Naturalmente, el bloqueo sensorial no es siempre un hecho en el que interviene la voluntad. Nos guste o no, nos ocurre. Si no entramos en la caja por nuestra cuenta, de todos modos nos empujarán adentro. Cuando digo que a la larga la entropía nos golpeará a todos inevitablemente, me refiero a eso. No importa lo vitales, lo vigorosos, lo devoradores del mundo que seamos, con el tiempo la energía disminuye. La vista, el oído, el tacto, el olfato: todo se va, como dijo el viejo y querido Will S., y terminamos sin dientes, sin ojos, sin gusto, sin nada. Sin nada. O, como lo expresó el mismo caballero ingenioso, de hora en hora maduramos y maduramos, y luego, de hora en hora nos pudrimos y pudrimos, y aquí se acaba el cuento.
Me ofrezco como un caso en cuestión. ¿Qué nos revela la triste historia de este hombre? Una inexplicable disminución de unos poderes que una vez fueron extraordinarios. Una reducción de la energía recibida. Una muerte menor que tiene lugar mientras aún está con vida. ¿No soy una víctima de las guerras entrópicas? ¿Acaso no me consumo hasta llegar a la estasis y el silencio ante vuestros propios ojos? ¿No es evidente y aguda mi angustia? ¿Quién seré cuando haya dejado de ser yo mismo? Estoy muriendo la muerte por calor. Una declinación espontánea. Una sacudida repentina de probabilidad me va deshaciendo. Y me voy convirtiendo en nada. Me estoy volviendo cenizas. Esperaré aquí a que la escoba recoja mis restos.
Muy elocuente, Selig. Tiene un 8. Su trabajo tiene fuerza y claridad, y muestra una excelente comprensión de los problemas filosóficos en los que se fundamenta. Puede estar al frente de la clase. ¿Se siente mejor ahora?
24
Fue una idea absurda, Kitty, una estúpida fantasía. Nunca hubiera podido dar resultado. Te estaba pidiendo lo imposible. Realmente, sólo había una consecuencia concebible: que te irritara, te aburriera y te alejara de mí. Bueno, culpa a Tom Nyquist. Fue idea de él. No, cúlpame a mí. No tenía por qué escuchar sus absurdas ideas, ¿no? Cúlpame a mí. Cúlpame a mí.
Axioma: Tratar de rehacer el alma de un ser amado es un pecado contra el amor, aunque uno crea que amará más a esa persona después de haberla transformado en otra cosa.
Nyquist dijo:
—Quizá ella también lee los pensamientos, y el bloqueo se debe a una simple cuestión de interferencia, un choque entre tu transmisión y la de ella, que anula las ondas en un sentido o en ambos. De modo que no hay transmisión de ella hacia ti y probablemente tampoco de ti hacia ella.
—Lo dudo mucho —le dije.
Era el mes de agosto de 1963, dos o tres semanas después de habernos conocido. Aunque todavía no estábamos viviendo juntos, ya nos habíamos acostado un par de veces.
—No tiene la más mínima habilidad telepática —insistí—. Es absolutamente normal. Eso es lo esencial en ella, Tom, es una chica absolutamente normal.
—No estés tan seguro —dijo Nyquist.
El aún no te había conocido. Quería conocerte, pero yo no había arreglado nada. Jamás había oído tu nombre.
Le dije:
—Si hay algo que sé de ella es que es una chica cuerda, sana, equilibrada y absolutamente normal. Por lo tanto, no lee los pensamientos.
—Porque los que leen los pensamientos son locos, enfermos y desequilibrados. Como tú y yo, ¿no es eso lo que quieres decir? No generalices, viejo.
—El don tuerce el espíritu —dije—. Oscurece el alma.
—Tal vez la tuya, pero no la mía.
En eso tenía razón. La telepatía no le había dañado. Los problemas que yo tenía posiblemente eran los mismos aunque hubiese nacido sin el don. No puedo atribuir todas mis inadaptaciones a la presencia de una habilidad inusual, ¿no? Y Dios sabe la cantidad de neuróticos que hay por ahí que no han leído una mente en su vida.
Silogismo:
Algunos telépatas no son neuróticos.
Algunos neuróticos no son telépatas.
Por lo tanto, la telepatía y la neurosis no están necesariamente relacionadas.
Corolario:
Se puede parecer absolutamente normal y, aun así, tener el poder.
Ante esto, mi postura fue muy escéptica. Nyquist admitió, bastante presionado, que si tenías el poder lo más probable es que ya me lo hubieras revelado a través de ciertos hábitos inconscientes que cualquier telépata reconocería en seguida; y esos hábitos no los había detectado. Sin embargo, me sugirió que podías ser una telépata latente: que el don estaba en ti, no desarrollado, sin funcionar, oculto en el centro de tu mente e impidiendo de algún modo que yo te la pudiera leer. Sólo era una hipótesis, dijo. Pero me tentó.
—Supón que tiene este poder latente —le dije—. ¿Crees que se lo podría despertar?
—¿Por qué no?
Yo deseaba creerlo. Tenía esa visión de ti despertando a una capacidad receptiva total, pudiendo recibir transmisiones con tanta facilidad y claridad como nos sucedía a Nyquist y a mí. ¡Qué intenso sería nuestro amor, entonces! Estaríamos completamente abiertos el uno al otro, despojados de todas las pequeñas simulaciones y defensas que impiden, incluso a los amantes más íntimos, alcanzar realmente la unión de sus almas. Yo ya había puesto a prueba una forma limitada de ese tipo de intimidad con Tom Nyquist, pero está claro que no sentía amor por él, en realidad ni siquiera me gustaba. Por lo tanto, fue un desperdicio, una ironía brutal que nuestras mentes pudieran tener un contacto tan íntimo. ¿Pero tú? ¡Si sólo pudiera despertarte, Kitty! ¿Y por qué no? Le pregunté a Nyquist si le parecía posible. Averígualo por ti mismo, me dijo. Haz experimentos. Cogeos de las manos, sentaos juntos en la oscuridad, utiliza tu energía para tratar de llegar hasta ella. Vale la pena probarlo, ¿no? Sí, le dije, por supuesto que vale la pena.
Parecías estar latente en tantos otros aspectos, Kitty: un ser humano en potencia más que uno verdadero. Te rodeaba un aire de adolescencia. Parecías mucho más joven de lo que en realidad eras; si no hubiera sabido que ya te habías graduado en la universidad, habría dicho que tenías dieciocho o diecinueve años. No habías leído mucho más de lo que estuviera fuera de tus campos de interés (matemáticas, computadoras, tecnología) y, como en esos intereses no coincidíamos, consideraba que no habías leído absolutamente nada. No habías viajado; tu mundo lo limitaban el Atlántico y el Mississippi; un verano en Illinois había sido el gran viaje de tu vida. Ni siquiera habías tenido una gran experiencia sexuaclass="underline" en veintidós años sólo tres hombres, y sólo uno de ellos fue una relación seria, ¿no es así? Así que te veía como un diamante en bruto esperando las manos del tallador. Yo sería tu Pigmalión.
En septiembre de 1963 viniste a vivir a mi apartamento. Pasabas tanto tiempo allí que estuviste de acuerdo en que no tenía ningún sentido tantas idas y venidas. Me sentía un hombre casado: medias mojadas que colgaban de la barra de la cortina de la ducha, dos cepillos de dientes sobre la repisa, largos pelos castaños en el lavabo. Todas las noches, tu calor junto a mí en la cama. Mi vientre contra tus suaves y frías nalgas, hombre y mujer. Te daba libros para leer: poesía, novelas, ensayos. ¡Con qué diligencia los devorabas! Leías a Trilling en el autobús camino del trabajo y a Conrad durante las tranquilas horas después de la cena y a Yeats un domingo por la mañana mientras yo salía a buscar el Times. Aun así, no parecías asimilar nada; no tenías una inclinación natural hacia la literatura; creo que te resultaba difícil distinguir a Lord Jim de Jim, el afortunado, a Malcolm Lowry de Malcolm Cowley, a James Joyce deJoyce Kilmer. Tu mente brillante, tan capaz de comprender el COBOL y el FORTRAN, no podía descifrar el lenguaje de la poesía, y solías levantar la vista de La tierra baldía, desconcertada, para hacerme alguna tonta pregunta de chica de escuela secundaria que me dejaba irritado durante horas. A veces pensaba que eras un caso perdido. Aunque un día en que el mercado de valores estaba cerrado me llevaste a tu trabajo y escuché tus explicaciones sobre el equipo y tus funciones como si me estuvieras hablando en sánscrito. Distintos mundos, distintos tipos de mentes. Sin embargo, siempre tenía la esperanza de crear un puente.