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También podía, y en cierta medida aún puedo, prever intenciones inmediatas, tales como la decisión de darle un derechazo en la mandíbula de alguien. Mi modo de saber estas cosas varía. A veces recibo una manifestación verbal interna coherente: Ahora voy a darle un derechazo en la mandíbula o, si ese día el poder está trabajando en niveles más profundos, simplemente recibo toda una serie de instrucciones no verbales en los músculos que, en una fracción de segundo, se suma al proceso de levantar el brazo derecho para golpear la mandíbula. Llámenlo lenguaje del cuerpo en la longitud de onda telepática.

Hay otra cosa que, aunque no siempre, he podido hacer: sintonizar las capas más profundas de la mente, el lugar donde habita el alma, si así prefieren llamarla. Donde la conciencia se halla bañada por una densa niebla de confusos fenómenos inconscientes. Allí donde se ocultan miedos, esperanzas percepciones, pasiones, propósitos, recuerdos, posiciones filosóficas, principios morales, anhelos, pesares, toda la acumulación confusa de hechos y actitudes que definen al yo íntimo. Generalmente, alguna parte de todo esto se filtra aun cuando establezco el más superficial contacto: no puedo evitar recibir cierta cantidad de información acerca de la coloración del alma. Pero alguna que otra vez, ahora ya casi nunca clavo mis garfios en la sustancia verdadera, en la totalidad de la persona. Con ello experimento éxtasis, una sensación de contacto electrizante. Todo ello unido, por supuesto, a una sensación de dolorosa y entumecedora culpa debido a mi fisgoneo totaclass="underline" ¿cuánto más mirón puede ser un hombre? A propósito, el alma habla un idioma universal. Cuando, pongamos por caso, miro dentro de la mente de la señora Esperanza Domínguez y recibo de ella un cotorreo en español, en realidad no sé qué está pensando, porque no entiendo mucho de español. Pero si llegara a las profundidades de su alma tendría una comprensión absoluta de todo lo que allí encontrara. La mente puede pensar en español, vasco, húngaro o finlandés, pero el alma piensa en un idioma sin idioma, accesible a cualquier engendro curioso y solapado que llega a escudriñar sus misterios.

No importa. Ahora estoy perdiendo todo ese poder.

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Paul F. Bruno

Literatura Comparada 18, Prof. Schmitz

15 de octubre de 1976

Las novelas de Kafka

En el mundo de pesadilla de El proceso y El castillo hay una sola cosa segura: que la figura central, que significativamente se conoce por la inicial K, está condenada a la frustración. Aparte de esto, el resto es nebuloso e incierto, salas de tribunal surgen de departamentos, guardianes misteriosos le devoran a uno el desayuno, un hombre que se cree que es Sordini es en realidad Sortini. En cuanto al hecho central no cabe duda: K fracasará en su intento de alcanzar la gracia.

El tema de ambas novelas es el mismo, la estructura básica es aproximadamente la misma. En ambas, K busca la gracia y es conducido a la comprensión final de que le será negada. (Aunque El castillo no tiene final, su conclusión parece clara.) Kafka introduce a sus héroes en sus respectivas situaciones de maneras opuestas. En El proceso, Joseph K. permanece en actitud pasiva hasta que la inesperada llegada de los dos guardianes lo lanzan dentro de la acción del libro. En un principio, El castillo muestra a K como un personaje activo que, por su cuenta, realiza esfuerzos para llegar al misterioso castillo. Sin embargo, no hay duda alguna de que el castillo lo llamó primero a él; dado que la acción no se originó en él mismo, comenzó siendo un personaje tan pasivo como Joseph K. La diferencia reside en que El proceso comienza en un punto anterior en la corriente temporal de la acción; de hecho, en el punto más anterior posible. El castillo observa más exactamente la antigua regla de comenzar inmedias res, con K ya convocado y tratando de llegar al castillo.

El comienzo de ambos libros es rápido. Joseph K. es arrestado en el inicio mismo de El proceso, y K llega a lo que cree será la última parada antes del castillo en la primera página de la novela. De ahora en adelante ambos K luchan vanamente para lograr sus objetivos (en El castillo, simplemente llegar a la cima de la colina; en El proceso, primero comprender la naturaleza de su culpa y luego, al abandonar la esperanza de lograrlo, conseguir la absolución sin comprenderla). De hecho, con cada acción que realizan, ambos personajes se alejan más de su objetivo. El proceso alcanza su punto culminante en la maravillosa escena de la Catedral, probablemente la secuencia más aterradora en toda la obra de Kafka; en ella se permite a K que se dé cuenta de que es culpable y que jamás podrá ser absuelto. El capítulo siguiente, en el que se describe la ejecución de K, es poco más que un apéndice anticlimático. El castillo, menos completo que El proceso, carece del equivalente de la escena de la Catedral (¿quizá Kafka no pudo idearlo?) y, por lo tanto, artísticamente es menos satisfactorio que El proceso, una obra más breve, más profunda, con una estructura más compacta.

A pesar de su aparente sencillez, las dos novelas parecen haber sido construidas a partir de la estructura tripartita fundamental del ritmo trágico, denominada por el crítico Kenneth Burke “propósito, pasión, percepción”. El proceso, sigue este esquema con mayor éxito que el incompleto El castillo; a través de la obra se muestra el propósito, alcanzar la absolución, como la pasión más atormentadora que un héroe ficticio haya sufrido jamás. Finalmente, cuando Joseph K ha cambiado su originaria actitud de desafío y confianza en sí mismo por un estado mental temeroso y tímido, y evidentemente está listo para rendirse a las fuerzas del Tribunal, el momento último de la percepción es inminente.

El agente utilizado para conducirlo a la escena del clímax es una clásica figura kafkiana: el misterioso “colega italiano que visitaba por primera vez la ciudad y tenia importantes e influyentes contactos que lo convertían en alguien importante para el Banco”. La imposibilidad de la comunicación humana, tema constante en toda la obra de Kafka, también la encontramos aquí: aunque Joseph se ha pasado la mitad de la noche estudiando italiano, preparándose para la visita, con lo que está medio dormido, el extranjero habla un desconocido dialecto sureño que Joseph no puede comprender. Luego —un toque cómico como coronación— el extranjero comienza a hablar en francés, pero su francés resulta igualmente difícil de entender, y su tupido bigote frustra los intentos de Joseph de leerle los labios.

Una vez que llega a la Catedral, que le han pedido que muestre al Italiano (quien, como no nos sorprende descubrir, falta a la cita), la tensión aumenta. Joseph se pasea por el interior del edificio, de un edificio vacío, oscuro, frío, sólo iluminado por velas que brillan a lo lejos con vacilante llama, mientras afuera, la noche comienza a caer con inexplicable rapidez. Luego, el sacerdote le llama y le relata la alegoría del Portero. Sólo cuando concluye la historia nos damos cuenta de que no la hemos comprendido en absoluto; lejos de ser el cuento simple que pareció en un principio, se revela como algo complejo y difícil. Joseph y el sacerdote discuten minuciosamente la historia, cual dos eruditos rabinos polemizando acerca del Talmud. Poco a poco, las implicaciones van quedando claras, y tanto Joseph como nosotros vemos que la luz que fluye desde la puerta hasta la Ley no será visible para él hasta que ya sea demasiado tarde.