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—Aqui están los apuntes sobre Truman —le dije a mi jefe—. Todavía falta material de la Biblioteca Truman en Missouri que aún no ha llegado.

Hablamos durante unos minutos sobre el próximo trabajo que me tenía preparado, y luego hice como que me marchaba. Una rápida mirada cautelosa hacia ella.

—Espere —dijo ella—. Podemos volver juntos, estoy a punto de terminar con esto.

El hombre de letras me lanzó una venenosa mirada de envidia. ¡Dios mío, despedido de nuevo! Pero cortésmente nos dijo adiós a los dos. Mientras el ascensor descendía, permanecimos alejados, Toni en un rincón, yo en el otro, con una vibrante pared de tensión y deseo entre los dos que nos separaba y unía a la vez. Tuve que luchar por no leerle la mente; sentía miedo, terror, no de recibir la respuesta incorrecta sino de recibir la correcta. En la calle también nos mantuvimos alejados, vacilando un momento. Por fin dije que buscaría un taxi para ir al Upper West Side —yo, un taxi, con 85 dólares a la semana— y le pregunté si la podía dejar en algún sitio. Dijo que vivía entre la Ciento Cinco y West End, bastante cerca. Cuando el taxi se detuvo delante de su apartamento me invitó a subir a tomar una copa. Tres habitaciones, amuebladas de un modo bastante sencillo: principalmente libros, discos, alfombras, posters. Cuando se disponía a servir un poco de vino para ambos, la aferré hacia mí y la besé. Tembló contra mi cuerpo, ¿o era yo el que temblaba?

Esa misma noche, un poco más tarde, mientras tomábamos un plato de sopa picante en el Great Shangai, dijo que se mudaría dentro de un par de días. El apartamento pertenecía a su actual compañero, con el que hacía sólo tres días que había roto. No tenía adónde ir.

—Sólo tengo una piojosa habitación —le dije—, pero tiene una cama doble.

Sonrisas tímidas, la suya y la mía. Así que se mudó a casa. Aunque no creía que estuviera enamorada de mi, tampoco se lo iba a preguntar. Si lo que sentía por mi no era amor, era algo bastante bueno, lo mejor que podía esperar; y en la intimidad de mi propia cabeza podía sentir amor por ella. Ella había necesitado un puerto en medio de la tormenta, yo se lo había ofrecido. Si eso era todo lo que yo significaba para ella en ese momento, que así fuera. Que así fuera. Había tiempo para que las cosas maduraran.

Durante nuestras dos primeras semanas dormimos muy poco. No es que las hubiéramos pasado haciendo el amor, aunque hubo mucho de eso; sino que hablábamos. Éramos nuevos el uno para el otro, y ése es el mejor momento de cualquier relación, cuando hay todo un pasado para compartir, cuando todo sale a borbotones y no hay necesidad de buscar cosas para decir. (No todo salió a borbotones. Lo único que le oculté fue el hecho central de mi vida, el hecho que ha moldeado todos y cada uno de los aspectos de mi persona.) Habló de su matrimonio —breve y vacío, cuando era joven, a los veinte— y de cómo había vivido durante los tres años siguientes a su divorcio: una sucesión de hombres, una inmersión en el ocultismo y la terapia de Reich, una nueva dedicación a su carrera en la editorial. Semanas vertiginosas.

Luego, nuestra tercera semana. Di una segunda ojeada a su mente. Una sofocante noche de junio, con una luna llena que enviaba una iluminación fría dentro de nuestra habitación a través de las persianas de listones. Estaba sentada a horcajadas sobre mi —su posición favorita— y su cuerpo, muy pálido, tenia un brillo blanquecino en la espectral oscuridad. Su figura larga y delgada se elevaba muy por encima de mí. Tenia el rostro medio escondido entre su pelo revuelto. Los ojos cerrados. Los labios laxos. Sus pechos, vistos desde abajo, parecían aún más grandes de lo que eran en realidad. Cleopatra a la luz de la luna. Se estaba meciendo y sacudiendo hacia un éxtasis propio, y su belleza y singularidad me abrumaron de tal forma que no pude resistir la tentación de observarla en el momento del clímax, observarla a todos los niveles. Así que abrí la barrera que tan escrupulosamente había erigido y, en el momento en que llegaba al orgasmo, mi mente tocó su alma con un dedo curioso y recibió toda la intensidad torrencial y volcánica de su placer. No hallé ningún pensamiento sobre mí en su mente. Sólo un verdadero frenesí animal que estallaba en cada célula de su cuerpo. He visto eso mismo en otras mujeres, antes y después de conocer a Toni, cuando alcanzan el orgasmo: son islas solitarias en el vacío del espacio, conscientes sólo de sus cuerpos y quizá de esa rígida vara intrusa contra la que empujan. Cuando el placer las invade es un fenómeno curiosamente impersonal, no importa cuán titánico sea su impacto. Eso fue lo que ocurrió aquella vez con Toni. No hice ninguna objeción; sabía qué podía esperar y no me sentí engañado, rechazado o defraudado. De hecho, la unión de almas con ella en ese momento imponente sirvió para provocar mi propio orgasmo y triplicar su intensidad. Entonces perdí contacto con ella. El cataclismo del orgasmo quebranta el frágil vinculo telepático. Después, me sentí algo ruin por haber espiado, pero el sentimiento de culpa no fue excesivo. Qué cosa mágica fue, después de todo, haber estado con ella en ese momento. Haber tenido conciencia de su regocijo no sólo como espasmos impulsivos de su cuerpo, sino también como haces de luz brillante que fulguraban a través del oscuro terreno de su alma. Un instante de belleza y maravilla, una iluminación que jamás podré olvidar; pero que tampoco se podrá repetir. Una vez más, resolví mantener nuestra relación limpia y honesta. No tomar ventajas injustas. No volver a entrar jamás en su cabeza.

Pero a pesar de eso, algunas semanas después me encontré entrando en la conciencia de Toni por tercera vez. Por accidente. Por un maldito y abominable accidente. ¡Ay, esa tercera vez!

Ese mal viaje. … ese desastre…

Esa catástrofe…

9

A principios de la primavera de 1945, cuando tan sólo tenía diez años, sus amantes padres le obsequiaron con una hermanita. Así fue exactamente como se lo comunicaron: su madre, con su falsa y más cálida sonrisa, lo abrazó y le dijo con su mejor tono de “así es como les hablamos a los chicos brillantes”:

—Papá y yo tenemos una maravillosa sorpresa para ti, David. Vamos a obsequiarte con una hermanita.

Desde luego, no fue ninguna sorpresa. Durante meses, quizá durante años, lo habían estado discutiendo entre ellos, siempre suponiendo, equivocadamente, que su hijo, a pesar de lo inteligente que era, no comprendía de qué estaban hablando. Pensando que era incapaz de asociar un fragmento de conversación con otro, que le era imposible colocar los antecedentes correctos a sus pronombres deliberadamente vagos, los torrentes de “él” y “lo”. Y, naturalmente, les había estado leyendo la mente. En aquellos días su poder era agudo y claro; en su habitación, tendido sobre la cama, rodeado de sus libros con las puntas dobladas y de sus álbumes de sellos, podía sintonizar sin ningún esfuerzo todo lo que ocurría detrás de la puerta cerrada de la habitación de sus padres, a quince metros de distancia. Era como una interminable transmisión de radio sin anuncios comerciales. Podía escuchar las estaciones WJZ, WHN, WEAF, WOR y todas las del dial, pero la que escuchaba con mayor frecuencia era WPMS, Paul y Martha Selig. No tenían secretos para él. No le avergonzaba espiar. Preternaturalmente adulto, copartícipe de todos sus secretos, a diario meditaba sobre los crudos y ardientes aspectos de la vida matrimoniaclass="underline" las ansiedades financieras, los momentos de dulce cariño no diferenciado, los momentos de odio —contenido con remordimiento— por el cónyuge eterno y fastidioso, las alegrías y angustias de la copulación, los momentos de unión y de separación, los misterios de los orgasmos frustrados y las erecciones marchitadas, la concentración intensa y pavorosamente obstinada en el crecimiento y desarrollo correcto del niño. Una corriente continua de rica y abundante espuma fluía de sus mentes, y él la absorbía toda con avidez. Leer sus almas era su pasatiempo, su juguete, su religión, su venganza. Jamás sospecharon que lo hacía. Ésa era una cuestión de la que siempre trataba de asegurarse, husmeando con ansiedad para ver qué sabían, y siempre quedaba satisfecho: ni tan siquiera soñaban que su don existía. Tan sólo pensaban que su grado de inteligencia era anormalmente elevado, y jamás ponían en duda los medios por los que se enteraba tan a menudo de tantas cosas improbables. Quizá si se hubieran dado cuenta de la verdad, lo habrían asfixiado en la cuna. Pero ni siquiera vislumbraban la existencia de su don. Año tras año, continuó espiando con toda comodidad, y su penetración se fue intensificando a medida que comprendía más y más el material que inconscientemente le ofrecían sus padres.