Al anochecer, cuando por fin las líneas estaban libres, llamé a Nyquist.
—¿Está Kitty ahí? —pregunté.
—Sí —dijo—. Un momento. —Y te llamó para que te pusieras al aparato.
Me explicaste que tenías intención de vivir con él durante un tiempo, hasta que pusieras un poco de orden en tus ideas. Él te había ayudado mucho. No, no sentías resentimiento hacia mí, ni ningún rencor. Era sólo que yo parecía bueno, insensible, mientras que él…, él tenía esta capacidad instintiva, intuitiva, para comprender tus necesidades emocionales… Él podía entrar en tu onda, Kitty, mientras yo no podía hacerlo. Así que habías ido a él en busca de amor y consuelo. Me dijiste adiós y me diste las gracias por todo, yo murmuré un adiós y colgué el teléfono.
Durante la noche el tiempo cambió, y un fin de semana de cielos oscuros y fría lluvia acompañó a John Fitzgerald Kennedy hasta su tumba. Me perdí todo: el ataúd en la rotonda, la viuda y los hijos valientes, el asesinato de Oswald, el cortejo fúnebre, todos esos hechos históricos. El sábado y el domingo me levanté bastante tarde, me emborraché, leí seis libros sin asimilar ni una sola palabra. El lunes, día de duelo nacional, te escribí esa carta incoherente, Kitty, en la que te explicaba todo, lo que había querido hacer contigo y por qué, te confesaba mi poder y te describía los efectos que éste había tenido en mi vida, también te hablaba de Nyquist, te advertía de lo que era, que también tenía el poder, que podía leerte y no tendrías secretos para él. Te decía que no debías confundirle con un ser humano real, te decía que era una máquina autoprogramada para obtener los máximos beneficios, te decía que con el poder se había convertido en un ser frío y cruelmente fuerte, mientras que a mí me había hecho débil y nervioso. Insistía en que básicamente era tan enfermo como yo, un hombre que manejaba a la gente, incapaz de dar amor, sólo capaz de utilizar a los demás. Te dije que te haría daño si te volvías vulnerable a él. No obtuve ninguna contestación por tu parte. Nunca volví a tener noticias de ti, nunca te volví a ver, tampoco volví a tener noticias de él ni volví a verle. Trece años. No sé lo que os ocurrió a ninguno de los dos, probablemente nunca lo sabré. Pero escucha, escucha: aunque a mi desatinado modo, jovencita, te amaba. Aún te sigo amando. Y te he perdido para siempre.
25
Cuando se despierta, en el triste y sombrío pabellón de un hospital, se siente viejo, dolorido y entumecido. No hay duda de que es el St. Luke’s, tal vez la sala de emergencias. Su nariz hace un extraño silbido cada vez que inhala aire, su labio inferior está hinchado y apenas puede abrir el ojo izquierdo. ¿Lo trajeron hasta aquí en camilla después de que los jugadores de baloncesto acabaran con él? Está recobrando el conocimiento, imagina que puede sentir la reseca sangre en los bordes rotos, cuando consigue mirar hacia abajo (su cuello, extrañamente rígido, no quiere obedecerle) sólo ve la asquerosa bata blanca del hospital. Cada vez que respira imagina que puede sentir cómo se raspan los bordes rotos de las quebradas costillas; desliza una mano por debajo de la bata y se toca el pecho desnudo, se da cuenta de que no se lo han vendado. No sabe si eso le produce alivio o temor.
Teniendo mucho cuidado, consigue sentarse. Un tumulto de impresiones le golpea. La habitación es ruidosa y está llena de gente; las camas están prácticamente pegadas las unas a las otras. Aunque entre una cama y otra hay cortina, ninguna está corrida. La mayoría de los demás pacientes son negros, y muchos de ellos están heridos de gravedad, rodeados de festones de equipos. ¿Mutilados por cuchillos? ¿Lacerados por parabrisas? Amigos y parientes, amontonados alrededor de cada cama, gesticulan, discuten y riñen; un grito agudo es el tono de voz normal. Frías y distantes enfermeras se pasean por la habitación, mostrando por sus pacientes el mismo interés frío que sienten los guardias de los museos por las momias expuestas en las vitrinas. Nadie, salvo el propio Selig, le presta atención a Selig, vuelve a examinarse a sí mismo. Con las yemas de los dedos se explora las mejillas. Sin un espejo no puede decir cuán golpeada está su cara, pero por el tacto son muchas las zonas lastimadas. Le duele la clavícula izquierda como si le hubieran dado un ligero golpe indirecto de karate. La rodilla derecha le late y siente fuertes punzadas como si se la hubiera torcido al caer. A pesar de todo, siente menos dolor del que se podría haber previsto; quizá le dieron algún tipo de inyección.
Tiene la mente nebulosa. Está recibiendo emisiones mentales de los que se encuentran en la sala, pero todo es confuso, nada es claro; recibe emanaciones pero ninguna expresión inteligible. Trata de orientarse preguntando la hora tres veces a las enfermeras que pasan, ya que su reloj ha desaparecido; pasan de largo sin prestarle atención. Por fin, una corpulenta y sonriente negra con un vestido rosado le mira y le dice:
—Son las cuatro menos cuarto, cariño.
¿De la mañana? ¿De la tarde? Piensa que lo más probable es que sea de la tarde. Cerca de él, dos enfermeras han comenzado a levantar lo que parece un sistema de alimentación intravenosa con un conducto de plástico que introducen por la nariz de un negro inmenso, vendado e inconsciente. El estómago de Selig no le envía ninguna señal de hambre. En el aire del hospital se respira el olor a productos químicos, lo que le produce náuseas; incluso le cuesta tragar saliva. ¿Esta noche le darán algo de comer? ¿Cuánto tiempo tendrá que permanecer aquí? ¿Quién paga? ¿Debería pedir que avisaran a Judith? ¿Son muy graves sus heridas?
Un interno entra en el pabellón: un hombre bajo y de tez oscura, con cuerpo y huesos pequeños; se mueve con una precisión elástica, por su aspecto parece un paquistaní. Un pañuelo sucio y arrugado que asoma del bolsillo superior de su chaqueta arruina, sin embargo, el efecto acicalado y elegante que produce su blanco y ajustado uniforme. Sorprendentemente, se dirige hacia Selig.
—Los rayos X no muestran ninguna fractura —dice sin preámbulos con una voz firme y resonante—. Por lo tanto, sus únicas heridas son abrasiones leves, hematomas, cortes y contusiones sin importancia. Ya podemos darlo de alta. Levántese, por favor.
—Espere un momento —dice Selig con voz débil—. Acabo de recobrar el conocimiento. No sé qué ha pasado. ¿Quién me ha traído aquí? ¿Cuánto tiempo he estado inconsciente? Qué…