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Cushing sacude la cabeza y dice:

—Debo reconocer que lo hacías muy bien. Debe de haber ocho o diez tipos que hacen el mismo trabajito aquí, pero sin duda tú eres el mejor.

—Gracias.

—Pero has tenido un cliente descontento, al menos. Le preguntamos a Lumumba por qué te golpeó. Dijo que te había contratado para que le hicieras un trabajo y lo que hiciste era algo pésimo, que le estafaste, y que luego no le quisiste devolver su dinero. A nuestro modo de ver y por nuestra cuenta, nos estamos ocupando de él, pero también debemos ocuparnos de ti. Hace mucho tiempo que estamos tratando de encontrarte Dave.

—¿De veras?

—En el último año hemos hecho circular fotocopias de tu trabajo por una docena de departamentos, advirtiéndole a la gente que prestara atención para descubrir tu máquina de escribir y tu estilo en los trabajos que recibían. No hubo mucha cooperación. A una gran cantidad de profesores no les importaba que los trabajos que recibían fueran falsos o no. Pero a nosotros sí nos importaba, Dave. Nos importaba mucho.

Cushing se inclina hacia adelante. Sus ojos, terriblemente serios buscan los de Selig. Selig aparta la vista, no puede soportar el calor de esos ojos escudriñadores.

—Comenzamos a acercarnos hace unas semanas —continúa Cushing—. Reunimos a un par de tus clientes y les amenazamos con la expulsión. Aunque nos dieron tu nombre, no sabían dónde vivías, y no teníamos forma de localizarte. Así que esperamos. Sabíamos que tenías que aparecer de nuevo para entregar los trabajos y buscar más. Luego recibimos un informe sobre un disturbio en los escalones de la Biblioteca Baja, unos jugadores de baloncesto que estaban golpeando a alguien, y te encontramos con una pila de trabajos sin entregar bajo el brazo, y ahí terminó todo. Te has quedado sin trabajo, Dave.

—Debería llamar a un abogado —dice Selig—. No debería permitirte que sigas adelante. Cuando me mostraste esos trabajos debí haber negado todo.

—No necesitas ser tan técnico con respecto a tus derechos.

—Necesitaré serlo cuando me lleves a los tribunales, Ted.

—No —dice Cushing—. No te vamos a poner un pleito, no a menos que te atrapemos escribiendo más trabajos. Por un lado, no nos interesa meterte en la cárcel y por otro no sé si lo que hiciste es un delito. Lo que en realidad queremos hacer es ayudarte. Estás enfermo, Dave. Que un hombre de tu inteligencia, de tus posibilidades, haya caído tan bajo, que haya terminado falsificando trabajos para chicos de la universidad es algo triste, Dave, muy triste. El decano Bellini, el decano Tompkins y yo mismo hemos estado discutiendo tu caso, y hemos decidido ofrecerte un plan de rehabilitación. Es posible que te encontremos trabajo en la universidad, a lo mejor como asistente de investigación. Hay muchos candidatos al doctorado que necesitan asistentes, y tenemos un pequeño fondo que podríamos utilizar para pagarte un sueldo, no mucho, pero por lo menos sería equivalente a lo que estabas ganando con esos trabajos. Y podríamos admitirte en el servicio de asesoramiento psicológico que hay aquí. Aunque no fue creado para ex alumnos, no veo por qué tenemos que ser tan rígidos con respecto a eso, Dave. Personalmente debo decir que me parece vergonzoso que un hombre de la promoción del cincuenta y seis esté metido en este tipo de líos, y aunque sólo sea por lealtad a nuestra promoción quiero hacer todo lo posible para ayudarte a que vuelvas al buen camino y a cumplir la promesa que hiciste cuando…

Cushing continúa divagando, adornando sus temas, dándole mil y una vuelta para decir siempre lo mismo, ofreciendo piedad sin censurar, prometiéndole ayuda a su compañero de promoción que sufre. Mientras Selig le escucha, pero sin prestarle mucha atención, descubre que la mente de Cushing está comenzando a abrirse para él. La pared que antes había separado sus conciencias, quizá un producto del temor y la fatiga de Selig, ha comenzado a desintegrarse. Ahora Selig puede percibir una imagen general de la mente de Cushing: es enérgica, fuerte, capaz, pero también convencional y limitada, una insensible mente republicana, una mente prosaica. En primer lugar se ve que dentro de ella no se encuentra su preocupación por Selig, sino la satisfacción consigo mismo: el brillo intenso surge de la conciencia que tiene Cushing de su afortunada posición en la vida, adornada por una casa de dos pisos en las afueras, una rubia y robusta esposa, tres hermosos hijos, un perro peludo, un Lincoln Continental nuevo y brillante. Al penetrar un poco más, Selig ve que es totalmente falsa la preocupación de Cushing por él. Detrás de esos ojos serios y de esa sincera y compasiva sonrisa que parece salir de lo más profundo, se esconde un gran desdén. Cushing lo desprecia. Cushing piensa que es inmoral, inútil, inservible, una deshonra para la humanidad en general y para la promoción del 56 de la universidad de Columbia en particular. Cushing le encuentra física y moralmente repugnante, le ve sucio e impuro, posiblemente sifilítico. Cushing sospecha que es homosexual. Cushing siente por él el desprecio de un miembro del cuerpo antidroga por un drogadicto. Para él es totalmente imposible de comprender por qué alguien que ha tenido la suerte de educarse en Columbia se dejaría caer en las degradaciones que Selig ha aceptado. La repugnancia de Cushing hace estremecer a Selig. ¿Soy tan despreciable, se pregunta, soy una basura tan grande?

A Selig ya no le preocupa que Cushing sienta tanto desprecio por él, el contacto con su mente se hace más fuerte y profundo. Selig entra en un estado de abstracción en el que ya no se identifica con el patán miserable que ve Cushing. ¿Qué sabe Cushing? ¿Puede Cushing penetrar en la mente de otro? ¿Puede Cushing sentir el éxtasis del contacto verdadero con otro ser humano? Y en eso hay éxtasis. Viaja por la mente de Cushing como un dios, hundiéndose más allá de las defensas externas, de los orgullos y los esnobismos mezquinos, de la satisfacción vanidosa, hacia el reino de los valores absolutos del yo auténtico. ¡Contacto! ¡Éxtasis! Ese Cushing insensible es la cáscara exterior. Aquí hay un Cushing que ni siquiera Cushing conoce; pero Selig sí.

Hacía años que Selig no se sentía tan feliz. Una luz dorada y serena inunda su alma. Un irresistible regocijo le invade. Corre a través de bosques brumosos al amanecer, sintiendo el golpe suave de los helechos verdes y húmedos en las pantorrillas. Los rayos del sol atraviesan la bóveda que forma el alto follaje, y gotitas de rocío brillan con un frío fuego interior. Los pájaros despiertan. Su canto es dulce y tierno, un lejano, suave y soñoliento gorjeo. Corre a través del bosque, y no está solo, porque una mano le toma la suya; y sabe que jamás estuvo solo, y que nunca lo estará. Bajo sus pies descalzos, el suelo del bosque es húmedo y esponjoso. Corre. Corre. Un coro invisible alcanza una nota armoniosa y la sostiene, la sostiene, la sostiene, aumentando su volumen en un crescendo perfecto hasta que, en el momento en que sale del bosque y corre hacia una pradera inundada de sol, ese crescendo invade todo el cosmos, retumbando con una plenitud mágica. Se tira boca abajo en el suelo, abrazando la tierra, retorciéndose contra la alfombra formada por el fragante pasto, aplanando las manos contra la curva del planeta, y percibe el latido interior del mundo. ¡Esto es éxtasis! ¡Esto es contacto! Otras mentes rodean la suya. En la dirección en que se mueva, dándole la bienvenida, apoyándole, acercándose a él, siente su presencia. Ven, le dicen, únete a nosotros, sé un solo ser con nosotros, abandona esos destrozados fragmentos de identidad propia, escapa de todo cuanto te mantiene alejado de nosotros. Sí, responde Selig. Sí. Creo en el éxtasis de la vida. Creo en la alegría del contacto. Me entrego a vosotros. Le tocan. Él también les toca. Fue para esto que recibí mi don, mi bendición, mi poder, ¿comprenden? Para este momento de afirmación y plenitud. Únete a nosotros. Únete a nosotros. ¡Sí! ¡Los pájaros! ¡El coro invisible! ¡El rocío! ¡La pradera! ¡El sol! Se ríe: se levanta y comienza una danza extática; él, que jamás en su vida se atrevió a cantar, echa la cabeza hacia atrás para cantar, y los sonidos que salen de él son sonoros y profundos, puros, están en total armonía con la nota. ¡Sí! ¡Ah, la unión, el contacto, la fusión, la unidad! Ya no es David Selig, es parte de ellos, y ellos son parte de él, y en esa fusión gozosa experimenta la pérdida de la identidad propia, abandona toda la fatiga, el desgaste y la amargura que hay en él, abandona sus miedos e inseguridades, abandona todo lo que, durante tantos años, le ha mantenido separado de sí mismo. Se libera. Está totalmente abierto y la señal infinita del universo le invade. Recibe. Transmite. Absorbe. Irradia. Sí. Sí. Sí. Sí.