entonces estaba trabajando como corredor de bolsa, la más improbable de todas las cosas a las que se podía haber dedicado. Aquello había sido idea de Tom Nyquist. Después de seis años, Nyquist seguía siendo no sólo su amigo más íntimo, sino posiblemente también el único, pese a que en los últimos dos años su amistad se había debilitado considerablemente. La seguridad casi arrogante en sí mismo de Nyquist molestaba cada vez más a Selig, a quien le parecía conveniente poner distancia, tanto psicológica como geográfica, entre su amigo y él. Melancólicamente, un día Selig le había comentado que si sólo pudiera arreglárselas para juntar un montón de dinero (unos 25.000 dólares, digamos), se iría a una isla lejana y pasaría un par de años escribiendo una novela, un relato especializado sobre el aislamiento en la vida contemporánea, o algo por el estilo. Nunca había escrito nada serio y no estaba seguro de ser sincero diciendo que quería hacerlo. Tenía la secreta esperanza de que Nyquist le diera el dinero, si le daba la gana podía reunir 25.000 dólares con el trabajo de una sola tarde, y le dijera: “Toma, amigo, vete y haz algo creativo”. Pero Nyquist no hacía las cosas de ese modo. En lugar de eso, le dijo que para alguien que no tenía dinero la forma más fácil de ganarlo y mucho en poco tiempo era conseguir un empleo en una firma de corredores de bolsa. Las comisiones serían razonables, lo suficiente para vivir y un poco más, pero el verdadero dinero vendría de seguir las maniobras a los corredores experimentados: las ventas al descubierto, las compras de nuevas emisiones, las tácticas de arbitraje. Si te esmeras lo suficiente, le dijo Nyquist, puedes ganar tanto dinero como quieras. Selig le dijo que no sabía nada sobre Wall Street.