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La mujer había quedado tendida, abandonada, desnuda, con su largo y oscuro pelo enroscado en torno al cuello como una serpiente, a la vista de dos extraños, y luego unos hombres uniformados se la habían llevado en una camilla. Horas más tarde pasaba a manos de un médico forense que analizó sus órganos sin demasiado interés y que, antes de enviarla al depósito, se ocupó de suturarla. Mientras tanto, el inspector jefe Chen celebraba una fiesta para inaugurar su nuevo piso, bebiendo, bailando con una joven reportera y hablando de poesía Tang mientras le pisaba los pies descalzos a su pareja.

Sintió lástima por la mujer muerta. Ahora ya no podía hacer nada por ella. Sin más, lo dejó estar.

Llamó a su madre y le contó que había comprado aquel libro a la hora de su descanso para comer a mediodía. Ella se alegró mucho, porque daba la casualidad de que ese título no estaba entre los libros de la colección que guardaba en el ático.

– Pero también deberías haberte llevado el cartel, hijo.

– ¿Por qué?

– Para que la chica pudiera salir de la foto -dijo ella, divertida-. Te habría hecho compañía por la noche.

– ¡Ah!, vale -rió Chen-, Es la misma historia que me vienes contando desde hace treinta años. Hoy estoy ocupado, pero iré a verte mañana, y me la contarás de nuevo.

CAPÍTULO 5

Habían pasado varios días desde la fiesta de inauguración del piso. A las nueve de la mañana, con un ejemplar de El Diario de Shanghai en las manos, Chen tenía la sensación de que las noticias lo estaban leyendo a él, cuando tenía que ser al revés. Se había enfrascado en la lectura de un reportaje sobre una partida de go entre un chino y un japonés, con una ilustración en miniatura de un tablero donde se mostraban los movimientos de las piezas blancas y negras, cada una de las cuales ocupaba una posición muy importante, más allá de lo que podía apreciarse a simple vista. No era más que una distracción de último momento antes del aburrido trabajo de oficina, cuando sonó el teléfono de su mesa:

– Camarada inspector jefe, es usted un alto funcionario muy importante -era Wang, tan burlona como siempre-. Como dice el viejo refrán «Los hombres importantes tienen una memoria defectuosa».

– No, no digas eso.

– Estás tan ocupado que te olvidas de tus amigos.

– Sí, he estado muy ocupado. Pero… ¿cómo podría olvidarme de ti? No. Lo que me pasa es que tengo mucho trabajo. Y, por si fuera poco, también ese nuevo caso, ya sabes, el que se presentó aquella noche de la fiesta. ¿Te acuerdas? Discúlpame por no haberte llamado antes.

– Nunca digas «discúlpame» -dijo Wang cambiando de tema antes de acabar la frase-. Tengo buenas noticias para ti.

– ¿De verdad?

– En primer lugar, tu nombre figura en la lista del decimocuarto seminario del Instituto Central del Partido en Bei jing

– ¿Cómo te has enterado de eso?

– Tengo mis contactos. Eso significa que tendremos que hacer otra fiesta para celebrar tu nuevo ascenso.

– Sería demasiado precipitado. Aunque, pensándolo bien, ¿qué te parecería comer conmigo la semana que viene?

– Cualquiera sospecharía que he llamado para que me invites a comer.

– Pues te contaré una cosa. Anoche, mientras llovía, estaba leyendo a Li Shangyin:«¿ Cuándo volveremos a estar juntos / a la luz de una vela mirando por la ventana de poniente / para charlar de las lluviosas noches en la colina de Ba?», y te eché mucho de menos.

– Ya estás otra vez con tus exageraciones poéticas.

– No, Te doy mi palabra de policía. Es la pura verdad.

– Y una segunda buena noticia para nuestro inspector jefe poeta -dijo ella volviendo a cambiar de tema-. Xu Baoping, el editor jefe de nuestra sección de arte y literatura, ha decidido publicar un poema tuyo… Creo que se titula Milagro.

– Sí, Milagro. Me parece fantástico.

Sin duda se trataba de una noticia emocionante. Un poema en Wenhui, un periódico de alcance nacional, podía llegar a muchos más lectores que otro publicado en una pequeña revista. Milagro se inspiraba en la entrega de una mujer policía a su trabajo. Quizá el editor lo había escogido por una cuestión de conveniencia política, pero a Chen eso no le quitaba la alegría.

– En la Asociación de Escritores de Shanghai son muy pocos los que saben que trabajo como inspector de policía. No tiene sentido hablarles de eso. Seguro que dirían «¿Cómo un hombre que atrapa a asesinos también pretende atrapar a las musas?».

– No me sorprendería.

– Gracias por tu sinceridad -apostilló Chen-. Todavía no he decidido cuál es mi verdadera profesión.

El inspector jefe Chen intentaba no sobreestimar su talento poético, aunque los críticos decían haber encontrado en su trabajo una mezcla de sensibilidades: la de la poesía china clásica con un ápice de moderna complacencia con lo occidental. De vez en cuando se preguntaba en qué tipo de poeta se habría convertido si hubiera podido dedicarse por completo a crear y escribir. Sin embargo, aquello no era más que una fantasía tentadora. En las últimas dos o tres semanas había tenido tanto trabajo durante el día que por la noche se encontraba siempre demasiado agotado para escribir.

– No, no me malinterpretes. Yo creo en tu visión poética. Por eso he enviado Milagro a Xu. «La lluvia ha empapado / el cabello que cae sobre tus hombros». Lo siento, creo que son los dos únicos versos que recuerdo. Me sugiere más la idea de una sirena en una película de dibujos animados que la de una mujer policía de Shanghai.

– Ya, visión poética. Pues te contaré un secreto. Me has servido de inspiración en muchos poemas.

– ¿Qué dices? Eres realmente intratable -le espetó ella-. ¿Nunca te cansas?

– ¿Insinúas que voy a tirar la toalla?

– Recuerdo que la última vez -repuso riendo-observé que en tu piso nuevo no te lavaste las manos antes de cenar.

– Una razón más para invitarte a comer y demostrarte mi inocencia -dijo él-.

– Siempre estás demasiado inocentemente ocupado.

– Pero nunca estaré demasiado ocupado como para no poder comer contigo.

– No estoy tan segura. Para ti nada es tan importante como uno de esos casos, ni siquiera bailar conmigo.

– ¡Ay!, ahora eres tú la intratable.

– Venga, nos veremos la próxima semana.

Chen se alegró de que Wang lo hubiera llamado. No se podía negar que ella también había pensado en él. En caso contrario, ¿por qué se habría interesado en la noticia del seminario? Parecía que Wang estaba entusiasmada. En cuanto al poema, era posible que hubiera intervenido en su favor para que lo publicaran. Además, era siempre agradable conversar con ella de esa manera tan ingeniosa, cierto que un tanto informal, pero íntima en el fondo.

Era verdad. Chen había estado muy atareado. El Secretario del Partido Li le había hablado de diversos temas que podía presentar en el seminario del Instituto Central del Partido. Tenía que acabar de redactarlos en dos o tres días, ya que Li quería que alguien los revisara en Beijing. Según el viejo Li, estarían invitados los principales dirigentes del Partido, entre ellos el ex Secretario General del Comité Central. Una presentación exitosa llamaría la atención en las altas esferas. Como consecuencia, el inspector jefe Chen había dejado la mayor parte del trabajo en manos del inspector Yu.

Curiosamente, la llamada de Wang volvió a recordarle la imagen de la mujer muerta. Se había avanzado poco en el caso. Ninguno de sus esfuerzos por conocer la identidad de la mujer había conducido a pistas concretas, y decidió volver a conversar con Yu.

– Sí, han pasado cuatro días -dijo Yu-. No hemos hecho gran cosa. No tenemos pruebas, ningún sospechoso, ninguna hipótesis.

– ¿Y todavía no hay denuncias de personas desaparecidas?