“¿Y bien? ¿Qué te parece?”
Pero estaba demasiado ocupado atendiendo a los demás invitados como para entrar en mi mente, y no recibió mi pregunta. Tuve que buscar mis propias respuestas en su cabeza. Me introduje (me echó un vistazo desde el otro extremo de la habitación, dándose cuenta de lo que estaba haciendo) y le escudriñé para obtener información. Típicas capas triviales de anfitrión cubrían sus niveles superficiales; ofrecía tragos, encauzaba una conversación y simultáneamente hacía señas para que trajeran las bandejas con comida de la cocina e interiormente revisaba la lista de invitados para saber quién faltaba por llegar. Con cierta rapidez atravesé todo ese material y en un instante hallé el lugar de sus pensamientos sobre Kitty. En seguida averigüé lo que quería y temía. Él podía leerte. Sí. Para él eras tan transparente como todos los demás. Por motivos que ninguno de los dos sabíamos, sólo eras opaca para mí. Nyquist había penetrado al instante en tu mente, te había evaluado, se había formado una opinión de ti, y allí estaba para que yo la examinara: te veía desmañada, inmadura, ingenua, pero también atractiva y encantadora. (Así es como realmente te veía. No estoy tratando, por motivos ocultos, de hacerlo parecer más crítico de lo que realmente fue. Eras muy joven, eras muy simple, y él lo veía.) El descubrimiento me dejó aturdido. Me invadieron los celos. ¡Pensar que durante tantas semanas yo había trabajado con tanto ahínco para llegar a ti, sin llegar a ninguna parte, y él podía hundirse con tanta facilidad en lo más profundo de tu mente, Kitty! En seguida tuve una sospecha. Nyquist y sus maliciosos juegos: ¿era éste uno más? ¿Podía leerte? ¿Cómo podía estar seguro de que no había plantado algo ficticio en su mente para mí? Leyó eso en mi mente:
“¿No confías en mí? Claro que la estoy leyendo.”
“Quizá sí, quizá no. ”
“¿Quieres que te lo demuestre?”
“¿Cómo?”
“Observa.”
Sin dejar ni por un momento de interpretar su papel de anfitrión, entró en tu mente mientras yo seguía conectado a la de él. Y así, a través de él, eché mi primer y último vistazo a tu interior, Kitty, reflejado por vía de Tom Nyquist. ¡Ah! Ojalá no hubiera querido echar ese vistazo. Me vi a mí mismo a través de tus ojos y a través de su mente. Al menos físicamente me veía mejor de lo que había imaginado, mis espaldas más anchas de lo que en realidad son, la cara más delgada, las facciones más regulares. No cabía duda de que respondías a mi cuerpo. ¡Pero las asociaciones emocionales! Me veías como un padre severo, un profesor inflexible, un tirano gruñón. ¡Lee esto, lee aquello, mejora tu mente, muchacha! ¡Estudia mucho para ser digna de mí! ¡Ah! ¡Ah! Y ese foco ardiente de resentimiento a causa de nuestros experimentos extrasensoriales: más que inútiles para ti, un terrible fastidio, una excursión hacia la locura un molesto y agobiante peso. Ser fastidiada todas las noches por un monomaniaco como yo. Incluso nuestras relaciones sexuales se veían invadidas por la tonta búsqueda de un contacto mental. ¡Qué harta que estabas de mí, Kitty! ¡Cuán monstruosamente aburrido me creías!
Con aquel instante de semejante revelación tuve más que suficiente. Lleno de dolor, retrocedí, alejándome en seguida de la mente de Nyquist. Recuerdo que me miraste alarmada, como si en algún nivel subliminal supieras que había unas energías mentales que estaban cruzando la habitación como un rayo, revelando las intimidades de tu alma. Parpadeaste, tus mejillas enrojecieron, y rápidamente tomaste un trago de tu vaso. Nyquist me lanzó una sarcástica sonrisa. No me atreví a mirarle directamente a los ojos. Incluso entonces me resistía a creer en lo que me había mostrado. ¿Acaso no había visto en otras ocasiones extraños efectos de refracción en tales transmisiones? ¿No debería desconfiar de la exactitud de su transmisión de tu imagen de mí? ¿No la estaría sombreando y coloreando? ¿Introduciendo distorsiones y magnificaciones disimuladas? ¿De verdad te fastidiaba tanto, Kitty, o era él quien exageraba las cosas para gastarme una broma y convertía una ligera irritación en un intenso desagrado? Decidí no creer que te aburría tanto. Tendemos a interpretar los hechos de acuerdo con el modo en que preferimos verlos. Pero me juré que en el futuro no te presionaría tanto.
Más tarde, después de la comida, tú y Nyquist estabais hablando animadamente en el otro extremo de la habitación. Te mostrabas coqueta y frívola, era el mismo comportamiento que adoptaste conmigo ese primer día en mi oficina. Imaginé que estabais hablando de mí de un modo poco halagador. A través de Nyquist traté de captar la conversación, pero al primer intento me lanzó una mirada furiosa.
“Sal de mi cabeza, ¿quieres?”
Obedecí. Oí tu risa, demasiado fuerte, que se elevaba sobre el murmullo de la conversación. Me alejé para hablar con una escultora japonesa, elástica y pequeña, cuyo pequeño y moreno pecho asomaba poco tentador por el pronunciado escote de su vestido negro ajustado. Le leí la mente, descubrí que estaba pensando en francés que le gustaría que le pidiera que viniera a casa conmigo. Pero regresé a casa contigo, Kitty, sentado en forma desgarbada y de mal humor junto a ti en el metro casi vacío, y cuando te pregunté de qué habíais estado hablando tú y Nyquist dijiste:
—Ah, sólo estábamos bromeando. Nos estábamos divirtiendo un poco.
Al cabo de dos semanas, en una clara y fresca tarde de otoño, el presidente Kennedy fue asesinado en Dallas. El mercado de valores cerró temprano tras una estrepitosa caída; Martinson cerró la oficina, y me echó a la calle aturdido. Me costaba cierta dificultad aceptar la realidad de la sucesión de acontecimientos. Alguien le ha disparado un tiro al presidente… Alguien le ha disparado al presidente… Alguien le ha disparado un tiro al presidente en la cabeza… El presidente está gravemente herido… Han llevado rápidamente al presidente al Hospital Parkland… El presidente ha recibido la extremaunción… El presidente ha muerto. Nunca fui una persona particularmente interesada por la política, pero esta ruptura del orden público me aniquiló. De los que yo había votado, Kennedy fue el único candidato presidencial que había ganado, y lo habían matado: la historia de mi vida es una condensada y sangrienta parábola. Y ahora habría un presidente Johnson. ¿Podría adaptarme? Me aferro a zonas de estabilidad. Cuando tenía diez años y murió Roosevelt, Roosevelt, que había sido presidente durante toda mi vida, probé las poco familiares sílabas de presidente Truman en mi lengua y las rechacé de inmediato diciéndome a mí mismo que también lo llamaría presidente Roosevelt, porque así era como estaba acostumbrado a llamar al presidente.
Mientras caminaba con temor hacia casa, esa tarde de noviembre recibí emanaciones de miedo de todas partes. La paranoia había invadido a todos. La gente se movía furtiva y cautelosamente, uno tras otro, preparados para huir. Pálidos rostros femeninos miraban con curiosidad a través de las cortinas entreabiertas de las ventanas de los inmensos edificios de apartamentos que se elevaban muy por encima de las silenciosas calles. En sus automóviles, los conductores miraban en todas direcciones cuando llegaban a algún cruce, como a la espera de que los tanques de las milicias nazis avanzaran con estruendo por Broadway. (A esta hora del día muchos creían que el asesinato era el primer indicio de un levantamiento de índole derechista.) Nadie se paseaba por las calles; todos corrían a refugiarse. Ahora podía suceder cualquier cosa. Manadas de lobos podrían aparecer por Riverside Drive. Enloquecidos patriotas podrían iniciar un asesinato en masa. Desde mi apartamento (puerta cerrada con llave, ventanas cerradas) traté de llamarte por teléfono al trabajo, pensando que quizá no te habías enterado de la noticia, o quizá porque lo que quería en ese momento traumático era oír tu voz. Las líneas telefónicas estaban sobrecargadas. Al cabo de veinte minutos desistí. Luego caminé sin ningún sentido del dormitorio a la sala y de la sala al dormitorio, cogí con fuerza mi radio a pilas, hice girar el dial tratando de encontrar la única emisora en la que el comentarista me dijera que, después de todo, estaba con vida; me dirigí a la cocina y encontré tu nota sobre la mesa. Me decías que te marchabas, que no podías vivir más conmigo. Según constaba, la nota la habías escrito a las diez y media de la mañana, antes del asesinato, en otra era. Corrí el armario del dormitorio y vi lo que no había visto antes: tus cosas ya no estaban allí. Cuando las mujeres me dejan, Kitty, se van de un modo furtivo y repentino, sin avisarme.