CAPÍTULO 8
El inspector jefe Chen también había tenido una mañana ajetreada. A las siete se había reunido con el comisario Zhang en el despacho.
– Es un caso difícil -asintió éste meneando la cabeza después de que Chen lo puso al tanto de sus gestiones-, pero no debemos temer ni a las dificultades, ni a la muerte.
«No debes temer ni a las dificultades, ni a la muerte», una de las citas del camarada Mao durante la Revolución Cultu ral, que ahora únicamente le recordaba a Chen un cartel descolorido arrancado del muro de un edificio abandonado. Tantos años como comisario habían convertido a Zhang en algo parecido a una pianola, un viejo político que había perdido el contacto con los nuevos tiempos. Sin embargo, el comisario era cualquier cosa menos tonto. Se decía que había sido uno de los alumnos más brillantes de la Universidad Unificada del Suroeste en los años cuarenta.
– Sí, tiene razón -dijo Chen-. Esta mañana iré a la habitación de Guan.
– Muy bien. Quizá encuentre alguna prueba -dijo el comisario Zhang-. No deje de mantenerme informado.
– Eso haré.
– Y dígale al inspector Yu que se ponga en contacto conmigo.
– Se lo diré.
– Pero mientras tanto, yo… ¿qué hago? -preguntó Zhang-. También necesito hacer algo. No puedo limitarme a ser un mero espectador que da consejos.
– En este momento tenemos cubiertos todos los frentes de la investigación. El inspector Yu está interrogando a las compañeras de Guan y yo voy a registrar su cuarto y a hablar con sus vecinos. Después, si tengo tiempo, visitaré a su madre en la residencia de ancianos.
– Entonces iré yo a verla. Ella también es vieja. Puede que tengamos cosas de que hablar entre los dos.
– En realidad no tiene que hacer nada. No está bien que un veterano como usted se encargue de tareas rutinarias.
– No me diga eso, camarada inspector jefe -dijo Zhang y se levantó con el ceño fruncido-. Vaya a la habitación de Guan.
Guan vivía en la calle Hubei, en una vivienda comunitaria que compartían varias unidades laborales, entre ellas la de los grandes almacenes Número Uno que disponía de unas cuantas habitaciones para sus empleados. Pensó Chen que, por su estatus político de trabajadora modelo, podría haber conseguido algo mejor, un piso normal como el suyo, pero quizá fuera eso lo que hacía de ella una trabajadora modelo.
Hubei era una callecita enclavada entre las calles Zhejiang y Fujian. Por el norte estaba relativamente cerca de la calle Fuzhou, una vía de animada vida cultural y con varias librerías muy conocidas. La ubicación era conveniente. El autobús 71, en la calle Yanan, sólo quedaba a diez minutos a pie y paraba frente a Número Uno.
Chen se bajó en la calle Zhejiang, ya que dar una vuelta por el barrio le diría mucho de la vida de sus habitantes, como en las novelas de Balzac, aunque recordó que en Shanghai no eran las personas quienes decidían dónde querían vivir, sino sus unidades laborales. Aun así, decidió pasear por las inmediaciones mientras seguía cavilando.
La calle Hubei era una de las pocas que todavía estaban adoquinadas. La bordeaba una sucesión de callejones y pasajes de mala muerte. Los niños corrían de un lado a otro como trozos de papel arremolinados por el viento.
Chen sacó su libreta de notas. La dirección de Guan era pasaje 235, número 18, calle Hubei, si bien no conseguía dar con el pasaje.
Preguntó a varias personas mostrándoles la dirección. Nadie había oído hablar del lugar. La calle Hubei no era larga. En menos de quince minutos la recorrió sin éxito de arriba abajo. Entró en un pequeño colmado en una esquina, pero el viejo tendero también negó con la cabeza. Cinco o seis jóvenes matones desarrapados, con bigotes ralos y pendientes brillantes, lo miraban con aire desafiante.
Hacía calor y no corría ni una gota de aire. Chen pensó que quizá había cometido un error al apuntar la dirección. De todos modos, una llamada al comisario Zhang le confirmó que era la correcta. Marcó el número del camarada Xu Kexin, un viejo bibliotecario del Departamento, más conocido por el mote de Señor enciclopedia andante, con más de treinta años de experiencia y un conocimiento impresionante de la historia de la ciudad.
– Tengo que pedirle un favor -dijo Chen-. En este momento estoy en la calle Hubei, entre Zhejiang y Fujian, buscando el pasaje 235. La dirección es la correcta, pero no encuentro el pasaje.
– Hmm, la calle Hubei -dijo Xu-. Antes de 1949 era conocida por tratarse de un barrio de mala fama.
– ¿Qué? -preguntó Chen oyendo cómo Xu pasaba las páginas-. Barrio… ¿Qué quiere decir?
– ¡Ah, sí! Un barrio de burdeles.
– ¿Qué tiene que ver eso con el pasaje que no puedo encontrar?
– Mucho -dijo Xu-. Estos pasajes solían tener denominaciones diferentes…, por cierto, de sobra conocidas. Después de la liberación, en 1949, el gobierno puso fin a la prostitución y cambió los nombres de los pasajes. Sin embargo, es posible que por cuestiones prácticas la gente siga usando los antiguos. Sí, el pasaje 235, aquí lo tengo. Se llamaba pasaje
Qinghe, uno de los de peor reputación en los años veinte o treinta, o incluso antes. Era donde se reunían las prostitutas de segunda clase.
– ¿El pasaje Qinghe? Curioso, el nombre no suena tan raro.
– Lo mencionaba Tang Ren en su famosa biografía de Chiang Kai-shek, aunque lo que cuenta quizá sea más ficticio que real. En aquella época la calle Fuzhou, que todavía se llamaba Cuarta Avenida, era un barrio de burdeles, y la calle Hubei formaba parte de él. Según ciertas estadísticas, había más de setenta mil prostitutas en Shanghai. Además de las que tenían permiso del gobierno, muchas chicas de alterne, azafatas, masajistas y guías también se dedicaban a la prostitución clandestina u ocasional.
– Sí, he leído esa biografía -dijo Chen pensando que ya era hora de cerrar la "enciclopedia"-.
– Todos los burdeles fueron clausurados en la campaña de 1951 -siguió el Señor enciclopedia con tono monocorde-. La prostitución no existe bajo el sol de China, al menos oficialmente. Las mujeres que se negaron a cambiar fueron enviadas a campos de reeducación. La mayoría de ellas hizo borrón y cuenta nueva. Dudo que alguna haya decidido quedarse en el mismo barrio.
– Yo también lo dudo.
– ¿Es un delito sexual lo que está investigando en ese pasaje?
– No, sólo busco a alguien que vive ahí -dijo Chen-. Muchas gracias por la información.
Al final, el pasaje Qinghe quedaba justo al lado del colmado. Era un callejón de aspecto decadente y sombrío. Una caseta con fachada de vidrio y cemento, adosada al primer edificio, hacía aún más estrecha la entrada. Algunas gotas caían de la ropa que colgaba de un entramado de palos de bambú, dando, con la luz de mayo, un aire impresionista a la escena. Se decía que caminar por debajo de la lencería de encaje femenino que colgaba de los palos traía mala suerte a lo largo del día, aunque pensando en la historia del pasaje, el inspector jefe Chen no dejaba de encontrarlo nostálgico.
La mayoría de las casas databa de los años veinte, o incluso de antes. El número 18 correspondía al primer edificio con la caseta adosada. Tenía un patio interior, con tejados y grandes vigas talladas. La ropa tendida en los balcones goteaba sobre los montones de verduras y de piezas usadas de bicicleta, y en la puerta de la caseta rezaba la leyenda «servicio de teléfono público» con grandes caracteres en un cartel de plástico rojo. En el interior, Chen vio a un viejo sentado, rodeado de varios aparatos y listines. Seguramente, alternaba su trabajo de telefonista con el de portero.
– 'Nos días -dijo el anciano-.
– 'Nos días -contestó Chen-.
La casa parecía haber sido compartimentada, incluso antes de la revolución, para acomodar al mayor número posible de mujeres. Cada habitación constaría de una cama y poca cosa más, con pequeñas alcobas al lado para las criadas o los chulos. Probablemente, ésa era la razón de por qué la casa se había reconvertido en una vivienda comunitaria después de 1949. Ahora, en cada habitación, vivía una familia entera. Lo que debió de ser originalmente un amplio comedor donde los clientes celebraban banquetes para complacer a las prostitutas, también había sido parcelado. Una mirada más atenta revelaba numerosas señales de un descuido característico de aquellas viviendas: ventanas torcidas, grietas en el piso de cemento, pintura cuarteada. El olor de los baños colectivos impregnaba el pasillo. Al parecer, había un solo baño por planta, en uno de cuyos lados se habían improvisado unos tabiques de plástico para instalar la ducha.