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—En sólo tres días podría enseñártelo todo —dijo Nyquist.

De hecho, no tardó tanto. Selig se deslizó dentro de la mente de Nyquist con la intención de hacer un curso acelerado sobre terminología financiera. Nyquist tenía todas las definiciones perfectamente ordenadas: acciones ordinarias y preferidas, ventas al descubierto y especulaciones, opción de venta y compra, pagarés, convertibles, ganancia de capital, colocaciones especiales, fondos de capital limitado contra fondos abiertos, ofertas secundarias, especialistas y lo que hacen, el mercado no inscrito, los promedios Dow-Jones, tablas de unidades y precios, y todo lo demás. Selig memorizó todo eso. Las transferencias mentales con Nyquist tenían una cualidad vívida que hacía que resultara fácil memorizar las cosas. El siguiente paso fue inscribirse como aprendiz. Todas las grandes firmas de corredores estaban buscando principiantes: Merrill Lynch Goodbody, Hayden Stone, Clark Dodge y otras muchas. Al azar, Selig eligió una y solicitó un empleo. Como examen preliminar, le hicieron una serie de preguntas sobre el mercado de valores. La mayoría de las respuestas se las sabía, y las que no las sacó de la mente de los otros aspirantes, la mayoría de los cuales desde su más tierna infancia había estado observando el mercado. Su nota fue excelente y le concedieron el empleo. Tras un breve período de aprendizaje, pasó la prueba para obtener la licencia y, al cabo de poco tiempo, era ya un representante matriculado que operaba en una oficina de corredores bastante nueva en Broadway, cerca de la calle Setenta y Dos.

En la oficina trabajaban cinco corredores, todos bastante jóvenes. La clientela era mayoritariamente judía y, por lo general, geriátrica: viudas de setenta y cinco años que vivían en los inmensos edificios de apartamentos de la calle Setenta y Dos, y fabricantes de ropa retirados que mordisqueaban cigarros y residían en la avenida West End y Riverside Drive. Algunos tenían bastante dinero, que invertían del modo más cauteloso posible. Otros no tenían prácticamente nada, pero insistían en comprar cuatro acciones de Con Edison o tres de Teléfonos para tener la ilusión de prosperidad. Dado que la mayoría de los clientes era de edad avanzada y no trabajaba, la casi totalidad de las transacciones de la oficina se realizaba en persona, y no a través del teléfono. Siempre había diez o doce ciudadanos de edad charlando frente a las pizarras de las acciones y, de vez en cuando, uno de ellos se dirigía hacia la mesa de su corredor favorito y le entregaba un pedido. Cuando se cumplía el cuarto día de trabajo de Selig, un venerable cliente sufrió un fatal accidente cardiaco durante un recobro de nueve puntos. Nadie pareció sorprenderse ni consternarse, ni los corredores ni los amigos de la víctima. Al cabo de un tiempo Selig supo que solían morir clientes en la oficina aproximadamente una vez por mes. El destino. Cuando se llega a cierta edad, se empieza a esperar que, en cualquier momento, los amigos caigan muertos.

Selig se convirtió pronto en un favorito, especialmente entre las ancianas; les agradaba porque era un muchacho judío muy gentil, y varias le ofrecieron presentarle a sus nietas. Aunque muy cortésmente, siempre rechazaba estos ofrecimientos; se esmeraba por ser atento y paciente con ellas, por hacer el papel del nieto. La gran mayoría la formaba mujeres ignorantes, prácticamente analfabetas, cuyos dominantes, codiciosos y propensos a las enfermedades coronarias maridos las habían mantenido durante toda la vida en un estado de inocencia. Ahora, al haber heredado más dinero del que podían gastar, no tenían una idea demasiado clara de cómo manejarlo, dependiendo por completo del gentil y joven corredor de bolsa. Al examinar sus mentes, Selig casi siempre las encontraba opacas y tristemente vacías (¿cómo se podía vivir hasta los setenta y cinco años sin haber tenido jamás una idea?), pero algunas de las señoras más vivarachas mostraban una enérgica y apasionada rapacidad campesina, encantadora a su modo. Los hombres eran más difíciles de tratar: podridos de dinero, siempre iban a la caza de más. La vulgaridad y ferocidad de sus ambiciones le repugnaban, y no se introducía en sus mentes más de lo necesario, sólo para tener una mejor idea del objetivo de sus inversiones para poder servirles como ellos querían. Llegó a la conclusión de que un mes entre gente como ésa le bastaría para convertir a un Rockefeller en socialista.

Aunque estable, el negocio no era nada espectacular; cuando consiguió tener su propio núcleo de clientes, la comisión de Selig ascendió a unos 160 dólares semanales, que era más dinero del que nunca había ganado, pero ni mucho menos el tipo de ingresos que había imaginado que tenían los corredores.

—Has tenido suerte viniendo aquí en primavera —le dijo uno de los otros corredores—. Durante los meses de invierno todos los clientes se van a Florida y aquí nos podemos morir antes de que alguien nos proporcione algún negocio.

Tal como había predicho Nyquist, operando por su cuenta le fue posible obtener algunas buenas ganancias; siempre había interesantes negocios que circulaban por la oficina, pronósticos seguros que proporcionaban buenas ganancias. Sus ahorros comenzaron con 350 dólares y pronto aumentó su capital a una elevada suma de cuatro cifras, ganando dinero con Chrysler Control Data, RCA y Sunray DX Oil, operando con rapidez gracias a rumores de fusiones, división de acciones o aumentos dinámicos de las ganancias. Pero también descubrió que Wall Street se mueve en dos direcciones, y gran parte de sus ahorros se esfumaron debido a operaciones hechas a destiempo en Brunswick, Beckman Instruments y Martin Marietta. Se empezaba a dar cuenta de que jamás iba a ganar lo suficiente como para irse lejos y escribir esa novela. Posiblemente era mejor así. ¿Acaso el mundo estaba necesitado de otro novelista aficionado? Se cuestionó sobre lo que haría después. Cuando llevaba tres meses trabajando como corredor, y con algún dinero en el banco, aunque no demasiado, se encontraba terriblemente aburrido.

La suerte le deparó a Kitty. A las nueve y media de una sofocante mañana del mes de julio entró en la oficina. El mercado aún no había abierto, el verano había hecho que la mayoría de los clientes huyeran a los Catskills, y las únicas personas que había en la oficina eran Martinson, el gerente, Nadel, uno de los corredores, y Selig. Martinson estaba verificando unas cuentas, Nadel hablaba por teléfono con alguien del centro tratando de realizar una maniobra complicada en American Photocopy, y Selig, ocioso, estaba soñando despierto con enamorarse de la hermosa nieta de alguien. Entonces abrió la puerta y entró la hermosa nieta de alguien. Aunque no era exactamente hermosa, sí era atractiva: una chica de veintitantos años, delgada y bien proporcionada, un metro cincuenta y ocho o uno sesenta, de pelo castaño claro sedoso, ojos azules verdosos, facciones delicadas y una figura graciosa y esbelta. Parecía tímida, inteligente, de algún modo inocente, una curiosa mezcla de sabiduría y candidez. Llevaba una blusa de seda blanca (había una cadena de oro sobre los pechos algo pequeños) y una falda color castaño que le llegaba hasta los tobillos y ofrecía un indicio de excelentes piernas debajo. No, no era una chica hermosa, pero sin duda atractiva. Agradable de mirar. ¿Qué diablos viene a hacer este templo de Mammon a su edad?, se preguntó Selig. Ha llegado con cincuenta años de antelación. La curiosidad lo llevó a enviar una sonda para que atravesara su frente mientras caminaba hacia él. Para buscar sólo datos superficiales: nombre, edad, estado civil, domicilio, número de teléfono, motivo de la visita. … ¿qué más?