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—Salud —dice.

—Salud.

—Me gusta la música que has puesto. A mucha gente le resultaría imposible creer que Schoenberg podía ser dulce y sensual. Claro que es el Schoenberg de las primeras épocas.

—Sí —digo—. Los jugos románticos tienden a secarse a medida que se envejece, ¿no? ¿Qué has hecho últimamente, Jude?

—Nada en especial, más o menos lo mismo de siempre.

—¿Cómo está Karl?

—Ya no veo a Karl.

—¡Ah!

—¿No te lo había dicho?

—No —le contesto—. Es la primera noticia que tengo sobre eso.

—No estoy acostumbrada a necesitar decirte las cosas, Duv.

—Mejor será que te acostumbres. Tú y Karl…

—Se puso muy insistente y pesado con el tema de la boda. Le dije que era demasiado pronto, muy precipitado, que no le conocía lo suficiente, que me daba miedo estructurar mi vida de nuevo cuando era posible que ésa no fuera la estructura indicada para mí. Eso no le sentó demasiado bien. Comenzó a sermonearme sobre los que retrocedían ante un compromiso, sobre la autodestrucción y cosas como ésas. Mientras hablábamos de eso le miré a la cara y de repente comprendí que le veía como a una especie de padre. Ya me entiendes, grande, pomposo y severo, más que un amante le veía como un mentor, un profesor, y no era eso lo que yo quería. Y empecé a pensar cómo sería dentro de unos diez o doce años. Él tendría más de sesenta años mientras yo sería joven aún. Me di cuenta de que juntos no teníamos ningún futuro. Se lo dije con la mayor suavidad posible. Desde hace más de diez días no tengo noticias suyas, supongo que no me llamará.

—Lo siento.

—No es preciso que lo digas, Duv. Hice lo que creí que era más inteligente, de eso no tengo la menor duda. Karl fue bueno para mí, pero no podría haber sido algo permanente. Mi fase Karl, una fase muy saludable. Cuando se sabe a ciencia cierta que una fase se ha terminado, lo mejor es cortar por lo sano y no dejar que se prolongue inútilmente.

—Sí —digo—. Sin duda.

—¿Quieres más ron?

—Dentro de un rato, ahora no, gracias.

—¿Y tú? —pregunta—. Háblame de ti. Cómo te va, ahora que… ahora que…

—¿Ahora que ha terminado mi fase de superhombre?

—Sí —dice—. Se ha ido de verdad, ¿eh?

—De verdad, por completo. No hay duda.

—Y entonces, Duv, ¿cómo te has sentido desde que ocurrió?

Justicia. Se oye hablar mucho de justicia la justicia de Dios. Él vela por los justos. Castiga a los maivados. ¿Justicia? ¿Dónde está la justicia? O lo que es lo mismo, ¿dónde está Dios? ¿Está realmente muerto, o sólo de vacaciones, o simplemente distraído? Miren Su justicia. Envía una inundación a Paquistán. Zas, un millón de muertos, tanto el adúltero como la virgen. ¿Justicia? Quizá. Es posible que las presuntamente inocentes víctimas no fueran, después de todo, tan inocentes. Zas, la devota monja de la leprosería contrae lepra y sus labios se caen de la noche a la mañana. Justicia. Zas, la catedral que los feligreses han estado construyendo durante los últimos doscientos años queda reducida a escombros por un terremoto la víspera de Pascua. Zas. Zas. Dios se ríe en nuestras caras. ¿Esto es justicia? ¿Dónde? ¿Cómo? Por ejemplo, piensen en mi caso. No estoy tratando de obtener su compasión, me limito a ser simplemente objetivo. Escuchen, no pedí ser un superhombre. En el momento de mi concepción se me entregó ese don. Un incomprensible capricho de Dios. Un capricho que me definió, me moldeó, me deformó, me dislocó, y no me lo gané, no lo pedí, no lo deseé para nada, a no ser que quieran pensar en mi herencia genética en términos del mal karma de otro, y al diablo con eso. Fue algo casual. Dios dijo: Que este chico sea un superhombre, y ¡hete aquí! el joven Selig era un superhombre, en un sentido limitado de la palabra. Pero, de todos modos, sólo por un tiempo. Dios me preparó para todo lo que me ocurrió: el aislamiento, el sufrimiento, la soledad, incluso la compasión de mí mismo. ¿Justicia? ¿Dónde? El Señor da, quién diablos sabe por qué, y el Señor quita. ¿Qué es lo que ha hecho ahora? El poder ha desaparecido. Soy una persona normal y corriente como todos los demás. No me interpreten maclass="underline" acepto mi destino, estoy absolutamente resignado. No les estoy pidiendo que sientan lástima por mí. Sólo intento explicarme todo esto.

Ahora que el poder ha desaparecido, ¿quién soy? ¿Cómo me defino a mí mismo ahora? He perdido un aspecto especial de mi persona, mi poder, mi herida, la razón de mi aislamiento. Todo lo que me queda ahora es el recuerdo de haber sido distinto. Las cicatrices. ¿Qué se supone que debo hacer ahora? Ahora que la diferencia no existe y sigo estando aquí, ¿cómo me relaciono con la humanidad? El murió. Yo sigo viviendo. ¡Qué cosa tan extraña me has hecho, Dios! Espero que comprendas que no me estoy quejando, me limito a hacer preguntas, con un tono de voz tranquilo y razonable. Estoy tratando de comprender la naturaleza de la justicia divina. Creo que el viejo arpista de Goethe estaba en lo cierto con respecto a ti, Dios. Nos has conducido a la vida, has dejado que el pobre hombre cayera en el pecado, y luego le has abandonado en su desgracia. Porque todo pecado es vengado en la Tierra. Es una queja razonable. Tú tienes el sumo poder, Dios, pero te niegas a tener la suma responsabilidad. ¿Eso es justo? Creo que yo también tengo una queja razonable. Si hay justicia, ¿por qué tantas cosas de la vida parecen injustas? Si realmente estás de nuestro lado, Dios, ¿por qué nos entregas una vida de dolor? ¿Dónde está la justicia para la criatura que nace sin ojos? ¿La que nace con dos cabezas? ¿La que nace con un poder que se suponía que no debían tener los hombres? Sólo estoy preguntando, Dios. Acepto tu mandato, créeme, me inclino ante tu voluntad, porque da lo mismo: (después de todo, ¿qué alternativa tengo?) pero, aun así, tengo derecho a preguntar, ¿no es así?

Oye, ¿Dios? ¿Dios? ¿Me estás escuchando, Dios?

Creo que no. Creo que te importa un bledo. Dios, creo que me has estado tomando el pelo.

La-la ~ la-ra-la-la. La música se está acabando. Armonías celestiales llenan la habitación. Todo se fusiona y se vuelve unidad. Al otro lado de la ventana los copos de nieve forman remolinos. Sigue adelante, Schoenberg, al menos cuando eras joven tú comprendiste, captaste la verdad y la escribiste en un papel. Te estoy oyendo, viejo. No hagas preguntas, me dices. Acepta. Sólo acepta, ese es el lema. Acepta. Acepta. No importa lo que te ocurra, acepta.

Judith me dice:

—Claude Guermantes me ha invitado a que esta Navidad vaya con él a Suiza a esquiar. Puedo dejar al chico con una amiga en Connecticut, pero no iré si me necesitas, Duv. ¿Estás bien? ¿Puedes arreglártelas?

—Claro que puedo. No estoy paralítico, Jude, ni tampoco he perdido la vista. Si eso es lo que quieres, vete a Suiza.

—Sólo serán ocho días.

—Sobreviviré.

—Cuando regrese, espero que te mudes de ese edificio. Deberías vivir por aquí, cerca de mi casa. Deberíamos vernos más a menudo.

—Quizá.

—Si quieres podría presentarte a algunas amigas mías. Si te interesa.

—Magnífico, Jude.

—No pareces demasiado entusiasmado.

—Conmigo hay que ir poco a poco —le digo—. No me apremies con un millón de cosas. Necesito tiempo para poner en orden mis ideas.

—De acuerdo. Es como una nueva vida, ¿verdad, Duv?

—Una nueva vida. Sí. Eso es, una nueva vida, Jude.

Ahora la tormenta es intensa. Bajo las primeras capas de blancura desaparecen los automóviles. Durante la cena el meteorólogo de la radio ha hablado de una acumulación de veinticinco a treinta centímetros antes de la mañana. Judith me ha invitado a pasar la noche aquí, en el cuarto de servicio. Bueno, ¿por qué no? ¿Por qué rechazarla justamente ahora? Me quedaré. Por la mañana llevaremos al pequeño Pauly al parque con su trineo, a la nieve nueva. Ahora está nevando de verdad. ¡Qué bonita que es la nieve! Lo cubre todo, lo limpia todo; aunque sólo sea por poco tiempo, purifica esta cansada y desgastada ciudad y a sus cansados y desgastados habitantes. No puedo apartar los ojos de ella. Mi rostro está muy cerca de la ventana. Tengo una copa de coñac en la mano, pero me olvido de ella por completo, porque la nieve me ha atrapado con su hechizo hipnótico.