—Te felicito.
—No vayas tan rápido, la cuestión es que no pude leer su mente en absoluto. Quiero decir que ni tan siquiera pude recibir una emanación. Un blanco, un blanco absoluto. Jamás me había pasado eso con nadie. ¿Y a ti?
—Creo que tampoco.
—Un blanco total. No lo entiendo. ¿Cómo puede explicarse que tenga una pantalla tan resistente?
—Es posible que hoy estés cansado —sugirió Nyquist.
—No. No. Puedo leer a todos los demás como siempre, pero a ella no.
—¿Y eso te molesta?
—Por supuesto que sí.
—¿Por qué dices por supuesto?
A Selig le parecía obvio. Sabía que lo que Nyquist estaba haciendo era provocarle: la voz tranquila, sin inflexiones, neutral. Un juego. Una forma de pasar el tiempo. Deseó no haber llamado. Parecía que estaban anotando algo importante en la pizarra de acciones, y el otro teléfono estaba sonando. Nadel atendió y le lanzó una mirada furiosa: ¡Vamos, viejo, hay mucho trabajo!
Selig dijo con brusquedad:
—Bueno, pues me interesa mucho. Y me molesta no encontrar la forma de llegar a su verdadero yo.
Nyquist dijo:
—Lo que quieres decir es que te molesta no poder espiarla.
—No me gusta esa frase.
—¿De quién es? Mía no. Así es cómo consideras lo que hacemos, ¿verdad? Piensas que espiamos. Te sientes culpable por espiar a la gente, ¿no? Pero por lo visto también te irrita no poder hacerlo.
—Supongo que sí—admitió Selig malhumorado.
—Con esta chica te ves forzado a emplear viejas y torpes técnicas de las conjeturas que el resto del mundo está condenado a usar todo el tiempo para tratar con la gente, y eso no te gusta. ¿No es así?
—Haces que parezca algo tan malo, Tom.
—¿Qué quieres que te diga?
—No quiero que me digas nada. Simplemente te estoy comentando que a esta chica no puedo leerle la mente, que nunca me había ocurrido nada parecido, y me pregunto si tienes alguna teoría que explique por qué me sucede esto con ella.
—No la tengo —dijo Nyquist—. Al menos en este momento no se me ocurre.
—Muy bien. Entonces…
Pero Nyquist no había terminado.
—Como comprenderás, no puedo saber si es impenetrable para el proceso telepático o sólo impenetrable para ti, David.
Esa posibilidad ya se le había ocurrido a Selig un momento antes. Le parecía muy inquietante. Nyquist siguió hablando con suavidad.
—¿Por qué no la invitas a venir a casa uno de estos días y me dejas echarle un vistazo? Es posible que de ese modo pueda enterarme de algo interesante con respecto a ella.
—Eso haré —dijo Selig sin demasiado entusiasmo.
Sabía que una reunión como ésa era inevitable y necesaria, pero la idea de exponer a Kitty ante Nyquist le resultaba inquietante. No tenía nada claro por qué le ocurría eso.
—Uno de estos días —dijo—. Oye, están sonando todos los teléfonos. Te llamaré, Tom.
—Dale un beso de mi parte —dijo Nyquist.
23
David Selig
Estudios Selig 101, Prof. Selig
10 de noviembre de 1976
La física define la entropía como una expresión matemática del grado en que se distribuye un sistema termodinámico de modo que no pueda convertirse en trabajo. En términos metafóricos más generales, se puede considerar la entropía como la irreversible tendencia de un sistema, incluyendo el universo, hacia la inercia y el desorden crecientes. Ello significa que las cosas tienden a empeorar cada vez más, hasta que al final todo irá tan mal que incluso nos faltarán los medios para saber cuán mal están.
El gran físico norteamericano Josiah Willard Gibbs (1839-1903) fue el primero en aplicar la segunda ley de la termodinámica (la ley que define el desorden creciente de energía que se mueve al azar dentro de un sistema cerrado) a la química. Gibbs fue quien, con mayor firmeza, anunció el principio de que el desorden aumenta espontáneamente a medida que el universo envejece. Entre los que extendieron las ideas de Gibbs al campo de la filosofía se encuentra el brillante matemático Norbert Wiener (1894-1964) que, en su libro titulado Cibernética y sociedad declaró: “Al aumentar la entropía. el universo, junto con todos los sistemas cerrados que contiene, tiende de un modo natural a empeorar y a perder sus caracteres distintivos, a pasar del estado menos probable al más probable, de un estado de organización y diferenciación, en el que existen las distinciones y las formas, a otro de caos y monotonía. En el universo de Gibbs el orden es lo menos probable, el caos lo más probable. Pero mientras que el universo en su totalidad, si es que existe un universo total, tiende a ese estado definitivo, existen enclaves concretos cuya dirección parece ser opuesta a la del universo como un todo y en los que hay una tendencia limitada y temporal a aumentar la complejidad de su organización. La vida encuentra asilo en algunos de estos enclaves”.
Por lo tanto, Wiener aclama a los seres vivos en general y a los seres humanos en particular como héroes en la guerra contra la entropía, la que considera idéntica a la guerra contra el mal en otro pasaje: ” Este elemento aleatorio, esta carencia de totalidad orgánica [es decir, el elemento fundamental del azar en la organización del universo], es algo que, sin llevar el simbolismo verbal demasiado lejos, puede considerarse como el mal”. Los seres humanos, según Wiener, realizan procesos negentrópicos. Tenemos órganos sensoriales. Nos comunicamos los unos con los otros. Utilizamos lo que aprendemos de los demás. Por lo tanto, somos más que simples víctimas pasivas de la propagación espontánea del caos universal. “Nosotros, los seres humanos, no somos sistemas aislados. Ingerimos alimento tomado del exterior que produce energía y, como resultado, somos parte de ese mundo más amplio que contiene las fuentes de nuestra vitalidad. Pero lo más importante es que recibimos información mediante nuestros sentidos, y que actuamos de acuerdo con esa información.” En otras palabras, hay una retroalimentación. A través de la comunicación aprendemos a controlar nuestro ambiente, y Wiener dice: “Con el control y la comunicación luchamos siempre contra la tendencia de la naturaleza a degradar lo organizado y destruir lo que tiene sentido; la tendencia… de la entropía a aumentar”. Muy a la larga, inevitablemente, la entropía nos golpeará a todos; por ahora podemos defendernos. “Todavía no somos los espectadores de las últimas escenas de la muerte del mundo.”
¿Pero qué ocurre si un ser humano comienza a transformarse, involuntariamente o por elección, en un sistema aislado?
Un ermitaño, pongamos por caso. Vive en una cueva oscura. No penetra ninguna información. Se alimenta con hongos. Eso le da la suficiente energía como para seguir viviendo, pero no recibe ningún otro tipo de energía. Se ve forzado a depender de sus propios recursos mentales y espirituales, que con el tiempo llega a agotarlos. Gradualmente el caos se va extendiendo en él, gradualmente las fuerzas de la entropía toman posesión de este ganglio, de aquella sinapsis. Cada vez recibe una menor cantidad de datos sensoriales hasta que su rendición a la entropía es total. Deja de moverse, de crecer, de respirar, se detiene todo tipo de funcionamiento en él. Se conoce a esta condición como la muerte.
No es necesario esconderse en una cueva. Uno puede hacer una migración interior, aislándose de las fuentes de energía vital. Esto se hace a menudo porque las fuentes de energía parecen representar amenazas para la estabilidad de la persona. En efecto, la energía recibida amenaza a la persona: un empujón por lo general, rompe el equilibro. Aunque a menudo se olvida este hecho, el equilibrio mismo es una amenaza para la persona. Hay matrimonios que luchan con todas sus fuerzas para alcanzar el equilibrio; se encierran herméticamente, se aferran el uno al otro dejando afuera al resto del universo, convirtiéndose en un sistema cerrado de dos personas del cual toda vitalidad es expulsada firme e inexorablemente por el equilibrio mortífero que ellos mismos han creado. También dos pueden morir del mismo modo que uno, si están lo suficientemente aislados de todo lo demás. A esto le doy el nombre de falacia monogámica. Mi hermana Judith dijo que dejó a su marido porque se sentía morir, día a día, mientras vivía con él. Desde luego, Judith es una ramera.