Sabe que este éxtasis durará para siempre.
Pero en el momento de esa comprensión, siente que se escurre fuera de él. La nota alegre del coro decrece. El sol baja hacia el horizonte. El mar lejano, que se retira, lame la orilla. Lucha por aferrarse a la alegría, pero cuanto más lucha más la pierde. ¿Retener la marea? ¿Cómo? ¿Retrasar la caída de la noche? ¿Cómo? ¿Cómo? Ahora el canto de los pájaros es débil. El aire se ha vuelto frío. Todo se precipita fuera de él. En medio de la creciente oscuridad está solo, recordando el éxtasis, recobrándolo momentáneamente, volviéndolo a vivir; porque ya se ha ido, y debe hacer que vuelva mediante un acto de voluntad. Se ha ido, sí. De repente, hay un gran silencio. Distante, oye un último sonido, un instrumento de cuerda, un violonchelo, quizá, pulsado pizzicato, un hermoso sonido melancólico. Twang. La cuerda que vibra. Twing. La cuerda que se rompe. Twong. La lira desafinada. Twang. Twing. Twong. Y nada más. El silencio le envuelve. Es un silencio terminal que retumba a través de las cavernas de su cráneo, el silencio que le sigue a la rotura de las cuerdas del violonchelo, el silencio que llega con la muerte de la música. No puede oír nada. No puede sentir nada. Está solo. Está solo.
Está solo.
—Tanto silencio —murmura—. Tan solitario. Es… tan… solitario… esto.
—¿Selig? —pregunta una voz profunda—. ¿Qué te ocurre, Selig?
—Estoy bien —dice Selig.
Trata de levantarse, pero todo carece de solidez. Se tambalea frente al escritorio de Cushing, por el piso de la oficina, cae por el planeta mismo, buscando una plataforma estable y sin encontrarla.
—Tanto silencio. ¡El silencio, Ted, el silencio!
Brazos fuertes le aferran. Es consciente de que a su alrededor, de prisa, se mueven varias figuras. Alguien está llamando a un médico. Selig sacude la cabeza, dice que no le pasa nada nada en absoluto, salvo el silencio en su cabeza, salvo el silencio, salvo el silencio. Salvo el silencio.
26
El invierno ha llegado. El cielo y el pavimento forman una misma banda gris inconsútil e inalterable. Pronto nevará. No sé por qué razón hace tres o cuatro días que los camiones que recogen la basura no pasan por este barrio, frente a cada edificio están amontonadas abultadas bolsas de plástico con basura; sin embargo, en el aire no hay olor a basura. Con estas temperaturas, ni siquiera los olores pueden florecer: el frío disipa cada hedor, cada signo de realidad orgánica. Lo único que triunfa aquí es el hormigón. Reina el silencio. Gatos negros y grises, huesudos, inmóviles, estatuas de ellos mismos, se asoman por los callejones. El tráfico es escaso. Desde el metro hasta la casa de Judith camino de prisa por las calles, y aparto los ojos de los rostros de la poca gente con la que me cruzo. Me siento tímido y cohibido entre ellos, como un veterano de guerra que acaba de abandonar el centro de rehabilitación y a quién aún le averguezan sus mutilaciones. Naturalmente no puedo decir qué están pensando; ahora sus mentes están cerradas para mí y pasan junto a mí llevando escudos de hielo impenetrable. Sin embargo, irónicamente, tengo la ilusión de que todos ellos tienen acceso a mí. Pueden mirar dentro de mí y ver en qué me he convertido. Ahí va David Selig, deben de pensar.
¡Qué descuidado fue! ¡Qué mal custodió de su don! El idiota actuó torpemente y dejó que todo se escurriera fuera de él. Aunque me siento culpable por causarles esta desilusión, no me siento tan culpable como pensé que me sentiría. En algún nivel profundo me importa un bledo. Esto es lo que soy, me digo a mí mismo. Esto es lo que seré ahora. Si no les gusta, mala suerte. Traten de aceptarme. Si no pueden hacerlo, simplemente no me hagan caso.
En 1849, en Una semana en los ríos Concord y Merrimack Thoreau dijo: “Así como la sociedad más auténtica está siem-pre cerca de la soledad, el discurso más excelente termina por fin en el silencio. El silencio es audible para todos los hombres, en todo momento y en todo lugar”. Desde luego, Thoreau era un inadaptado que tenía graves problemas neuróticos. Cuando era joven y acababa de salir de la universidad, se enamoró de una chica llamada Ellen Sewall, pero ella le rechazó y él no se casó jamás. Me pregunto si alguna vez se habrá acostado con alguien. Probablemente no. No puedo imaginar a Thoreau haciendo el amor, ¿y ustedes? Es posible que no muriera virgen, pero apuesto a que su vida sexual fue un desastre. Quizá ni siquiera se masturbaba. ¿Pueden imaginarlo sentado junto a ese estanque haciéndolo? Yo no. Pobre Thoreau. El silencio es audible, Henry.
Mientras camino hacia el apartamento de Judith, imagino que encuentro a Toni en la calle. Creo ver una figura alta arropada con un grueso abrigo anaranjado. Cuando tan sólo nos separan un par o tres de pasos, la reconozco. Por extraño que parezca, ante este inesperado encuentro no siento ni excitación ni temor; estoy bastante tranquilo, casi indiferente. En otro momento quizá habría cruzado la calle para evitar un encuentro posiblemente perturbador, pero ahora no: con serenidad me detengo frente a ella, le sonrío, levanto las manos para saludarla.
—¿Toni? —digo—. ¿No me reconoces?
Me estudia, frunce el ceño, por un momento parece desconcertada, pero sólo por un momento.
—¿David? ¡Hola!
Tiene el rostro más delgado, los pómulos más altos y prominentes. Hay algunas hebras grises en su pelo. Cuando yo la conocí tenía un curioso mechón gris en la sien, algo muy inusual; ahora el gris está esparcido en forma más irregular entre el negro. Es normal, ya tiene treinta y tantos años, no es exactamente una muchacha. De hecho, tiene la edad que yo tenía cuando la conocí. En realidad sé que apenas ha cambiado, sólo ha madurado un poco. Se ve tan hermosa como siempre. Aun así, no hay deseo en mí. Toda pasión se ha consumido, Selig. Toda pasión se ha consumido. Y también ella está misteriosamente libre de turbulencias. Recuerdo nuestro último encuentro, el dolor reflejado en su rostro, el enorme montón de colillas de cigarrillos. Su expresión ahora es afable y distraída. Ambos hemos atravesado el reino de las tormentas.
—Te encuentro bien —le digo—. ¿Cuánto hace, ocho, nueve años?
La respuesta ya la conozco. Sólo la estoy probando. Y pasa la prueba, diciendo:
—El verano del sesenta y ocho.
Siento alivio al ver que no lo ha olvidado. Sigo siendo un capítulo de su autobiografía.
—¿Cómo te ha ido, David?
—Nada mal.—La conversación se inicia—. ¿Qué haces ahora?
—Estoy en Random House. ¿Y tú?
—Trabajo por mi cuenta, soy independiente —le digo—. Hoy aquí y mañana allí.
¿Estará casada? Los guantes en sus manos no me ofrecen ninguna respuesta. No me atrevo a preguntar. Me es imposible leerle la mente. Fuerzo una sonrisa y paso de un pie al otro. El silencio que se ha creado entre nosotros parece de repente insalvable. ¿Es posible que tan pronto hayamos agotado todos los temas? ¿No queda ningún punto de contacto salvo aquellos que son demasiado dolorosos para reabrir?
Me dice:
—Has cambiado.
—Estoy más viejo, más calvo, más cansado.