Al final de la entrevista, Pan miró a Yu a través de sus gafas manchadas por las lágrimas.
– Encontrará al culpable, ¿no?
– Desde luego.
La siguiente era Zhong Ailin, quien había trabajado con Guan la mañana del 10 de mayo. Enseguida empezó a dar la información que sabía.
– Camarada inspector Yu, me temo que no seré de gran ayuda. La mañana del día 10 hablamos muy poco, cruzamos dos o tres palabras como mucho. Me pareció que ella estaba bien. No me contó que se marchaba de vacaciones. Que yo recuerde, dijo que sólo se tomaría unos cuantos días de descanso, lo normal. Como responsable de la sección, a veces hacía horas extra y tenía derecho a días de vacaciones.
– ¿Le comentó algo más a lo largo de ese día o durante la semana?
– Como trabajadora modelo de rango nacional que era, siempre estaba ocupada, trabajando y ayudando a la gente de todo corazón, como sentenció el camarada Mao hace mucho tiempo, por lo que solía hablar con los clientes, no con nosotras.
– ¿Tiene alguna idea de quién puede haberla matado?
– No, ni idea.
– ¿Podría ser alguien que trabajaba con ella?
– No lo creo. No era una persona de trato difícil y cumplía muy bien con su trabajo.
Según Zhong Ailin, algunas colegas quizá le tuvieran envidia, pero era indudable de que Guan conocía el oficio y era una mujer decente en la que se podía confiar, política aparte.
– En cuanto a su vida fuera de la tienda -concluyó Zhong-, no sé nada, salvo que no salía con nadie…, y probablemente nunca haya salido con nadie.
Después de Zhong vino la señora Weng, a quien le había tocado el 10 de mayo el turno de tarde. La señora Weng empezó declarando que la investigación no le concernía en absoluto y que no había notado nada raro en Guan ese último día.
– No había nada diferente en ella -afirmó-. Puede que se hubiera pintado un poco los ojos, pero eso no significa nada. Tenemos muchas muestras gratis.
– ¿Qué más?
– Hizo una llamada.
– ¿A qué hora?
– Diría que hacia las seis y media.
– ¿Tuvo que esperar mucho antes de hablar?
– No, empezó a hablar enseguida.
– ¿Escuchó usted algo, por casualidad?
– No, fue muy breve -contestó-. Además, era asunto suyo, no mío.
A pesar de ello, la señora Weng habló más que las dos mujeres que la precedieron y se permitió dar su opinión, aunque no se le pidiese. Luego se puso a especular sobre cierta información que consideraba útil. Varias semanas antes, la señora Weng había ido con una amiga de Hong Kong al teleclub Dinastía. En un pasillo, medio a oscuras, vio a una mujer que salía de una sala privada con un hombre alto, casi recostada sobre su hombro. Llevaba la ropa desordenada, con varios botones desabrochados, tenía la cara roja y caminaba con paso vacilante. "Una de esas chicas desvergonzadas del karaoke", pensó la señora Weng. Una sala privada de karaoke era como un secreto a voces, casi un sinónimo de prácticas indecentes. En ese momento la señora Weng tuvo la impresión de que la chica se parecía a alguien que conocía. Puesto que la imagen de aquella mujerzuela borracha no coincidía en nada con la que le vino a la mente, tardó unos segundos en reconocerla. ¡Era Guan Hongying! La señora Weng no podía creerlo, pero sí le pareció que era ella.
– ¿ La vio más de cerca?
– Cuando creí reconocerla, ya había pasado de largo. No habría estado bien salir corriendo detrás de ella en un lugar como ése.
– Así que no está segura.
– No, pero esa fue la impresión que tuve.
La siguiente en la lista era Gu Chaoxi. Aunque Gu era unos quince años mayor que Guan, ésta la había formado en el establecimiento.
– ¿Recuerda haber notado algo raro en Guan antes de su muerte? -preguntó sin rodeos el inspector Yu-.
– ¿Raro? ¿Qué quiere decir?
– Por ejemplo, llegar tarde al trabajo, o irse a casa más temprano, o cualquier otro cambio especial que haya notado en ella.
– No, no que yo recuerde -respondió Gu-, pero es que todo ha cambiado muy rápido. Al principio, nuestra sección de cosméticos sólo tenía dos mostradores; ahora tenemos ocho, con una ingente gama de productos, muchos de ellos fabricados en Estados Unidos. Naturalmente, la gente también cambia, y Guan no era una excepción.
– ¿Puede darme un ejemplo?
– El primer día que vine a trabajar, hace siete años, Guan nos dio a todas un discurso, todavía lo recuerdo, sobre la importancia de seguir la tradición del Partido, de trabajar duro y llevar una vida sencilla. De hecho, ella se había propuesto no usar ningún perfume, ni llevar joyas. Sin embargo, hace unos meses vi cómo lucía un collar de diamantes.
– ¿Ah sí? ¿Y cree usted que eran diamantes auténticos?
– No estoy segura -dijo Gu-. No digo que tuviera algo de malo que llevara un collar, pero en los años noventa la gente ha empezado a cambiar. Otro ejemplo de lo que acabo de comentarle es que Guan se fue de vacaciones hace unos seis meses, creo que fue en octubre, y meses más tarde, en mayo, se marchó otra vez.
– Sí, llama la atención -convino Yu-. ¿Sabe usted donde fue en octubre?
– A las Montañas Amarillas. Me mostró unas fotos.
– ¿Viajó sola?
– Creo que estaba sola. En las fotos no salía nadie más.
– ¿Y esta vez?
– Yo sabía que se iba de vacaciones, pero no sabía dónde, ni con quién -repuso mientras miraba hacia la puerta-. Me temo que sea lo único que pueda decirle, camarada inspector.
A pesar del aire acondicionado, el inspector Yu sudaba copiosamente mientras miraba a Gu salir de la sala. Reconoció el malestar que solía experimentar antes de una jaqueca, pero tenía que seguir. Quedaban cinco nombres en la lista. Sin embargo, en las dos horas siguientes, la información que consiguió fue aún más escasa. Decidió reunir todas sus notas.
«El 10 de mayo Guan, como de costumbre, acudió al trabajo sobre las ocho. Su actitud era también, dentro de la normalidad, amable. Una auténtica trabajadora modelo de rango nacional con sus clientes y sus compañeras de trabajo. Comió en la cantina a las doce y tuvo una reunión con otros miembros del Partido hacia el final de la tarde. No les contó a sus compañeras adonde iba, aunque mencionó algo acerca de unas vacaciones. A las cinco podría haber vuelto a casa, pero como solía hacer, se quedó hasta tarde. Hacia las seis y media llamó por teléfono. No duró mucho, pero nadie sabe con quién habló. Después se marchó, al parecer a casa. La última vez que alguien la vio en el establecimiento fue hacia las siete y diez».
Era poca cosa, y el inspector Yu tuvo la impresión de que, con excepción de la señora Weng, cuya información no era demasiado fiable, las trabajadoras habían hablado de Guan con cierta cautela.
Hacía rato que había pasado la hora de comer, pero en su lista quedaba una persona que tenía el día libre. Salió de los grandes almacenes a las tres menos veinte. Compró un par de rollitos de carne de cerdo en un pequeño supermercado. Peiqin tenía razón al preocuparse por su costumbre de saltarse la comida de mediodía, mas no disponía de tiempo para pensar en una alimentación sana. La última persona en su lista se llamaba Zhang Yaqing y vivía en la calle Yunan. Trabajaba como administradora adjunta en la sección de cosméticos y había telefoneado para decir que estaba enferma. Según algunos empleados, hacía tiempo se la consideró una posible rival de Guan, pero se casó y su vida se hizo más anodina.
El inspector Yu conocía bien esa parte de la calle Yunan. Sólo quedaba a unos quince minutos de los grandes almacenes. Al norte de la calle Jinglin, la calle Yunan se había convertido en una próspera "avenida de las exquisiteces" con diversas cafeterías y restaurantes, pero hacia el sur apenas había cambiado con sus viejas casas destartaladas construidas en los años cuarenta, y sus cestos, fogones y fregaderos colectivos todavía visibles desde la acera.