Estructuralmente hablando, la novela termina en ese momento. Por fin Joseph ha alcanzado la percepción final de que la absolución es imposible; su culpa queda establecida, y aún no va a recibir la gracia. Su búsqueda ha terminado. Se ha alcanzado el elemento final del ritmo trágico, la percepción que pone fin a la pasión.
Sabemos que Kafka había planeado otros capítulos en los que se mostraba el progreso del juicio de Joseph a través de varias etapas posteriores cuya culminación era su ejecución. Max Brod, el biógrafo de Kafka, dice que el libro podría haber sido infinitamente prolongado. Por supuesto, esto es cierto; es inherente a la naturaleza de la culpa de Joseph K el hecho de que jamás podría haber llegado a la Corte Suprema, del mismo modo que el otro K podría haber errado para siempre sin llegar jamás al castillo. Pero, estructuralmente, la novela concluye en la Catedral; el resto de lo que Kafka tenía planeado escribir no hubiera agregado esencialmente nada al conocimiento sobre sí mismo de Joseph. La escena de la Catedral nos confirma algo que desde la primera página hemos sabido: que no hay absolución. La acción termina con esa percepción.
El castillo, un libro mucho más largo y con una estructura más suelta, no tiene la fuerza de El proceso. Divaga, la pasión de K está definida con mucha menos claridad, y K es un personaje menos consecuente, no tan interesante desde el punto de vista psicológico como lo es en El proceso. Mientras que en el libro anterior se hace cargo activamente de su caso en cuanto se da cuenta de que está en peligro, en El castillo se convierte con rapidez en la víctima de la burocracia. En El proceso, el cambio de carácter va de una pasividad inicial a la actividad, para devenir nuevamente a una resignación pasiva tras la epifanía en la Catedral. En El castillo, K no sufre cambios tan claros; cuando comienza la novela es un personaje activo, pero pronto se pierde en el terrible laberinto de la aldea cercana al castillo, y se hunde más y más en la degradación. Joseph K. es un personaje casi heroico, mientras que el K de El castillo es tan sólo patético.
Los dos libros representan distintos intentos de contar la misma historia, la del hombre existencialmente libre que, de repente, se ve envuelto en una situación de la que no puede huir y que, tras realizar intentos por alcanzar la gracia que lo liberará de sus apuros, sucumbe. Desde una perspectiva actual, El proceso es, sin lugar a dudas, el mayor éxito artístico, sólidamente construido y, en todo momento, bajo el control técnico del autor. No obstante, El castillo, o mejor dicho el fragmento que tenemos de él, es, en potencia, la novela más grande. Todo lo que encontramos en El proceso, y mucho más, habría estado en El castillo. Pero uno tiene la sensación de que Kafka abandonó su trabajo sobre El castillo al darse cuenta de que le faltaban los medios para completarlo. No supo manejar el mundo de El castillo, con su vasto fondo de vida campestre brueghelesca, con la misma seguridad con que manejó el mundo urbano de El proceso. Además, hay una falta de urgencia en El castillo; dado que es inevitable, en ningún momento nos preocupa demasiado el destino de K; sin embargo, Joseph K. lucha contra fuerzas más tangibles y, hasta el final, tenemos la ilusión de que es posible que alcance la victoria. Además, El castillo es demasiado pesado. Al igual que una sinfonía de Mahler, se derrumba por su propio peso. Uno se cuestiona sobre si Kafka tenía en mente alguna estructura que le permitiera terminar El castillo. Es posible que nunca pensase en ponerle fin a la novela, sino que se propuso hacer que K errara en círculos cada vez más grandes, sin conseguir alcanzar jamás la trágica percepción de que nunca podría llegar al castillo. Quizá la causa de la relativa falta de forma de la obra posterior está en el descubrimiento que hace Kafka de que la verdadera tragedia de K, su personaje arquetípico del “héroe como víctima”, no reside en su percepción final de la imposibilidad de alcanzar la gracia, sino en el hecho de que ni siquiera alcanzará esa percepción final. Aquí tenemos el ritmo trágico, una estructura que encontramos en toda la literatura, truncado para describir con más precisión la condición humana contemporánea, una condición tan detestable para Kafka. Joseph K., que en realidad alcanza una forma de gracia, adquiere así verdadero carácter trágico; K, que poco a poco y solo se hunde cada vez más podría simbolizar para Kafka al individuo contemporáneo, tan abrumado por la tragedia general de su época que es incapaz de experimentar una tragedia en el plano individual. K es un personaje patético; Joseph K., trágico. Joseph K. es una figura más interesante, pero quizá era a K a quien Kafka comprendía más profundamente. Quizá para la historia de K no es posible ningún final salvo el sin sentido de la muerte.
No está mal. Seis hojas mecanografiadas a doble espacio a 3,50 por hoja, me proporcionará nada menos que 21 dólares por menos de dos horas de trabajo, y le proporcionará al musculoso medio zaguero, el señor Paul F. Bruno, un 7 seguro del profesor Schmitz. No me cabe la menor duda ya que con el mismo trabajo, que difería sólo en algunos adornos estilísticos menores, obtuve un 6 con el muy exigente profesor Dupee en mayo de 1955. Tras dos décadas de inflación académica, hoy en día el nivel es más bajo. Hasta es posible que Bruno obtenga un 8 por el trabajo sobre Kafka. Posee la clase correcta de inteligencia seria, con la adecuada mezcla estudiantil de agudeza sutil y dogmatismo cándido, y Dupee encontró que el trabajo tenía “fuerza y claridad” en el 55, de acuerdo con su nota al margen Muy bien. Es hora de un guisado chino, y quizá también de un rollo de carne y verduras picadas. Luego me dedicaré a Odiseo como símbolo de la sociedad o quizá a Esquilo y la tragedia aristotélica. No puedo utilizar mis antiguos trabajos para ésos, pero no deben ser demasiado difíciles de realizar. Vieja máquina de escribir, vieja embustera, ampárame ahora y siempre con tu ayuda.
5
Según pensaba Aldous Huxley la evolución había formado nuestros cerebros de tal modo que sirvieran como filtros que tamizaban una gran cantidad de material que no nos resulta de auténtica utilidad en nuestra diaria lucha por el pan. Visiones, experiencias místicas, fenómenos psíquicos tales como mensajes telepáticos de otros cerebros y todo tipo de cosas por el estilo fluirían eternamente dentro de nosotros de no ser por la acción de lo que Huxley llamó, en un libro breve titulado Cielo e infierno, la “válvula de reducción cerebral”. ¡Demos gracias a Dios por la válvula de reducción cerebral! De no haberla desarrollado, constantemente nos distraerían escenas de increíble belleza, penetraciones espirituales de una grandeza abrumadora y contactos mentales abrasadores y absolutamente sinceros con los demás seres humanos. Afortunadamente, el funcionamiento de la válvula nos protege —a la mayoría de nosotros— de tales cosas, y somos libres para vivir nuestras vidas cotidianas como mejor nos convenga.
Por lo que parece, algunos de nosotros nacemos con válvulas defectuosas. Me refiero a artistas como Bosch o El Greco, cuyos ojos no veían el mundo tal y como se presenta ante nosotros. Me refiero a los filósofos visionarios, los extáticos y los que alcanzan el nirvana; me refiero a los miserables y extraños parásitos que pueden leer los pensamientos de otros. Mutantes, todos nosotros. Mutaciones genéticas.