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—Sobre eso no sé nada. Han autorizado que le diéramos de alta y el hospital necesita esta cama. Por favor, ahora póngase de pie, tengo mucho que hacer.

—¿Unas contusiones? ¿No cree que si tengo todas esas heridas que ha dicho debería pasar aquí la noche? ¿O pasé la noche aquí? ¿Qué día es hoy?

—Le trajeron hoy, hacia el mediodía —dice el interno, impacientándose—. Le atendieron en la sala de emergencia y le hicieron un minucioso examen después de haberse golpeado con los escalones de la biblioteca baja.

De nuevo le ordena que se levante, esta vez sin palabras, con una feroz e imperiosa mirada y un índice que le indica el camino. Selig sondea la mente del interno y le resulta accesible, pero lo único que encuentra allí es impaciencia e irritación. Con dificultad, Selig baja de la cama. Parece que el cuerpo lo tuviera unido con alambres. Sus huesos crujen. Sigue teniendo la sensación de costillas rotas que se rozan en su pecho; ¿es posible que haya habido un error en los rayos X? Cuando comienza a preguntar ya es demasiado tarde, el interno siguiendo su ronda, está con otro paciente.

Le traen su ropa. Corre la cortina alrededor de su cama y se viste. En efecto, como temía, hay manchas de sangre en su camisa, y también en los pantalones. Está hecho un desastre. Revisa sus pertenencias: todo está aquí, billetera, reloj, peine de bolsillo. ¿Y ahora qué? ¿Simplemente salir caminando? ¿Nada que firmar? Con paso vacilante Selig se dirige hacia la puerta. De hecho, llega hasta el pasillo sin que nadie se dé cuenta. De pronto, el interno se materializa de la nada y señala una habitación al otro lado del pasillo, diciéndole:

—Espere ahí adentro hasta que venga el guardia de seguridad.

—¿Guardia de seguridad? ¿Qué guardia de seguridad?

Como había temido, antes de quedar libre de las garras del hospital, tiene que firmar papeles. En el momento en que termina con el papeleo, un hombre rollizo, con el rostro grisáceo, de unos sesenta años y con el uniforme de la fuerza de seguridad de la universidad entra en la habitación, resoplando un poco, y dice:

—¿Usted es Selig?

Le dice que sí.

—El decano quiere verle. ¿Puede caminar solo o quiere que le traiga una silla de ruedas?

—Caminaré —dice Selig.

Abandonan el hospital y se encaminan por la avenida Amsterdam hasta la entrada a la universidad de la calle Ciento Quince, y cruzan el Patio Van Am. Detrás de Selig, sin decir una palabra, el guardia de seguridad le sigue muy de cerca. Al momento, Selig se encuentra esperando ante la puerta de la oficina del decano de la universidad de Columbia. El guardia de seguridad está junto a él, con los brazos plácidamente cruzados, envuelto en una aureola de aburrimiento. Selig empieza a sentirse como si estuviera bajo algún tipo de arresto. ¿Por qué? Un pensamiento extraño. ¿Qué debe temer del decano? Examina la opaca mente del guardia de seguridad, pero lo único que encuentra en ella son masas de niebla que flotan a la deriva. Se pregunta quién es ahora el decano. Recuerda muy bien a los decanos de su época universitaria: Lawrence Chamberlain, con las corbatas de lazo y la sonrisa cálida, era decano de la universidad; y el decano McKnight, Nicholas McD. McKnight, entusiasta de una hermandad (¿Sigma Chi?) con un modo formal, típico del siglo diecinueve, era decano de los estudiantes. Pero de eso hacía ya veinte años. Chamberlain y McKnight, debieron de haber tenido varios sucesores, pero no sabe nada sobre ellos; jamás ha sido de los que leen los boletines para ex alumnos.

Una voz desde adentro dice:

—El decano Cushing le recibirá ahora.

—Entre —le dice el guardia de seguridad.

¿Cushing? Un nombre muy apropiado para un decano. ¿Quién es él? Se]ig entra cojeando, se mueve con torpeza debido a las heridas, tiene la rodilla hinchada y le molesta. Frente a él, detrás de un lustroso y muy ordenado escritorio, está sentado un hombre de aspecto juvenil, hombros anchos, patillas bien afeitadas, el modelo del ejecutivo joven con un clásico traje oscuro. Lo primero en lo que piensa Selig es en las mutaciones que produce el paso del tiempo: siempre había considerado a los decanos como distinguidos símbolos de autoridad, necesariamente mayores o al menos de edad madura, pero aquí está el decano de la universidad que parece tener la misma edad que Selig. De pronto se da cuenta de que este decano no es sólo un contemporáneo anónimo, sino que efectivamente es un compañero de promoción. Ted Cushing, año 56, por aquel entonces una figura de cierta reputación, presidente de la promoción, estrella de fútbol y un estudiante de nivel 8, a quien Selig había conocido simplemente de vista. Selig siempre se sorprende cuando le recuerdan que ya no es joven, que ha llegado a una época en la que es su generación la que controla los mecanismos de poder.

—¿Ted? —dice de repente—. ¿Ahora eres decano, Ted? ¡Dios Santo, jamás me lo habría imaginadoj ¿Cuándo…?

—Siéntate, Dave —le dice Cushing con cortesía pero sin demostrar excesiva cordialidad—. ¿Te hicieron mucho daño?

—En el hospital me han dicho que no tengo nada roto, pero me encuentro bastante mal. —Mientras se acomoda en una silla señala las manchas de sangre de su ropa, las magulladuras en su cara. Hablar es un esfuerzo; las articulaciones de las mandíbulas le crujen—. ¡Oye, Ted, ha pasado mucho tiempo! Debe de hacer veinte años que no te veo. ¿Te acordabas de mi nombre, o me identificaron por los documentos que llevaba encima?

—Nos hemos encargado de pagar los gastos del hospital —dice Cushing, que parece no haber oído las palabras de Selig—. Si hay más gastos médicos también nos ocuparemos de eso. Si quieres, te doy la seguridad esa por escrito.

—Me basta con tu palabra. Y si te preocupa que presente cargos, o demande a la universidad, puedes estar tranquilo, no pienso hacer nada semejante. Los chicos son chicos, se dejan llevar un poco por sus sentimientos, pero…

—De hecho no nos preocupa demasiado si decides o no presentar cargos, Dave —dice Cushing con voz queda—. En realidad, la cuestión es si nosotros vamos a presentar cargos contra ti.

—¿Contra mí? ¿Por qué? ¿Porque tus jugadores de baloncesto me molieron a palos? ¿Por dañar sus valiosas manos en mi cara?

Intenta esbozar una sonrisa dolorosa. El rostro de Cushing permanece grave. Hay un instante de silencio. Selig trata de interpretar la broma de Cushing. Al no encontrarle ninguna razón de ser, decide aventurarse a hacer un sondeo. Pero choca contra una pared. De repente le da miedo ejercer presión; teme no poder abrirse paso.

—No entiendo qué quieres decir —dice por fin—. ¿Presentar cargos por qué?

—Por esto, Dave.—Por primera vez Selig se da cuenta del montón de hojas mecanografiadas que hay sobre el escritorio del decano—. ¿Los reconoces? Toma, echa un vistazo.

Selig pasa las hojas con tristeza. Son los trabajos, todos son obra suya. Odiseo como símbolo de la soc¿edad. Las novelas de Kafka. Esquilo y la tragedia aristotélica. Resignación y aceptación en la filosofía de Montaigne. Virgilio como mentor de Dante. Algunas tienen calificaciones: 8, 7, 8, 9 y comentarios al margen, casi todos favorables. Algunos están intactos, salvo por pequeñas manchas o borrones; éstos son los que iba a entregar cuando Lumumba le atacó. Con muchísimo esmero ordena el montón alineando los bordes de las hojas con precisión, y se lo devuelve a Cushing deslizándolos sobre el escritorio.

—De acuerdo —dice—. Me has atrapado.

—¿Tú has escrito eso?

—Sí.

—¿Por dinero?

—Sí.

—Eso es triste, Dave. Muy triste.

—Necesitaba ganarme la vida, a los ex alumnos no les dan becas.

—¿Cuánto te pagaban por estas cosas?

—Tres o cuatro dólares por hoja mecanografiada.