—¡Por Dios, Duv, compréndelo! En ese momento de acaloramiento pude haber estado pensando cualquier cosa. Pero debajo de la furia, debajo, Duv, tenías que haberte dado cuenta de que no hablaba en serio. Que te quiero, que no deseo alejarte de mi. Eres todo lo que tengo, Duv, tú y el niño.
Para mí, su amor tiene un gusto desagradable, y su sentimentalismo todavía me gusta menos. Le digo:
—Ya no leo mucho de lo que hay debajo, Jude. Ultimamente me cuesta demasiado. Pero de todos modos no vale la pena discutirlo. Soy una sanguijuela inútil, y he tomado prestado más de lo que puedes darme. La oveja negra de tu hermano mayor siente demasiada culpa ya tal y como están las cosas. Que me maldigan si jamás vuelvo a pedirte dinero prestado.
—¿Culpa? Tú hablas de culpa, cuando yo…
—No —le advierto—, no se te ocurra empezar ahora con eso de la culpa, Jude. Ahora no.—Su remordimiento por su antigua frialdad hacia mí tiene un sabor aún más desagradable que su amor reciente—. No tengo ganas de determinar la proporción de culpas esta noche.
—De acuerdo. De acuerdo. Pero, ¿andas bien de dinero ahora?
—Ya te dije, estoy haciendo trabajos para algunos estudiantes. Me voy arreglando.
—¿Quieres venir a cenar mañana por la noche?
—Creo que va a ser mejor que trabaje. Tengo que escribir un montón de trabajos, Jude. Es la temporada de mayor actividad.
—Estariamos sólo tú y yo. Y el chico, por supuesto, pero se acostaría temprano. Sólo tú y yo. Podriamos hablar. Tenemos tanto de qué hablar. ¿Por qué no vienes, Duv? No es preciso que trabajes día y noche. Te prepararé algo que te guste. Haré tallarines con salsa picante. Cualquier cosa. Tú eliges.—Esta hermana glacial que durante veinticinco años no me dio nada más que odio, ahora me está suplicando—. Ven y seré una madre para tí, Duv. Ven y déjame ser afectuosa, hermano.
—Quizá pasado mañana, ya te llamaré.
—¿No hay ninguna posibilidad de que sea mañana?
—Creo que no —le digo. Se produce un silencio. No me quiere rogar. Interrumpo el repentino y estridente silencio diciendo—: ¿Qué has estado haciendo tú mientras tanto, Judith? ¿Te has estado viendo con alguien interesante?
—No he estado viendo a nadie.—El tono de su voz es cortante. Han pasado dos años y medio desde su divorcio; con bastante frecuencia se acuesta con hombres; los jugos se están agriando en su alma. Tiene treinta y un años—. Estoy en un periodo de descanso con respecto a los hombres. Quizá he terminado para siempre con ellos. No me importa si jamás vuelvo a acostarme con alguien.
Ahogo una risa triste.
—¿Qué pasó con ese agente de viajes que veías? ¿Mickey?
—Marty. Esa fue simplemente una artimaña, me consiguió un viaje por toda Europa con un 10 % de descuento en la tarifa de viaje. De otro modo no habría podido ir. Lo estaba usando.
—¿Y?
—Me hacía sentir muy mal. Terminamos el mes pasado. No estaba enamorada, creo que ni siquiera me gustaba.
—Pero primero anduviste con él lo suficiente como para conseguir un viaje a Europa.
—A él no le costó nada, Duv. Yo tenia que irme a la cama con él; mientras que lo que él tuvo que hacer fue rellenar un formulario. Pero, ¿qué estás intentando decirme? ¿Que soy una ramera?
—Jude…
—De acuerdo, pues soy una ramera. Pero por lo menos ahora estoy intentando ir por el buen camino. Mucho zumo natural de naranja y mucha lectura seria. Ahora estoy leyendo a Proust, ¿puedes creerlo? He terminado Por el camino de Swann y mañana…
—Aún tengo trabajo que hacer esta noche, Jude.
—Lo siento. No quise molestar. ¿Vendrás a cenar esta semana?
—Ya veré, llamaré para confirmártelo.
—¿Por qué me odias tanto, Duv?
—No te odio. Y estábamos acabando de hablar, creo.
—No te olvides de llamar —me dice. Agarrándose de un pelo.
8
Toni. Ahora deberia hablarles de Toni.
Hace ocho años, un verano, viví durante siete semanas con Toni. Ese fue el período más largo que jamás vivi con alguien, a excepción de mis padres y mi hermana, de los que me alejé en cuanto me fue posible, y de mí, de quien no me puedo alejar. Toni fue uno de los dos grandes amores de mi vida, el otro fue Kitty Les hablaré de Kitty en alguna otra ocasión.
¿Puedo reconstruir a Toni? Lo intentaré con unas breves y rápidas pinceladas. Aquel verano tenía veinticuatro años. Una chica vivaracha y alta, entre un metro setenta y uno setenta y cinco, delgada, ágil y desgarbada a la vez. Piernas y brazos largos, muñecas y tobillos delgados. Su pelo color negro brillante, muy lacio, le caía en cascada hasta los hombros. Dulces ojos color castaño de mirada rápida, vivaracha y burlona. Una chica astuta y ocurrente, aunque realmente no era culta, sí extraordinariamente sabia. Desde el punto de vista convencional, su rostro no era en absoluto bonito —boca demasiado grande, nariz prominente, los pómulos demasiado altos—, pero aun así, en conjunto producía un efecto erótico sumamente atractivo, suficiente como para que un montón de cabezas se volvieran cuando entraba en una habitación. Pechos grandes. Me gustan las mujeres de busto grande, frecuentemente necesito un lugar blando donde descansar mi fatigada cabeza, a menudo tan fatigada. Los sostenes que mi madre usaba eran de talla mediana, ninguna almohada cómoda allí. Aunque hubiera querido no habría podido amamantarme, pero tampoco quiso. (¿Llegaré a perdonarla por haberme dejado escapar del útero? ¡Oh, vamos, Selig, por el amor de Dios, muestra alguna devoción filial!)
Salvo en dos ocasiones, nunca examiné la mente de Toni. La primera vez, el día en que la conocí y la otra un par de semanas después; hubo una tercera vez el día en que nos separamos. Esta tercera vez fue un accidente absolutamente desastroso. La segunda también fue más o menos un accidente, aunque no del todo. Sólo la primera fue un escudriñamiento deliberado. Una vez que me había dado cuenta de que la amaba, me cuidé de no espiar jamás dentro de su cabeza. El que espíe por un agujero quizá vea cosas que le disgusten. Una lección que aprendí de muy joven. Además, no quería que Toni llegara a sospechar sobre mi poder, mi desgracia. Temía que eso la asustara y la hiciera alejarse de mí.
Ese verano trabajaba como investigador, ganando 85 dólares a la semana. Aquél era el último de una infinita serie de trabajos ocasionales que hacía para un conocido escritor profesional que estaba escribiendo un inmenso libro sobre las maquinaciones políticas que hubo en la fundación del Estado de Israel. Cada día, durante ocho horas, me dedicaba a examinar los archivos de periódicos viejos en las entrañas de la biblioteca de Columbia. Toni era revisora en la editorial en que aquel escritor iba a publicar su libro. Una tarde, cuando estaba a punto de terminar la primavera, conocí a Toni en el lujoso apartamento que mi jefe tenía en la avenida East End. Fui a entregar un montón de apuntes sobre los discursos de Harry Truman en la campaña de 1948 y dio la casualidad de que ella estaba allí, discutiendo algunas correcciones que había que hacer en los primeros capítulos. Su belleza me estremeció. Desde hacía meses no había estado con una mujer. Automáticamente supuse que era la amante del escritor —me han dicho que en ciertos altos niveles de la profesión literaria es una práctica común acostarse con los revisores— pero mis viejos instintos de fisgón en seguida me proporcionaron la verdadera información. Realicé un rápido sondeo de la mente de él y descubri que era un sumidero de deseo frustrado por ella, ansiaba poseerla y era evidente que ella no lo deseaba en absoluto. Luego husmeé en la mente de ella. Me hundi bien hondo y me encontré en medio de un barro cálido y fértil. En seguida me orienté. Fragmentos aislados de autobiografía me bombardearon, incoherentes, no lineales: un divorcio, algunas relaciones sexuales buenas y otras malas, los días en la universidad, un viaje al Caribe, todo nadando alrededor en la misma forma caótica de siempre. Rápidamente dejé todo eso atrás y verifiqué lo que queria averiguar. No, no se acostaba con el escritor. Físicamente lo consideraba un cero a la izquierda. (Extraño, a mí me parecía atractivo, una figura romántica y atrayente, hasta donde puede juzgar ese tipo de cosas una insulsa alma heterosexual.) Ni siquiera le gustaba su forma de escribir, me enteré. Luego, mientras seguía escudriñando su mente, me enteré de algo más y mucho más sorprendente: yo parecía atraerle. La oración me llegó con toda claridad: Me pregunto si estará libre esta noche. Observó al maduro investigador de unos venerables treinta y tres años y con una calvicie incipiente y no le pareció repelente. Eso me sacudió de tal forma —el encanto de sus ojos oscuros, el erotismo de sus largas piernas dirigidos hacia mí— que salí disparado de su cabeza.